miércoles, 18 de noviembre de 2015

ESTRÉPITO




Estrépito de lluvia

constante, pertinaz

sobre la ciudad dormida

mancha de gris

sus vastas avenidas.

 

Ante la noche ciega

busco tu mano

pero en fugaz instante

tu silueta se me pierde

entre cristales de bruma.

 

No me dejes aquí

hundido en callejones

de recuerdos pálidos

distante, ajeno

a tu risa exuberante

 

Aparta las nubes

negras y violetas

que brote la luna,

roja, redonda

acude a mi abrazo, pronta.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

CANCIÓN


 

 

Bajo lienzo de agua gris

niebla disolvente

siento olvidar lo extraordinario

¡el hechizo se ha roto! – repito, abandonando la ensoñación,

pero sólo un instante dura en mi cabeza aquella idea

liberas tus castañas hojas

un par de luciérnagas, anidando entre tus pestañas

me miran, iluminan

y la sangre roja, negra, violeta

se agolpa en mi corazón

noche que se tiende sobre el bosque

coyote que susurra a la luna su canción.

lunes, 26 de octubre de 2015

NOVIEMBRE


 
 
En tarde sin sol

noviembre se desgaja

los árboles de heladas ramas

lloran sus hojas

lanzas amarillas, granadas rojas

caídas en combate

desigual y heroico

contra el año que viaja

como río serpiente

por su curso hasta perderse

mas no todo es pardo y ocre

sobre la superficie del bosque

el musgo crece

verde preludio

del verano que vuelve.

 

jueves, 22 de octubre de 2015

SOY



 
 


Soy aquél que avanza por el pasillo

sin cerrar las puertas

y pretende ver entre las frondas, bajo las olas,

jaguares y mantarrayas.

soy ese otro, ese que sabe que no hay vuelta al edén destruido

nublado con las oportunidades caídas

con los fracasos acumulados bajo las piedras

el que a veces no sabe por qué demonios está aquí

en este siglo podrido

ajeno a todo, a todos,

pero incapaz de vivir como ermitaño

necesitado siempre de sensaciones, de experiencias

que desgarran el corazón como arpones y sierras eléctricas

la luz, luciérnaga, es breve huidiza

el camino está plagado de maleza, de penumbra

el sol abandona su sepulcro sólo de cuando en cuando

soy el que con paciencia lo espera

lo sigue por el firmamento

colibrí

desde el alba hasta el ocaso.

jueves, 15 de octubre de 2015

LA CURA


LA CURA

 


Aún no tenemos la cura, nos dicen. Tendremos que esperar. Quizás una semana, quizás un año o quizás varios siglos, nadie lo sabe.

   Todo empezó, lo recuerdo bien, cuando aquellos arqueólogos fueron en busca de las ruinas de una antiquísima ciudad oculta entre las nevadas cimas de los Montes Himalaya y regresaron con una pequeña piedra, diciendo que aquel que la tocara, no moriría jamás.

     Por supuesto que nadie les creyó, pero cuando uno de aquellos exploradores se arrojó desde el más alto rascacielos del planeta y no sufrió daño alguno, la efervescencia por la mágica gema que garantizaba la inmortalidad, se desató.

     Yo tuve el placer de verla y tocarla hace muchos años y no he podido olvidarla. Es azul, pequeña, poco más grande que una pelota de tenis, pero tan brillante como el sol. La gente se arremolinó por millones para palparla y saber que el voraz espectro de la muerte no los atormentaría nunca más.

      Una inusual euforia se apoderó de nuestras mentes y corazones y, sabiendo que el tiempo había dejado de existir, nos propusimos los proyectos más inverosímiles que la mente humana se haya atrevido a crear.    

    Construimos magníficas ciudades sobre el cielo y bajo el mar, fabricamos nuevos continentes y hundimos los que ya existían, con nuestras acciones provocamos la desaparición de miles de especies de animales y plantas, pero con nuestra tecnología creamos otras tantas nuevas. Llegamos a los rincones más ignotos del espacio y entablamos relación con los seres más maravillosos y los más absurdos que existen en el universo. Ellos nos mostraron sus conocimientos sobre el cosmos y nosotros los adoctrinamos en el amor, las artes y la guerra.

     Sin temor a que cualquier instante pudiera ser el último, nos propusimos las tareas más arduas con la seguridad de que algún día, aunque muy lejano, las veríamos terminadas, nos volvimos dioses.

    Pasado el tiempo, ¿cuánto?, a ciencia cierta no lo sé, pues como ya lo dije, ya no existían para nosotros las manecillas del reloj, la euforia se desvaneció y un desánimo general cundió entre todos nosotros. Sentíamos que ya no quedaba nada por hacer, las cosas dejaron de importarnos, nos volvimos tristes y sombríos. Aquellos que se habían jurado amor eterno terminaron repudiándose y aquellos que se habían odiado por centurias se habían reconciliado, tarde que temprano tuvimos que reconocer, que la eternidad es más grande que el amor y que el odio.

     Nos hallábamos hundidos en la más negra melancolía, cuando llegamos a la conclusión de que sí había existido un objeto capaz de otorgarnos la inmortalidad, también debía haber otro capaz de quitárnosla. Tuvimos un nuevo propósito, y nuestra vida, una vez más, se llenó de luz.

     Fatigamos las bibliotecas a lo largo y ancho del mundo en busca de algún arcaico pergamino que nos diera razón de aquel objeto, regresamos a las ruinas escondidas, que para ese instante ya se hallaban bajo el mar, en busca de una piedra roja, negra o blanca que fuera la antítesis de la que antes habíamos encontrado. Nuestros científicos más brillantes se pusieron a experimentar con miles y miles de fórmulas y, sin embargo, nada, aún no hemos conseguido recuperar nuestro anhelado temor por la muerte, aún seguimos envueltos en éste indeseable velo de inmortalidad que cubre nuestros cuerpos.

     Acabo de tener una idea, una que no imagino como antes no pudo ocurrírsele a otro: quizá destruyendo la piedrecilla azul que originó nuestra desdicha todo termine. No lo sé, pero voy a averiguarlo. En este mismo instante me dirijo hacia allá, martillo en mano.

lunes, 12 de octubre de 2015

ATARDECER


 
 
Mientras el sol se evapora

y las nubes se hacen migajas

busco tu piel traslúcida

constelada de canela.

 

Mi boca se estremece

anhelando probar

las olas,

la playa huidiza.

 

Cual ciclón, avanzas

destrozando mis entrañas.

No te vayas.

¡No enfrentes a las rocas sola!

 

Déjame tomar tu mano, besarla.

Acariciar tus dedos

tus ojos, tu lengua,

la raíz de tu cabello

 

La brisa nos envuelve.

¡Qué las gaviotas callen!

En el agua tibia, roja,

hundámonos.

miércoles, 7 de octubre de 2015

POE VS LOVECRAFT: DEL HORROR PSICOLÓGICO AL PAVOR CÓSMICO



Poe y Lovecraft: casi un siglo separa a estos dos escritores, unidos por la nacionalidad y la escabrosa temática de sus obras; sin embargo, más allá de estas circunstancias, ¿qué los hace similares, qué distintos?

Edgar Allan Poe (1809-1849) es heredero de la novela gótica y de E.T.A. Hoffman, de los cuales tomó muchos de sus escenarios y atmósferas; sin embargo, su gran innovación consistió en mostrarnos que lo verdaderamente siniestro no se encuentra en los fantasmas, vampiros, brujas y demás entes sobrenaturales, sino dentro de nosotros mismos, en los demonios que habitan nuestra mente.

Los protagonistas de sus cuentos casi siempre padecen algún tipo de desorden mental que acaba derrotando su voluntad y los empuja a cometer acciones monstruosas que invariablemente les conllevan culpa y castigo. Así, Egeus, obsesionado con los dientes de su prima Berenice, sucumbe al deseo de extirpárselos; el protagonista de “El corazón delator” decide asesinar a un anciano sólo por la invencible repugnancia que le provoca el ojo velado de éste; mientras que Roderick Usher, convencido de la fatalidad que dicta el destino de su estirpe, no se resuelve a ayudar a su hermana, aun sabiendo que ha sido enterrada viva y escuchando los golpes que da desde el interior de su ataúd.

Por otro lado, a pesar de que la obra de Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) no pueda entenderse sin Poe, el horror que nutre sus relatos es fundamentalmente distinto. Para el escritor de Providence, lo ominoso se encuentra bajo la forma de antiguas deidades siderales que ejercen una influencia malsana sobre los habitantes de la Tierra.

En la mitología lovecraftiana, estas criaturas dominaron nuestro planeta antes que los hombres y, pese a yacer dormidos en las profundidades del mar (La llamada de Ctuhulu)  o bajo el hielo de la Antártida (En las montañas de la locura), desean recobrar el reinado del mundo a toda costa, valiéndose para ello de individuos de mente débil a los que fácilmente puedan dominar.

El horror psicológico de Poe, con fuertes raíces góticas, es trastocado por un horror astral, muy cercano a la ciencia ficción. Lovecraft puede considerarse el iniciador del horror cósmico, pues quitó protagonismo a los monstruos tradicionales para dárselo a criaturas llegadas de más allá de las estrellas.

Con ello dio inicio a una nueva corriente de la literatura fantástica centrada en la existencia de vida extraterrestre y en los peligros que ésta representa para la humanidad.

Pero a ambos literatos no sólo los une la oscuridad de sus temas, sino también el haberse sentido ajenos, distantes del mundo que los rodeaba. Poe, con su comportamiento excéntrico y sus vicios (el alcohol y el opio), era rechazado por la sociedad puritana de Nueva Inglaterra, mientras que Lovecraft nunca pudo asimilarse a la realidad mecanizada y en constante cambio de inicios del siglo XX. Así, estos dos autores son prófugos de su situación geográfica, política y social. Edgar dirigió su mirada al pasado, hacia la magnificencia de la Europa ancestral, hacia sus castillos, sus espectros y su nobleza decadente; Howard, en cambio, proyectó su imaginación hacia los confines más remotos del planeta  y del universo, poblándolos de entidades pavorosas y ciudades de pesadilla.

Poe y Lovecraft, dos autores siempre inquietantes, a los que no se puede dejar de leer, pues narraciones y poemas son espejos que reflejan los más recónditos abismos de la mente y los demonios que la habitan.
 

lunes, 5 de octubre de 2015

HUYENDO DEL PARAÍSO


 
Antes de que el primer rastro de sol se vislumbrara en el horizonte, Isabella abandonó la suntuosa habitación en la cual estaba hospedada desde hace ocho días. Después de cerrar la puerta cautelosamente, echó un último vistazo a su bolsa de mano, para ver si todo lo necesario -pasaporte, boletos de avión, dinero- se encontraba ahí, y enseguida caminó por el pasillo hasta llegar al elevador.

   Mientras descendía los veintitrés pisos, miraba a través del cristal los cuartos de luces apagadas y puertas silenciosas, y pensaba en el contraste entre la belleza del lugar y el horror que aquellos días habían significado para ella.

   Cuando la puerta se abrió, Isabella cruzó velozmente el lobby, y tanta era su prisa que ni siquiera se dio tiempo para contestar el saludo del recepcionista soñoliento.

    Al salir a la calle, la presencia de un tono rosado en el horizonte le advirtió de la cercanía del amanecer. Los latidos de su corazón se aceleraron.      

    Había un largo trayecto hasta la avenida, por lo que todavía tendría que caminar mucho antes de encontrar un taxi.

   A su alrededor, los comercios y cafés comenzaban a tomar forma, al dar los primeros rayos de sol contra sus escaparates. Aún no había logrado salvar ni siquiera la mitad de la distancia que la separaba de la calle principal cuando comenzó a surgir en su mente el pensamiento de que la seguían.

    Se sentó bajo el follaje de una enorme ceiba para recuperar el aliento, sacó de su bolso una botellita de agua y prosiguió en su camino. Al ver a dos personas que avanzaban hacia ella, se estremeció, pero al confirmar que sólo se trataba de un par de borrachos trasnochados, le regresó la tranquilidad.

    Ya el calor había aumentado considerablemente y la oscuridad se había replegado a los rincones cuando alcanzó la avenida. Sin pérdida de tiempo, detuvo un taxi.

- Al aeropuerto.- dijo Isabella con una voz tan áspera como si hubiera tragado un montón de tierra.

   El conductor asintió y el vehículo comenzó a rodar.

    Las calles de la pequeña ciudad poco a poco iban llenándose de trabajadores, deportistas y muchachas paseando sus perros. Por más que lo intentaba, no podía alejar de ella la obsesiva idea de que, a causa de un error suyo o por obra de la fatalidad, ya había sido descubierta. Vendrían tras ella, de eso no cabía duda.

    Al ver que el taxi dejaba atrás las calles y enfilaba hacia la carretera bordeada de relucientes palmas, la opresión en su pecho disminuyó. Entonces, desfilaron por su mente sus ilusiones y esperanzas, las cuales se  hicieron añicos como un cisne de cristal apenas sus pies tocaron suelo caribeño. Revivió las humillaciones y las infamias que hicieron de su estancia en el paraíso una pesadilla atroz.

    Ya faltaba menos, quizás veinte minutos, para alcanzar el aeropuerto, sin embargo, no se sentiría segura hasta estar a bordo del avión. Al escuchar el ulular de una patrulla cada vez más cerca, Isabella casi perdió el conocimiento, pero pronto se recuperó, al constatar que los destellos roji-azules que lanzaba la sirena no iban dirigidos hacia ella, sino a un hombre que conducía a exceso de velocidad.

   Los anuncios espectaculares invitando a recorrer los atractivos turísticos del área le advirtieron de la cercanía de la torre de control, la cual pronto apareció ante el taxi, escoltada por frondosas matas de vegetación.

    Al llegar a la puerta que correspondía a su aerolínea, Isabella pagó al conductor y bajó del coche. Una vez en el interior del edificio, procedió a documentar. Al llegar su turno, el pasaporte resbaló, pero sin demora lo alzo del suelo y el incidente pasó desapercibido.

     Llegó al área de revisión, y aunque un perceptible temblor se apreciaba en sus manos, logró cruzar sin contratiempos.

   Ya en la sala de espera, se sintió un poco más tranquila y, viendo que faltaba todavía cerca de media hora para que saliera su vuelo, decidió ir por un café.

   Apenas probó un tragó, sintió que su estómago se retorcía, por lo que se levantó de la mesa y volvió a la sala de espera, donde su mirada permaneció fija largo rato en el reloj. En cualquier momento llamarían a subir al avión.

 - Pasajeros con destino a ….. favor de abordar.

Al escuchar la voz, Isabella se incorporó de su asiento y se formó en la fila. Sólo había una señora con sus dos hijos y un par de ancianos delante de ella, no tardaría mucho en alcanzar la aeronave. Se perdería en el mundo y nadie la encontraría jamás.

    Pasó la madre con sus dos críos, pasó el matrimonio de ancianos. Era su turno. Una mujer de cabello corto y ojos enmarcados en gruesas gafas le pidió su pase de abordar, el cual entregó sin demora. El estridente timbre del teléfono sobre el mostrador resonó en la estancia. La encargada no pronunció más que unas pocas palabras: “Sí señor, entendido.” Dos gendarmes hicieron acto de presencia en la sala. Isabella ni siquiera tuvo ánimos de defenderse. Se la llevaron.

 

jueves, 1 de octubre de 2015

TREINTA CUENTOS EXTRAORDINARIOS



Treinta de mis cuentos favoritos, ¿Cuántos ya leíste?

1. LIGEIA - Edgar Allan Poe
2. EL GATO NEGRO - Edgar Allan Poe
3. LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA - Edgar Allan Poe
4. LA CAÍDA DE LA CASA USHER - Edgar Allan Poe
5. EL BARRIL DE AMONTILLADO - Edgar Allan Poe
6. EL INMORTAL - Jorge Luis Borges
7. EL ALEPH - Jorge Luis Borges
8. LA CASA DE ASTERIÓN- Jorge Luis Borges
9. LA ESCRITURA DEL DIOS - Jorge Luis Borges
10. EL JARDÍN DE LOS SENDEROS QUE SE BIFURCAN - Jorge Luis Borges
11. LA NOCHE BOCA ARRIBA - Julio Cortázar
12. CONTINUIDAD DE LOS PARQUES - Julio Cortázar
13. EL ALMOHADÓN DE PLUMAS- Horacio Quiroga
14. A LA DERIVA - Horacio Quiroga
15. MACARIO - Juan Rulfo
16. LUVINA - Juan Rulfo
17. LA MUÑECA REINA - Carlos Fuentes
18. CHAC MOOL - Carlos Fuentes
19. LA FIESTA BRAVA - José Emilio Pacheco
20. TENGA PARA QUE SE ENTRETENGA - José Emilio Pacheco
21. LA QUINTA DE LAS CELOSÍAS - Amparo Dávila
22. EL HUESPED - Amparo Dávila
23. ENTRE TUS DEDOS HELADOS - Francisco Tario
24. BLACAMÁN EL BUENO, VENDEDOR DE MILAGROS - Gabriel García Márquez
25. EL ÚLTIMO VIAJE DEL BUQUE FANTASMA - Gabriel García Márquez
26. LA BOINA ROJA - Rogelio Sinán
27. SREDNI VASHTAR - H.H. Munro "Saki"
28. EL HORLA - Guy de Maupassant
29. LA PATA DE MONO - W.W. Jacobs
30. LA LLAMADA DE CTUHULU - H.P. Lovecraft

lunes, 28 de septiembre de 2015

OJOS COMO GOTAS DE MERCURIO


 

 Daniel pasaba todos los veranos en la casa que el tío Martín tenía junto a la playa. Era una vieja casona de dos pisos, con techo de teja, columnas en el pórtico y las paredes pintadas de un azul tan desteñido como una mañana sucia.

     Daniel gozaba de quitarse el calor chapoteando entre las olas y bebiendo agua de coco. Sin embargo, al caer el sol, su alegría se disipaba y el miedo se le incrustaba muy hondo bajo la piel de su espalda. Noche a noche, apenas abría los ojos, la sombra huía, cruzaba el umbral y se perdía en el oscuro corredor que avanzaba entre puertas paralelas. Entonces, ocultaba la cabeza bajo las sábanas y llamaba a gritos a su mamá. Pero, los años pasaron, y él se dio cuenta de que la sombra era incapaz de hacerle daño.

    Un cálido atardecer, mientras se acercaba la hora de volver a la ciudad, resolvió que, al año siguiente, cuando ya hubiese cumplido diez, seguiría a la sombra y averiguaría a dónde se dirigía después de visitarlo.

    A fines de noviembre, su madre, Catalina, sufrió un colapso nervioso mientras trabajaba en la oficina. El médico recomendó reposo absoluto y así, Daniel, junto con su madre y su tío, estaban de regreso en la casa de la playa mucho tiempo antes de que se hubiera cumplido un año. Los primeros días transcurrieron con tranquilidad. El sol y la brisa permitieron que la salud de Catalina se restableciera con rapidez. No obstante, como era habitual, la sombra estaba ahí. Daniel se decía a cada nuevo atardecer, “hoy sí la seguiré“, “hoy sí la seguiré“, pero apenas el sol se hundía en el mar, su voluntad flaqueaba y los temores renacían. Había transcurrido una semana, cuando decidió que esa sería la noche predestinada para su misión.

    Alzó los ojos cuando las letras del reloj electrónico marcaron las 2:30 de la mañana. El cuarto estaba vacío, no había ninguna presencia extraña, se sintió derrotado. Cerró los párpados un instante, los abrió otra vez. Allí estaba, detenida frente a él. Al posar su mirada en la sombra, ésta se alejó.

    Después de entrar al corredor oscuro, Daniel le perdió la pista, pero un susurro, le permitió ubicarla cerca del baño. Seguro de encontrarla, Daniel abrió la puerta y prendió la luz, pero sus ojos se llenaron de frustración al comprobar que se le había escapado. Pensaba volver a su cuarto, cuando la bombilla comenzó a tintinear, se apagó. Un escalofrío acarició la espalda de Daniel, quien dirigió su mirada al gran espejo ovalado ubicado frente a él, una fosforescencia lo iluminaba. Ella estaba ahí, pero no era ya más una silueta sin formas ni colores, sino una niña pálida, rubia, con ojos tan grises como dos gotas de mercurio. Apoyaba sus dos manos, pequeñas, finas, del otro lado del cristal. Sus labios se movieron, la luna del espejo vibró, como cuando se arroja una piedra a un estanque. A toda carrera, Daniel salió del cuarto y regresó temblando a su cama, ocultándose bajo la caricia protectora de las sábanas.

    Durante el día siguiente, se reprochó ser tan cobarde y, mientras jugaba a la pelota con el tío Martín, se prometió que esa noche descubriría el secreto de la sombra.

    El sol se hundió en el mar, los pelícanos huyeron a los árboles y una luna, tan delgada como la uña de un gato se apoderó del horizonte. Daniel se introdujo bajo las sábanas y apagó la luz, pero no cerró los ojos, permaneció insomne, aguardando a que la sombra apareciera. A la hora esperada, así sucedió, y Daniel la siguió hasta el baño.

- ¿Quién eres? -inquirió el niño.

   La criatura del espejo movía sus labios y en el cristal se formaban letras: “Búscala, la extraño”, se repitió tres veces sobre el cristal

- ¿Qué es lo que tengo que buscar? Sin que hubiera respuesta, las letras se desvanecieron, al igual que la niña de los ojos de mercurio.

    Después de desayunar un vaso de leche y algunos trozos de sandía, Daniel se puso a revisar el contenido de un librero medio desvencijado ubicado en la sala. De inmediato, llamó su atención un viejo álbum de fotografías. Pasó las hojas, varios niños aparecían juntos y, pese a las diferencias que trae consigo el tiempo pudo reconocerlos: la tía Consuelo, el tío Juan, la tía Rosaura y el tío Martín. Siguió dándole vuelta a las páginas, de pronto, sus ojos se congelaron en una imagen, una niña delgada y rubia, con los ojos tan grises como dos gotas de mercurio, miraba tímidamente hacia la cámara. En sus pequeñas manitas, sostenía una muñeca de porcelana. Daniel le llevó la fotografía a su madre, quien en ese momento estaba fuera de la casa, mirando el mar bajo una sombrilla.

- ¿Quién es ella?

- ¡Daniel, no andes jugando con esas fotos, devuélvela a su lugar!

    Ante la intransigencia de su madre, Daniel le enseñó la foto a su tío Martín.

- Es Elenita, la hija menor de la tía Rosaura. Antes de cumplir diez años, se la llevó el mar.

    Ese día, Daniel no construyó pirámides en la arena, se la pasó escudriñando el ático en busca de la muñeca. Reviso baúles, cajas, armarios hasta que el sol se ocultó. Nada. Lo llamaron a dormir, la sombra apareció frente a su rostro, Daniel no tuvo fuerzas para acudir a su cita ante el espejo.

- Prepara tus maletas, nos iremos mañana. -le anunció su madre a Daniel dos días más tarde. Catalina se encontraba restablecida casi por completo de sus males y, además, el permiso otorgado en el trabajo estaba a punto de vencerse.

   Daniel debía darse prisa si quería encontrar a la muñeca. Pasó otra vez el día en el ático, encontró muchas reliquias familiares, pero no lo que buscaba. La noche llegó. La tranquilidad que reinó durante el día se trastocó por un fuerte viento que casi descuajaba a las palmeras.

- Viene una tormenta.- exclamó el tío Martín, al tiempo fumaba.

- ¿Crees que estaremos bien? -preguntó Catalina asustada. - No te preocupes, Catita, apenas se está acercando. Para cuando llegue con toda su furia, ya estaremos lejos de aquí.

     La lluvia se hizo presente poco después, cuando Martín y Catalina ya habían apagado todas las luces de la casa.

     Daniel no podía dormir, quedaba poco tiempo para que la niña de los ojos de mercurio apareciera. No quería fallarle. Ya se acercaban las dos, cuando Daniel, sin temor a la tormenta, decidió salir, buscando que el viento refrescara sus ideas. Apenas cruzó la puerta, la lluvia le aguijoneó el cuerpo como un panal de avispas, pero no le importó. Necesitaba pensar donde más podría encontrarse la figura de porcelana. “¿Y si a alguien más, a una tía o a una prima le agrado la muñeca y decidió llevársela a su casa?” Era posible, sin embargo, Daniel no quería pensar en eso, quería creer que estaba ahí y que sí la encontraría.

     Estaba todo mojado y empanizado de arena, cuando decidió dar media vuelta. Acosado por la frustración, pateo un trozo de madera. Sonó hueco. Intrigado, Daniel se dio cuenta de que no era un fragmento, sino una cajita a la que el viento había despojado de su escondite arenoso. Con ansiedad, Daniel la abrió, la muñeca de porcelana, entre otros tantos recuerdos de Elenita se encontraba ahí, con su vestido azul cielo, sus ondulados cabellos castaños y un par de ojos tan grises como dos gotas de mercurio.

    Al filo de la hora señalada, Daniel se metió bajó las sábanas. La silueta apareció y, con la muñeca en la mano, avanzó tras ella. Afuera, el viento arreciaba y su aullido había apagado por completo los otros sonidos de la noche.

   Entró al baño, la niña se hizo visible. Daniel le mostró la muñeca. La luna del espejo se estremeció y, de entre sus olas, asomó una mano frágil, tan pálida como la corteza de la luna. Daniel iba entregarle la muñeca, cuando escuchó pasos a su espalda.

- ¡Dios mío, Daniel! ¡Aléjate de ahí! - gritó su madre llena de espanto y enseguida prendió la luz.

    En el instante en que se esfumó la oscuridad, el espejo recobró su placidez estatuaria y cualquier rastro de la niña de los ojos de mercurio se desvaneció. Catalina, víctima de la impresión, perdió el sentido, Daniel, aún con la muñeca de porcelana en las manos, no pudo hacer otra cosa que llorar.

     La mañana siguiente, apenas acabaron de desayunar, Daniel, su madre y su tío abandonaron la playa bajo una lluvia torrencial. Catalina, en grave crisis nerviosa, adjudicó los inexplicables sucesos de la noche a su estado emocional y se prometió a sí misma no volver a esa casa nunca más.

 

*****

Daniel no volvió a pasar un sólo verano de su infancia en aquella playa. No fue sino hasta muchos años después, cuando heredó la casa, que regresó. El recuerdo de la niña de los ojos de mercurio lo seguía acechando y, así, la primera noche, con la muñeca de porcelana en sus manos esperó a que la sombra apareciera. Al no verla a la hora señalada -quizás ella había perdido la costumbre de visitar su habitación-, acudió al espejo, esperando encontrarla ahí. Detrás del cristal, la niña gemía, imploraba que le entregara lo que tanto quería, pero Daniel, enceguecido y sordo por los años y la rutina, no pudo ver ni escuchar nada.

lunes, 21 de septiembre de 2015

NO ME DEJES ASÍ


 
 
No me dejes así,

atado al cordel de tu risa

bañado en la frescura de tu esencia

sabor a coco y piña.

 

¿Qué buscaré tras las montañas

sembradas de espinos

que no sea tu silueta, tu boca,

el fino hilo de tu cabellera?

 

No me dejes así,

entre la maleza seca

ajeno a tu mirada líquida

distante del tibio contacto

de tu piel oceánica

 

Asoma ya de las heladas nubes

en forma de viento, niebla y lluvia

reverdece este corazón

quebrado por la sequía

nacida de tu ausencia.

 

jueves, 17 de septiembre de 2015

NOSTALGIA DE AGUA



Nostalgia de agua

en árido cemento

sed profunda

del cristal helado

lámina reseca

olor a plástico quemado

húmedos recuerdos

edenes olvidados

palacios de piedra, estuco y sangre

sepultados bajo drenajes

costras de miseria

trenes subterráneos

gloria muerta

turquesa, oro, jade

todo perdido, enajenado:

faz oscurecida por conejos ebrios

¿Renaceremos como el sol

tras su diaria batalla con los dioses sepulcrales?

Ya desde el fondo del abismo

la sierpe de blancas plumas

asoma la cabeza

tus pacientes hijos suplican

conmueve la tierra con tu vuelo

trae la lluvia con tu sabio aliento.

 

lunes, 31 de agosto de 2015

CAPÍTULO I EL SUEÑO QUE AGONIZA


 
Las primeras luces del alba sorprendieron a José Ignacio Olivares de Velasco, obispo de Querétaro, sin haber cerrado los ojos en toda la noche. Su mirada permanecía fija en la gigantesca araña de plata que llenaba el techo del aposento repleto de muebles de caoba, libros arcaicos, así como un ejército de vírgenes y santos fabricados de madera estofada. No podía dormir desde varios días atrás. Su sueño, aquel sueño acariciado hacía tantísimos años por él y por muchos otros, el cual, después de tantos esfuerzos finalmente se había vuelto realidad, parecía a punto de quebrarse en miles de pedazos.

     Pese a las súplicas de sus aliados mexicanos, Napoleón III había decidido retirar sus tropas y devolverlas a Francia en pos de una  inminente guerra con Prusia. Entretanto, en Orizaba, El emperador Maximiliano cavilaba sobre la pertinencia de abdicar. Las fuerzas republicanas eran cada vez más poderosas y el Habsburgo se sentía completamente solo. Había perdido el apoyo de casi todos aquellos que, como el arzobispo de México, Pelagio de Labastida y Dávalos, habían sido sus más fervientes admiradores, también se sumaba la ausencia de Carlota quien, muy lejos de allí, al otro lado del mar, presa de una desesperación, de una soledad aún mayores que las del emperador, comenzaba a presentar los primeros síntomas de una locura que no la abandonaría hasta el día de su muerte.

     Olivares se levantó, tras un rápido baño con agua helada, se dirigió al comedor donde lo esperaba Inocencio, un indio viejo, que servía al obispo, desde que éste, recién salido del seminario, había sido enviado a un remoto curato en el corazón de la Sierra Gorda.

- ¿Se encuentra bien, Su Excelencia? - preguntó el anciano en un español poco claro, al notar en el religioso los estragos de varias noches de insomnio.

     Olivares apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, se cubrió el rostro con sus  manos tapizadas de pequeñas manchas marrones y gruesas venas azules.

- Las cosas van mal, Inocencio. Los franceses nos dejan a merced del enemigo. Los bárbaros que profanaron a nuestra Santa Madre la Iglesia, no se detendrán hasta dejar en ruinas este país y acabar con todos los que seguimos las enseñanzas de Jesús.

     Inocencio observó perplejo al obispo.

- Voy por su desayuno, Excelencia.- musitó aquel hombre de rostro moreno y ojos cansados antes de desaparecer tras la puerta de la cocina.

     Olivares posó sus manos sobre la mesa de madera labrada. Comenzó a mover sus dedos nerviosamente y rememoró que apenas dos años atrás el sueño que ahora amenazaba con convertirse en una pesadilla, daba inicio. El día de la llegada de los soberanos a Veracruz, el apoteósico recibimiento que tuvieron a su arribo a la capital, la forma en que las fuerzas liberales fueron derrotadas una y otra vez, hasta obligarlas a dispersarse en partidas insignificantes, y cómo sus líderes se vieron obligados a huir en ignominiosa fuga hacia la frontera norte. Recordó la ilusión que lo dominaba aquellos días, el anhelo de que la nación recuperara la paz que había tenido por casi tres siglos y que la imprudencia de unos pocos había trastocado por guerra y miseria sin fin.

     El día anterior, domingo, el obispo había dado desde el púlpito un apasionado sermón, en el cual exhortó a los fieles a no abandonar a su emperador y a no dejar al país en manos de los enemigos de Dios. Imploró a los creyentes no sólo rezar en pos de esta causa, sino  brindar todo el apoyo material y humano que les fuese posible ofrecer.

     Sólo un monarca europeo -católico, por supuesto- podrá encaminar al país por la senda del progreso material y espiritual, solía decir Olivares con frecuencia y aun cuando muchos de sus correligionarios se habían apartado del emperador a causa de sus postulados liberales, él seguía confiando ciegamente en el Habsburgo.

    En ese momento, Inocencio volvió de la cocina con una taza de humeante chocolate y una bandeja de pan. Mientras remojaba una concha en su bebida espumosa, volvieron a su memoria esos lejanos días en Guanajuato, cuando siendo un niño de seis años vio cómo su padre y sus dos hermanas sucumbieron ante la barbarie de miles de desarrapados que tomaron a sangre,   fuego y entre alaridos de degüello el depósito de granos en que tanto su familia como muchas otras se habían resguardado del salvajismo de los alzados.

     Una vez que hubo acabado de comer, Olivares dio un largo sorbo a su chocolate y no pudo evitar esbozar una sonrisa al recordar que unos cuantos meses después de aquel hecho funesto tuvo  el placer de observar las cabezas de los líderes de aquella malograda conjura colgadas de cada uno de los extremos del edificio.

     Olivares estaba por levantarse de su silla, cuando Inocencio le avisó que había llegado una carta para él. El obispo la abrió y, tras leerla con avidez, le ordenó a su sirviente que preparara los caballos para partir de inmediato.

 


Al llegar a las cercanías de la Ciudad de México, una fuerte lluvia acometió sin tregua la maltrecha calesa en que viajaban el obispo y su sirviente.

      El carruaje avanzaba por laderas estrechas y senderos fangosos. En más de una ocasión, las bestias que la conducían amagaron con resbalar. Sólo la pericia del conductor logró evitar que la expedición se transformara en tragedia. Ambos viajeros llegaron a su destino sin otro perjuicio que quedar empapados de la cabeza a los pies, pues el toldo estaba picado por pequeños agujeros a través de los cuales se filtraban las gotas de lluvia.

     Al llegar a una casona ubicada en las calles aledañas al templo de la Profesa, el carruaje detuvo su marcha. Inocencio tocó repetidas veces la aldaba del portón de madera que cerraba la entrada de aquel edificio. Unos instantes después, un crujido anunció que iba a ser abierto. Acto seguido, una cabeza de cabellos negruzcos y sebosos, tez morena y ojos pardos, apareció.

- “Pase, pase, Su Excelencia”.- dijo aquel hombre, mientras hacía una caravana y abría de par en par la puerta para permitirles la entrada a los recién llegados.

    El obispo e Inocencio cruzaron el zaguán, se dirigieron a la sala, donde el mozo les dijo que en seguida daría aviso a Su Excelencia de su llegada, pero que antes les traería ropas limpias para que estuvieran secos y no fueran a caer presos de alguna enfermedad.

    Más tarde, Olivares se presentó ante una puerta de madera, la cual de inmediato le fue abierta por el mismo sirviente que antes lo recibió.

     Los ojos del obispo tardaron varios segundos en acostumbrarse a la profunda oscuridad de aquel aposento colmado de imágenes santas, libros  y crucifijos, en cuyo centro se hallaba una cama de dosel donde era apenas visible, entre montones de cobijas, la escuálida figura de un hombre cuyos ojos parecían mirar desde el más allá.

- Monseñor.- musitó el obispo.

- Habéis venido, José Ignacio.- contestó, con una voz casi inaudible y acento peninsular, aquel individuo consumido por la vejez.

- Nuestro sueño se derrumba.

-  No perdáis la esperanza, el Señor no dejará su Iglesia en manos de aquellos que desean destruirla.

      Juan de Tavira, nació noventa y dos años atrás, en Segovia, España, y llegó al país apenas a los 23 años, cuando éste aún dependía de la península y ningún rumor de cambio se percibía en sus calles. Fue miembro del Tribunal del Santo Oficio antes de su clausura definitiva en 1820. Era, para el obispo Olivares, más que su mentor, un padre. Hacía diez años que, debido a sus achaques y a algunas desavenencias con la cúpula clerical, se había retirado de la vida pública, mismo tiempo que llevaba enclaustrado en aquel caserón.

- El Señor me llama a su lado…

    Olivares lo miró con pesadumbre.

- Pero antes de dejar este mundo, debo entregarte algo…

     El obispo permaneció expectante.

     Tavira levantó trabajosamente su mano derecha y exclamó:

- Clemente,  los documentos.

    Poco después, el sirviente cruzó la puerta con un grueso fajo de papeles apergaminados, los cuales depositó frente a la cama del agonizante.

     Tras darles una breve mirada, José Ignacio enarcó las cejas y dirigió una mirada a Tavira.

- Archivos secretos del Tribunal del Santo Oficio.- musitó el obispo.

- Es mi más preciado tesoro, José Ignacio. Léelos, estúdialos con mucho cuidado. Quizá puedas encontrar en ellos la solución al problema que nos turba el pensamiento.

- ¿Una solución? ¿Algo que nos ayude a salvar el Imperio?

    Tavira movió la cabeza de arriba abajo.

- No entiendo a que se refiere usted, monseñor.

- Revisa cuidadosamente esos documentos, José Ignacio, es todo lo que puedo decirte. Ahora, déjame, necesito descansar.

- Muchas gracias, maestro.

    El obispo besó la mano del anciano. Enseguida, abandonó la habitación muy consternado

    Al atardecer, el obispo ordenó que los documentos fueran colocados en la calesa en la que tanto él como su sirviente viajarían de nueva cuenta hacia Querétaro.

    A la mañana siguiente, muy temprano, ambos partieron.