martes, 11 de enero de 2022

LOS HIJOS DEL VOLCÁN: FANTASÍA, REALIDAD Y DELIRIO

Reseña de Francisco Güemes Priego
Esta novela, escrita por Jordi Soler, veracuzano de familia catalana nacido en 1963, y publicada por Alfaguara, es un libro muy original en el que la realidad, la fantasía y el delirio se entremezclan de una forma deslumbrante. Es un texto que se hunde en las contradicciones del México profundo, aún dominado por el racismo, la violencia y la desigualdad. Lo que en un inicio parece un mundo fantástico, poblado por nahuales, espíritus y tribus fantasmales, se revela como una realidad agreste y cruel, en la que tanto la naturaleza, como los otros hombres conspiran sin tregua contra la integridad física y mental de Tikú, un maestro de escuela que a causa de una desavenencia con Lucio Intriago, el cacique del pueblo, se ve obligado a exiliarse a las montañas, donde pasa innumerables carencias e infortunios, casi en absoluta soledad. Así, Los Hijos del Volcán nos introduce a un universo en el que pervive aún mucho de la cosmovisión indígena, con sus presagios funestos, creencias místicas y dioses temibles, sin embargo, no escatima en mostrarnos el pesado fardo heredado del periodo colonial, con su inclemente sistema de castas en el que nacer blanco, mestizo o indio sigue implicando todavía un destino casi imposible del alterar. De igual manera, con alusiones a la guerrilla y al narcotráfico, el caos contemporáneo también está presente. Soler logra convertir la región montañosa de Veracruz, con su volcán, su selva y su pueblo de San Juan el Alto, en una especie de Macondo o de Comala, un microcosmos habitado por los santos y demonios más característicos de nuestra historia nacional.

jueves, 14 de mayo de 2020

PUERTO DE RECUERDOS





No  recuerdo cuando fue la primera vez que fui a Acapulco. Debió de haber sido a fines de los años ochenta. Conservo oscuras imágenes de cuartos de hotel y albercas que tanto pueden pertenecerle al puerto, como a la Hacienda Vistahermosa o a la de Cocoyoc. Me acuerdo, sí, con certeza, del miedo que me daba que me jalara el mar, de las malteadas de chocolate y los pays de limón del Vips, de las eternas caminatas por la Costera con mis papás y Luis Miguel (así se llama mi hermano) asombrándonos sobre todo de un chimpancé y unos cachorros de león que cada noche estaban en la entrada del restaurante Beto’s, con los que te podías tomar una foto.

Cuando todavía no existía la Autopista del Sol, el camino desde la ciudad era larguísimo. Horas y horas de curvas y parajes desolados, interrumpidos tan solo por la imagen de algunos corrales ocupados por vacas y puercos famélicos, además de los siempre presentes zopilotes. En esos años, yo creía que las enormes montañas a lo largo de la carretera eran monstruos durmientes y que tal vez algún día despertarían para aterrorizar a los seres humanos (quiero apuntar que para ese entonces no había leído ni una sola página escrita por H. P. Lovecraft). Pasábamos muchas noches en Chilpancingo, en el hermoso Hotel Bugambilias, lleno de flores y jardines, sólo para reanudar el camino hacia la costa a la mañana siguiente.

También recuerdo con mucho cariño cuando fuimos con Susana (no le gusta que le digan abuelita), mi tía Susi y sus hijos: Damián, Jorgito, Iván y Gisela, que todavía era una bebé. Esa vez no fuimos en carro, sino en camión. El viaje fue todavía más largo, pero la ilusión de ver el mar y echar relajo con mis primos, me impidió dormirme, creo que aturdí a todos con mi “¿Ya vamos a llegar?, ¿ya vamos a llegar?”

A ese viaje, que debió haber ocurrido ya al inicio de los 90, también fue mi primo Iron, hijo de mi tía Reyna, que era el nieto consentido de Susana. En ese entonces era medio payaso, y como nos caía mal a todos, le bajamos los pantalones en la playa y se puso a llorar. Nos la pasamos muy divertido en las Torres Gemelas, en la pequeña alberca jugábamos al tiburón y nos encantaba aventarnos de una cascadita de unos dos metros de alto. También recuerdo el terror en la cara de Luis Miguel y de Iván cuando la policía vino a tocarnos a la habitación, pues mi primo y mi hermano habían estado aventando envases de refresco llenos de agua (y hasta de pipí) desde el balcón hasta la alberca, unos veinte pisos abajo. “Por favor no me lleve, señor policía”, rogaban entre lágrimas. Al final, sólo los regañaron y les dijeron que no lo volvieran a hacer. Además fuimos al balneario CICI y recuerdo que me la pasé increíble jugando con las pistolas de agua que había en el barco pirata. Regrese a la ciudad con un frasco lleno de caracolitos y de conchitas.

Recuerdo haber visto muchas veces tirarse a los valerosos clavadistas desde los altos riscos de la quebrada, visitar a Cira “La Morena” en Barra Vieja o comer en “El Chaneque” junto a la laguna de Tres Palos. No olvido tampoco cuando el huracán Andrew nos cortó unas vacaciones en Orlando y mi papá decidió reponer los días faltantes con una estancia en el famoso Acapulco Princess. Llevé conmigo, desde Estados Unidos, unos comics de las Tortugas Ninja e inspirado por ellos cree algunos de mis primeros personajes como Otter Poolman (un heroico hombre nutria) y sus enemigos, los piratas mutantes: el Capitán Dogman y su torpe sirviente Flamenk (basado en los rosados inquilinos que habitaban un estanque cercano a la alberca).
    
Cómo olvidar los muchísimos viajes en lancha con fondo de cristal hacia La Roqueta. El placer de snorkelear entre el rocoso contorno de la isla y hallar todavía, a pesar de la gente y la contaminación, estrellas de mar y peces multicolores, además de alguna anguila nadando entre los pies de un despreocupado bañista. 

O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.

A manera de contraste, la siguiente vez que visitamos Acapulco nos hospedamos en el icónico Hotel Las Brisas, cómo no recordar la caja mágica que traía el desayuno todas las mañanas, lo genial que era nadar en nuestra pequeña alberca privada cubierta de flores o la emoción de viajar en carrito de golf hasta La Concha, una piscina de agua salada especialmente diseñada para los huéspedes donde resultaba una delicia nadar. No se me olvidan tampoco todas abundantes comidas en el restaurante El Cabrito, en la Costera Miguel Alemán, a un lado del CICI, en los inigualables Tacos Tumbras ubicados junto al exclusivo Suntory, o en el Pollo Feliz, para después ir a dar una vuelta por el malecón, con el sol hundiéndose en el mar.

Los últimos cuatro días del siglo XX los pasé en Acapulco y en sus enormes albercas y sus playas de arena dorada tuve la revelación de bellezas incontables, con ceñidos bikinis, cuerpos bronceados y cabelleras rubias. Unos meses después, ya iniciado el milenio, vivimos con angustia los larguísimos minutos que mi hermano se perdió en el mar, sólo para verlo regresar, asustado y cansado, después de luchar un buen trecho contra la corriente que quería llevárselo.

Además, mi primera cita fue en la semana santa del 2002, con una vecina de nombre súper telenovelero, María Mercedes, que estaba hospedada por casualidad en nuestro mismo hotel. Tomamos un refresco en el bar del Hyatt. Recuerdo que hablamos de los Óscares y del Big Brother, el programa de moda en aquellos tiempos, yo estaba muy nervioso, incluso tiré mi vaso, pero al final creo que le causé una buena impresión, pues en la ciudad volvimos a salir algunas ocasiones más.

Durante el verano, regresé a Acapulco. Esta vez, además de mi mamá, también vinieron mi tía Pilar y mis primos Karla, Melizza, Juan Luis y Susan. Fuimos a Baby Lobster y ahí bailé por primera ocasión con una gringa. Recuerdo que esa vez también manejé una moto de agua y, acompañado de mis primos, sin ningún adulto, fuimos a Disco Beach. Cómo no teníamos con quien, bailamos entre nosotros. Karla se me acercó y bailamos muy pegaditos el “Aserejé” y la de “Se la llevó, el tiburón”.

En 2012, el año que supuestamente se iba a acabar el mundo según los mayas, fui por primera vez al puerto guerrerense sin mis papás. El viaje salió de sorpresa. Mis  primas Nuri y Lupita tenían la idea de acampar en la playa en una época en que los asesinatos ya se habían vuelto cosa cotidiana en el puerto. Afortunadamente, gracias al novio de Lupita en ese entonces (no recuerdo su nombre), conseguimos quedarnos en la suite principal de Las Torres Gemelas a un precio accesible. 

La noche en que llegamos fuimos a Paradise y, cuando bajamos a meter un rato los pies al mar, un indigente nos dio un buen susto cuando se nos acercó a pedirnos un poco de dinero. La mañana siguiente la pasé muy divertido jugando caballazos en la alberca con Giovanna, Gisela y Kevin. Luego subimos unas rocas y encontramos una pequeña caleta donde no había gente y podíamos nadar con más privacidad. Mientras estábamos en el mar, a Gisela se le bajo la presión y tuve que ayudarla a volver sana y salva a la playa. Fue un momento bastante tenso, pero afortunadamente no le pasó nada. 

Por la noche Nuri, Lupita y su novio, se fueron al Alebrije, un antro que desde hace muchos años yo tenía un buen de ganas de visitar. Estaba súper de moda cuando iba en la prepa y era famoso por la belleza de las chavas que entraban ahí. Lo malo es que a Gisela, a Giovanna y a Kevin no les alcanzaba para la entrada y yo tampoco tenía el dinero suficiente como para pagarles a todos. Al final preferí quedarme con ellos y seguir la fiesta en el hotel. Al final entrar o no al Alebrije, no importaba tanto, la cosa era pasársela bien.

Con el paso de los años, he visitado muchas otras playas de nuestro país, Cancún, Playa Del Carmen, Puerto Vallarta, Manzanillo, Los Cabos, La Paz, etc… pero a pesar de todos estos nuevos destinos turísticos y de la difícil situación de violencia e inseguridad que vive Acapulco desde hace más de una década, me niego a mandarlo al baúl de los recuerdos. Por ahí dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz.

domingo, 29 de marzo de 2020

NUESTRA PARTE DE NOCHE: EL HORROR EN TODAS SUS FORMAS


Reseña de Francisco Güemes Priego



“Y vio cómo la Oscuridad le rebanaba los dedos primero, después la mano 
y, enseguida, con un sonido glotón y satisfecho, se lo llevaba entero.


Esta novela de la escritora argentina Mariana Enríquez (1973), publicada por Anagrama y ganadora del Premio Herralde en 2019, es un libro original y complejo, casi inclasificable, el cual tiene como temas: la maldad, la crueldad, el miedo, es decir, todo lo relacionado con el lado más siniestro del ser humano.

Es una novela que, a pesar de su extensión (más de 660 páginas), es muy amena, con personajes entrañables y tramas envolventes. Su mayor acierto es producirnos aprehensión, ansiedad, incluso a veces pavor. No es fácil para un libro provocar sentimientos tan intensos, y éste lo hace.

Quizás el mayor defecto de Nuestra parte de noche sea que es un libro muy abigarrado, se entremezclan en él demasiados acontecimientos, algunos reales: la dictadura argentina (1976-1983), las desapariciones, los traumas infantiles, la violencia intrafamiliar; otros imaginarios: “La Orden”, una secta que pretende arrancarle a la Oscuridad el secreto de la vida eterna y que está dispuesta a todo para lograrlo: mutilar, matar, sacrificar. Por momentos parece todo demasiado confuso y los saltos entre la realidad y la fantasía a veces parecen excesivamente bruscos, pero, como ya se dijo, el principal objetivo de Enríquez es horrorizarnos, cosa que consigue de manera excepcional.

Las fuentes literarias de las que abreva Nuestra parte de noche están muy a la vista. Lo mismo la tradición inglesa del romanticismo gótico: las hermanas Brönte, Arthur Machen, Bram Stoker; que reconocidos genios del horror norteamericano: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Stephen King; además de colosos de la literatura fantástica en latinoamérica: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, etc...

Dignas de mencionarse también son dos cualidades de la novela: primero, el que “La Orden” funcione como metáfora de un sistema en el que los poderosos, los dueños de la tierra y del dinero, son los que ganan siempre, más allá de los vaivenes políticos y, segundo, el que retome elementos de las mitologías y religiones populares de los pueblos de Sudamérica, principalmente de los mapuches y los guaraníes, dándole un toque sumamente original a la narración.

Me parece un libro sumamente valioso, que al entremezclar características clásicas del género con las peculiaridades geográficas, sociales y culturales de nuestra región, puede funcionar como piedra angular de un canon latinoamericano de la literatura de horror.

martes, 12 de febrero de 2019

ADIÓS AL MONSTRUO





Nací pocos años antes de que terminara la Tercera Gran Guerra. No obstante, pocos recuerdos tengo de esos años de inmensa desolación, muerte y sufrimiento. La ciudad en que nos refugiamos mi madre y yo nunca fue tocada por los asesinos artefactos que dieron fin a más de la mitad de la población mundial.
    Mi niñez fue idílica, casi feliz, y aunque notaba que mi madre se sorprendía de ciertas peculiaridades físicas y psicológicas que yo mostraba: sentidos del oído y el olfato excepcionales, ojos ambarinos cuyas pupilas crecían y empequeñecían de acuerdo con la luz, así como una evidente falta de interés de interactuar con otros niños, nunca me percaté de lo difícil y compleja que resultaría mi existencia.
    Fue hasta los 10 años, cuando ingresé al Instituto, que debí enfrentarme al horror de ser incapaz de entenderme con mis semejantes, quienes extrañados de mi singular comportamiento, buscaron hacerme sentir unas ganas inmensas de desaparecer.
   Cuando alcancé la adolescencia, las diferencias con mis compañeros se hicieron todavía más notables, mis orejas se volvieron alargadas como las de los duendes, mis dientes aumentaron hasta asemejar colmillos, mis uñas crecieron de manera feroz. Me vi obligado a cubrir mis orejas con el cabello y mis manos con guantes, asimismo debí utilizar zapatos especiales para adaptarlos a mis pies.
    La época en que es normal pasarla con los amigos o buscando pareja yo estuve oculto en la oscuridad, alejado de todos. Por eso, aquellos que me rodeaban siempre me consideraron un extraño, un monstruo.
    Poco a poco me acostumbré a ser esa presencia siniestra o ridícula de la cual todos se burlaban o bien huían. Yo, entretanto me refugie en el conocimiento de las materias más diversas: historia, literatura, arte, mitología, etcétera. Mi madre se preocupaba por mí, pero sabiendo lo difícil que es el mundo para los que son diferentes, procuraba no entrometerse en mis asuntos, dejándome en paz.
    Tiempo después, la Corporación Snell se vio obligada a reconocer que durante los años de la guerra realizó experimentos ilegales con seres humanos, su propósito era crear soldados más fuertes, más resistentes, más agiles. Mi madre había sido inoculada con el tratamiento genómico de la compañía, de ahí la razón de que yo fuera tan distinto. Pronto salieron a la luz más casos similares, ya no sería considerado como un engendro, podía regresar a la luz.
   Continué mis estudios, ingresé a la universidad, mi vida había tomado un cauce en apariencia deseado, pero por más que lo intentaba no podía ser feliz, no podía hallarme a gusto entre otros hombres, yo seguía sin entenderlos ni ellos a mí. Los pocos amigos que había hecho pronto me abandonaron. Estaba decidido a volver a mi soledad, cuando un día mi suerte cambio.
    Se movía con la agilidad de un gato. Su cabello era abundante y rubio. Sus ojos, de tonalidad amarilla, me dejaron pasmado de emoción y de miedo. No creí que existiera nadie así. Se llamaba Cecilia, durante muchas mañanas la seguí como una sombra sin atreverme a hacerle sentir mi presencia. Al menos, eso creía, pues una tarde después de clases, mientras la observaba desde los tejados, ella tornó a mirarme, pidiéndome que me acercara.
    Me quedé pasmado, sin saber qué hacer, finalmente, a un segundo llamado suyo, me atreví a acercarme.
— No tengo nada que hacer esta tarde. ¿Quieres ir por un café?
    Yo, sin acabar de entender lo sucedido, volteé la cabeza de arriba abajo y la seguí. Cecilia tenía una charla envolvente, casi magnética. Yo tan sólo atinaba asentir en sus pausas y contestar con monosílabos las muchas preguntas con que pretendía llenar su nulo conocimiento de mí. Poco a poco comencé a gustar de su compañía y, aunque prefería no estar cerca cuando la rodeaban otras personas, cada que la miraba recorrer solitaria los pasillos de la escuela, me acercaba para hablarle y, a pesar de que nuestra plática sólo durara unos pocos minutos, yo quedaba largas horas prendado de una profunda emoción.
    Había algo en Cecilia que me atraía demasiado, así que procuraba pasar el mayor tiempo posible con ella. Fue entonces, en una noche en que nuestra conversación se extendió más de lo normal que descubrí su secreto.
   Estábamos charlando amenamente, cuando noté que una tos cada vez más frecuente cortaba sus palabras. Enseguida, después de un fuerte ataque que le impidió el habla por varios segundos, corrió escaleras arriba, hacia el baño de la planta superior. Yo resolví seguirla con el objeto de cerciorarme de que se encontrara bien.
— ¿Cecilia?
    Lo que vi me dejó azorado.
    Una criatura mitad humana, mitad felina, buscaba desesperadamente algo dentro de un anaquel. Después de que halló lo que buscaba, un pequeño frasquito de vidrio, bebió dos tragos de su contenido y, junto con su agitación, poco a poco sus anormalidades desaparecieron, Cecilia volvió a ser una persona común.
— ¿Eres como yo?
   Ella tornó a mirarme con angustia y espanto.
— No debiste ver eso… no debiste…
— Cecilia… somos diferentes a los otros, pero tú y yo somos iguales…
— ¡Largo de mi casa! ¡Fuera!
     Asustado, salí huyendo, ni siquiera cerré la puerta cuando me fui.
    Pasé más de dos semanas sin ir al Instituto, no quería ver a Cecilia, no quería ver a nadie. Ante los ruegos de mi madre, decidí volver.
     Después de dos días en que cruzamos por los pasillos sin siquiera mirarnos, ella me habló.
— Necesito platicar contigo.
    Tomándome del brazo, Cecilia me encaminó hacia un rincón.
— ¿Qué quieres decirme?
— Yo… yo quería disculparme por lo del otro día… no quería que nadie supiera mi secreto…, pero sé que puedo confiar en ti.
— Lo sabes.
— Además, yo quería hacerte un regalo para arreglar nuestras diferencias, toma.
     Muy sorprendido miré un frasquito de vidrio idéntico al que estaba en el anaquel de su baño el día del incidente.
— ¿Qué es esto?
— Mi padre trabaja en el corporativo Snell. Él me lo dio. Es la solución a todos nuestros problemas. No ha salido aún al mercado, pero te garantizo que no te hará ningún mal. Bebe el contenido de este frasco por la mañana y por la noche durante dos meses y serás completamente normal.
— Pero…
    Sin decirme más, Cecilia se alejó de mí y corrió a saludar a un grupo de compañeros que ruidosamente solicitaban su presencia.
    Ya que salí del Instituto me dirigí a la casa y me encerré en mi habitación. Me miré en un gran espejo ovalado en que me podía observar de cuerpo entero. Me desnudé. Era muy cierto. Yo era por demás extraño. Mis orejas eran enormes. Mis colmillos grotescos. Mis ojos, horribles. Además, cosa que no había notado antes, sobre mi espalda y mis hombros crecían mechones de vello amarillo, moteados con manchas oscuras, como las de un leopardo o de un jaguar. Tal vez Cecilia tuviera la respuesta correcta, tal vez su regalo me salvaría de ser una monstruosidad. Tras concluir que por un día que tomara el remedio sus efectos sólo serían temporales, bebí la fórmula.
      Durante varios días tomé el remedio que me dio Cecilia. Ya no me sentía un extraño en el Instituto. La gente no me evadía ni parecía tenerme miedo. Sin embargo, además de mis irregularidades físicas, también desaparecieron particularidades que me eran gratas. Día a día notaba como mi sentido del olfato se hacía más débil y como mi visión nocturna no era superior a la de una persona común.
    Acompañe a Cecilia a casi todos los eventos sociales a los que era tan asidua. Sin embargo, a pesar de que mi aspecto ya no incomodaba a nadie, yo seguía sin sentirme a gusto entre tanta gente. La mayoría de aquellas criaturas me parecían francamente estúpidas. Y ella, en su compañía, parecía serlo también. Muy diferente a cuando nos veíamos a solas y caminábamos entre los fresnos del bosque o alrededor de las aguas grises del pequeño lago. Ahí nuestras almas parecían acercarse más que nunca. Incluso, al pie de la montaña, cuando nos dimos nuestro primer beso, sentí, cómo a pesar de seguir puntualmente el tratamiento, nuestras características ferales volvían, aunque sea fugazmente, a reaparecer.
   Una noche, después de tomar la medicina, tuve un sueño inquietante. Yo era un cazador y, armado con un revolver, avanzaba a través de una selva muy espesa. Entonces, mi cuerpo temblaba al escuchar un rugido imponente. Ante mí, aparecía un tigre, que me miraba con orgullo y altivez. Me sudaban las manos, la frente. La duda me envolvía como la niebla. Entonces, una voz muy dulce y conocida me susurraba al oído: “Sabes lo que tienes que hacer”. Sin más cuestionamientos, descargué mi arma sobre el egregio animal, que al instante cayó destrozado por las balas. Entonces, de atrás de las frondas, surgió una inmensa multitud que vitoreaba mi nombre y no cesaba de aplaudir. Pero, yo no sentía alegría alguna, sólo una tristeza inabarcable. Desperté.
      Al llegar la mañana evadí tomar la última gota del elíxir, pero guarde el frasco en el bolsillo. Me encaminé al instituto y busqué a Cecilia. La hallé, como de costumbre, rodeada de su coro de admiradores. Al verla así, tan feliz, aunque tan distinta a la chica que yo amaba, pensé en dar un paso atrás y volver a la soledad de mi madriguera. Sin embargo, continué ahí, esperando a que me diera audiencia. Finalmente, varios minutos después, Cecilia despidió a sus vasallos y pude abordarla.
   Hola.
   Cecilia, yo quería decirte…
   Ya sé, ya sé. Así la vida es genial, ¿verdad? Vale la pena vivirla.
    Quise callar mis inquietudes, si lo hacía tal vez pudiera besarla de nuevo, pero no me detuve:
   Tal vez tú y yo somos distintos por una razón, quizás no necesitemos seguir tomando este remedio.
     Saqué el frasco con la última dosis de  la fórmula, amagué con tirarlo a la basura. Cecilia me miraba sorprendida. Parecía no comprender.
   Pero...
Tome aire antes de seguir hablando. Sentí que me faltaba la respiración.
   Quizá podamos ser felices tal y cómo somos, hay algo muy especial en nuestras almas. Quizá…
   ¿Qué?
   … podamos seguir siendo diferentes sin que el resto del mundo nos importe. Nos tenemos el uno al otro.
     Cecilia se quedó pasmada unos segundos y a continuación soltó una carcajada enorme.
   ¿Nos tenemos el uno al otro? ¿De qué hablas? Estás loco.
   Yo creí…
   Vete y déjame en paz. Te di lo más valioso que alguien podía otorgarte: humanidad. ¿Así me lo agradeces?
     Aturdido por completo, caminé hasta mi casa. Me miré al espejo, no me gustó lo que vi. Arrojé al inodoro el regalo de Cecilia y, tras dejar escapar un hondo suspiro, me metí a bañar.

miércoles, 21 de febrero de 2018

AMPARO DÁVILA: LA DELGADA LÍNEA ENTRE LO COTIDIANO Y LO SOBRENATURAL







Nadie como Amparo Dávila para acercarnos por medio de la literatura a esa delicada línea que separa la cordura de la demencia, lo real de lo fantástico, lo cotidiano de lo sobrenatural.   
    Sus relatos tienen, en su atmósfera siniestra, en la acechante presencia de lo sobrenatural y en la inestabilidad mental de los protagonistas mucho de Edgar Allan Poe. Sin embargo, también es posible advertir en ellos vínculos con la obra de Franz Kafka, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.
   Amparo Dávila nació en Pinos, Zacatecas, un pueblecillo minero de ambiente desolado y sombrío el 21 de febrero de 1928. Fue una niña solitaria y durante su infancia tuvo que enfrentar la muerte de tres de sus hermanos. Fue secretaria de Alfonso Reyes e inicialmente se interesó por la poesía, llegando a publicar dos libros: Salmos Bajo la Luna (1950) y Meditaciones a la Orilla del Sueño (1954). No obstante, encontró su consagración definitiva en el relato breve.
    Su primer libro de cuentos se llamo Tiempo Destrozado (1959), a él siguieron Música Concreta (1961) y Árboles Petrificados (ganador del Premio Xavier Villaurrutia, 1977). Finalmente, después de más de treinta años de silencio literario, publicó en 2008, Con los Ojos Abiertos, el cual cierra, por lo menos de momento, su obra narrativa.
         Lo mejor de los relatos de Dávila es, sin duda, la manera en que lo fantástico, lo ominoso, irrumpe en la realidad de los protagonistas, quienes son en su mayoría seres que llevan una vida triste y rutinaria. A esto se suma que Dávila nunca describe de manera nítida que es “eso” que acosa a los personajes, lo que provoca que la idea de peligro crezca sin cesar.
     Especialmente notables son: “El Huésped”, en el que una mujer, sus hijos y la sirvienta viven temerosos, día y noche, a causa de la presencia de “algo” (presumiblemente un extraño animal de ojos amarillos y redondos) que su marido trajo a casa al regresar de uno de sus frecuentes viajes (alegoría de éste, que de manera figurada es un monstruo);  “La Quinta de las Celosías”, donde un joven ingenuo y enamoradizo cae víctima del hechizo de la hermosa Hanna, quién no ve en él otra cosa más que un cuerpo en el cual practicar sus macabros experimentos; “Alta Cocina”, en el cual comer caracoles, le genera al protagonista un sufrimiento tan terrible que lo obliga a dejar su casa para no tener que volver a ingerirlos; “El Espejo“, en el que un joven y su madre viven aterrorizados por espectros informes que emergen de un espejo a media noche.
    Sin embargo, lo fantástico no conforma todo el mapa cuentístico de Amparo Dávila, en él hay un sitio muy importante para los trastornos mentales. Así, muchos de sus personajes (frecuentemente víctimas de represión sexual y culpas tremendas) sufren de paroxismos de locura que los llevan a huir sin rumbo (“Un Boleto para Cualquier Parte”), a cometer asesinatos (“La Celda”, “El Desayuno“), a tomar decisiones insólitas, (“Muerte en el Bosque”, “Griselda”) o incluso llegar al suicidio (“El Último Verano”, “Óscar“).
    Momento de revalorar a esta gran autora mexicana, recientemente galardonada con la medalla de Bellas Artes. Si no has leído sus cuentos todavía, ¿qué esperas? Pero, cuidado, tal vez después de sumergirte en ellos no puedas conciliar el sueño.
  

lunes, 29 de enero de 2018

DILLAN WAKE




Dillan Wake, escuché ese nombre por primera vez cuando Timothy me dio uno de sus libros para que lo leyera. “Te va a fascinar”, me dijo aquel muchacho de maneras tímidas y andar apesadumbrado. No se equivocó, La Encrucijada es un libro único, pleno de suspenso y horror, pero más que nada, lo que impregna sus páginas es un vasto conocimiento del lado más más atroz del alma humana.
   Después de leerlo, le pregunté a Timothy si tenía más libros de Wake que pudiera prestarme. Poseía un par más: El Caminante del Río y Lluvia de Ceniza.
     Luego de recorrer librerías, bibliotecas y ferias culturales encontré el resto de su obra: dos novelas, dos volúmenes de cuentos y un breve poemario. Ya que las leí todas, la atención de mi cerebro -postrada absolutamente ante Dillan Wake-, se centró en conocer detalles de su vida, una vida hundida en el más hondo secreto.
    Dillan Wake, cuyas escasas fotos lo mostraban alto, delgado, de nariz recta, ojos azul cobalto y cabello rubio, había nacido en Carolina del Norte treinta y siete años atrás. Desde su infancia había destacado por sus dotes de orador y poeta. Había hecho estudios de literatura en Harvard y Oxford. Su primer libro, Bosque en Llamas, publicado cuando apenas tenía dieciséis años, le valió ganar varios premios estatales y nacionales, así como el aplauso de la crítica. Sin embargo, su consagración definitiva vino con La Encrucijada, publicado cuando Wake apenas estaba por cumplir veintidós años de edad.
   ¿Qué sucedió después? Dillan Wake demoró en publicar su quinta novela dos años más de lo esperado. Entregó el manuscrito a sus editores, pero cuando quisieron notificarle de múltiples cambios que pretendían realizarle al borrador, no hubo forma de localizarlo. Wake había desaparecido sin dejar rastro
      Su último libro, Abismo, es la más esotérica de sus obras, no solo en cuanto al tema, sino también en el lenguaje; resulta incomprensible para un lector promedio y pocos, muy pocos críticos han logrado sacar algo en claro de sus nebulosas páginas. La editorial inicialmente no pensaba publicarla, pero no quisieron desaprovechar el escándalo propiciado por la desaparición del autor y, así, Abismo pudo salir a la luz.
    De los sucesos que he relatado, han pasado casi diez años y Wake sigue sin aparecer. No sé en qué momento me decidí a dar nueva fase a mi obsesión y dejarlo todo, pareja, trabajo, vida, para emprender la búsqueda del enigmático autor.
    Empecé por visitar su ciudad natal, Wilmington, Carolina del Norte. No quedaba ningún pariente vivo suyo ahí, a excepción de una prima, Linda Crabtree, quien vivía en una pequeña, pero elegante casa de paredes blancas y tejas verdes, muy cerca del río. Tras negarse en un principio a brindarme cualquier información respecto al tema, mi insistencia y la sinceridad de mi propósito, la convencieron de darme una entrevista una tarde veraniega.
Dillan nunca fue como los demás. Las cosas mundanas le interesaban poco. Sus ojos parecían de hielo, ningún secreto, por más bien escondido que estuviera, podía escapar a su mirada. Y que facilidad, que maravilloso don tenía para contar historias. Cualquier acontecimiento, incluso el más trivial, renacía en sus labios convertido en una epopeya.
¿Tiene usted alguna idea de por qué desapareció, cree usted que le haya sucedido algo?
   Linda permaneció silenciosa unos instantes, con los ojos clavados en el suelo de madera.
Tuvo que sucederle algo. Su ausencia debe tener alguna razón.
Perdone, yo no quería…
   Linda cerró los ojos y suspiró.
Dillan y yo fuimos muy apegados durante la infancia. Con el tiempo he aprendido a sobrevivir sin verlo ni escucharlo. Pero apenas su recuerdo viene a mi mente, yo no puedo evitar…
    Linda, que entonces, pese a su aspecto avejentado, apenas frisaba los cuarenta, se soltó a llorar.
No puedo decirle mucho más de Dillan. Pero tengo algo que tal vez sea de su interés.
    Linda abandonó su silla y subió escaleras arriba. Aproveché la ocasión para mirar los retratos que había en la sala. En uno de ellos aparecía Wake siendo adolescente, más bajito, más delgado, pero con la misma arrogante actitud presente en los retratos que ya conocía.
   Al cabo de breves instantes, la mujer volvió, trayendo consigo un libro.
Me dio esto poco antes de que se esfumara de la faz del mundo. Está escrito en un lenguaje que yo desconozco. Pero tal vez le brinde algo, una seña, una pista, que la ayude en su búsqueda.
Muchas gracias.
No puedo decirle cuántos deseos tengo de que lo encuentre.
    Con esta frase, ella se despidió.
    El libro que Linda Crabtree me dio estaba escrito en francés, tal como ella, yo tampoco hablaba aquella lengua. Con ayuda de un diccionario, comencé a traducirlo y lo que deduje, después de haber revisado algunas páginas, es que aquel tomo estaba conformado por conjuros esotéricos, seguramente parte del material que Dillan Wake había utilizado para escribir su última obra, la cual, como ya mencioné, era de un carácter muy extraño.
     Seguía el análisis del documento, cuando de entre aquellas amarillentas páginas brotó una postal. En ella se mostraba un tranquilo lago, rodeado de sauces y fresnos, al fondo de la escena, se apreciaba una bellísima mansión afrancesada, típica del sur del país.
   Tras admirar un instante la imagen, le di la vuelta, había escrita en ella una dirección.

Furet Street, 1001 Lake Charles, Lousiana

    No podía creerlo, hallar el paradero de Dillan Wake no parecía ser una labor tan complicada como lo había imaginado. Apenas llegó la mañana, pagué la cuenta del hotel y tomé el volante.
    El camino a Lousiana me tomó dos días, pues el mal estado de mi coche me obligó a hacer paradas en Atlanta y Jackson. Llegué a Lake Charles una nublada mañana de jueves en que la lluvia amenazaba con hacerse presente. Estaba muy nerviosa ante la insólita posibilidad de encontrarme cara a cara con el admirado autor de mis novelas favoritas, pero, refrenando mis ansias, me detuve a desayunar en una modesta cafetería de las afueras de la ciudad.
    Mientras me servían café y me preparaban unos huevos con tocino, abrí el libro que me había dado la prima de Wake. Miré la postal que se hallaba entre sus páginas y le pregunté a la mesera si conocía aquella casa, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, me indicó que no, que estaba recién llegada a la ciudad, pero dijo que le preguntaría a su patrona quien llevaba toda su vida viviendo en Lake Charles.
Claro que la conozco, La Maison Larriviere, perteneció por muchas generaciones a una familia muy respetable de estos rumbos. Pero el último de sus descendientes, Laurent, un auténtico cabeza hueca, lo perdió todo gracias al alcohol y las mujeres. Tuvo que venderla hace algunos años, a un rico forastero llegado de quien sabe dónde.
¿Lo vio alguna vez?
A Laurent, claro, al pobre yo…
Me refería al forastero. ¿Lo conoce?
   La mujer permaneció un instante callada, como haciendo un esfuerzo por traer al presente la brumosa silueta de aquel individuo.
Algunas noches solía venir aquí, pero ya hace mucho que no lo veo. No era un hombre mal parecido, pero algo en él nunca me agradó. Quizás yo estuviera prejuiciada por haber sido él quien les comprara la casa a los Larriviere.
    Llegué a Furet Street sin mucha dificultad, pero encontrar el número 1001 no fue tan sencillo. A partir del número 900, la avenida, hasta entonces ancha y bien pavimentada languidecía, mientras que a sus flancos, las casas eran cada vez más frecuentemente sustituidas por pantanales y vegetación. Ya alcanzando el número 1000, perteneciente a un blanco caserón en estado ruinoso, la vía giraba hacia el sur y se convertía en un camino de terracería. A través de un puente de acero corroído, crucé un canal de aguas malolientes, enfrente de mí, se apreciaba un pequeño lago bordeado por fresnos y sauces, más allá, un macizo edificio de paredes grises y tejado verde, sostenido por anchas columnas cubiertas de hiedra venenosa.
   Al acercarme a la mansión, tuve que dejar el carro un poco lejos, pues el camino de tierra culminaba antes de llegar al lago, me percaté de que distaba mucho de tener la sublime apariencia que la fotografía que había en el interior del libro mostraba. Sus paredes estaban mohosas y en no pocos espacios brotaban de su superficie hongos y maleza. Las columnas estaban despintadas y la vegetación crecía sobre ellas sin ningún sentido estético.
    Me sentía asustada, pero haciendo acopio de fuerzas toqué el portón. Esperé ansiosa que fuera abierto, pero nada pasó. A lo largo de la tarde, volví a intentarlo varias veces, pero el resultado fue el mismo.
    Con la idea de volver al día siguiente, volví al coche, bordeando el lago a través de un estrecho pasaje erizado de juncos y arbustos espinosos que rasgaron en varias ocasiones mi pantalón.   
     Antes de encender el motor, quise ver una vez más la fotografía, para contrastarla con la notoria decadencia actual de la mansión. En eso estaba, cuando, con gran sorpresa, observé cómo, de las profundidades del lago cenagoso, salía una forma indefinible - me había quitado los anteojos para mirar más a detalle las fotografías- y, tras un instante de vacilación, abría la puerta e ingresaba, tambaleante, en el interior del viejo caserón.
    Un pavor indescriptible me hizo arrancar el auto y abandonar aquel sitio. Manejando entre bosques sombríos, no me tranquilicé hasta alcanzar las primeras luces de la ciudad.
    Abrí los ojos y distinguí, para mi calma, las amplias ventanas de la habitación de hotel que había alquilado la noche anterior. Me levanté, me miré al espejo, lucía fatal. Todos los recuerdos de lo sucedido la noche anterior se agolparon en mi cabeza. Un escalofrío recorrió mis huesos, pero mi ansia de penetrar en la vida de Dillan Wake se impuso y, tras bañarme, vestirme y desayunar en una cafetería cercana, me dirigí una vez más hacia el número 1001 de la calle Furet.
    A la luz del sol, mis temores vespertinos se hicieron brisa. Feliz recorría la campiña poblada de garzas, ranas, libélulas y mariposas, cuando, cerca del fangoso borde del lago, descubrí dos pelícanos muertos, destrozados brutalmente.
Los caimanes, pese a su apariencia estatuaria, son máquinas carniceras, nunca debe confiarse usted.
   Al escuchar aquella voz de tono profundo, volteé y, tras colocar una mano sobre los ojos para evitar ser cegada por el sol, pude observar cómo avanzaba hacia mí un hombre alto y esbelto, que pese al calor sofocante, vestía con gabardina y sombrero.
Soy Dillan Wake.
     Apenas alcancé a musitar mi nombre y mi mano tembló al estrechar la suya. Al mirarlo de cerca, distinguí su ojo derecho, mucho más azul que en las fotos. Sin embargo, el lugar donde debía encontrarse el izquierdo estaba oculto por un vendaje.
Me impresiona que hayas gastado tanto de tu tiempo en una obra de absoluta banalidad me dijo Dillan mientras tomábamos el almuerzo bajo la techumbre de un elegante cenador de columnas blancas y techo de pizarra, rodeados por el vasto jardín de La Maison Larriviere, lleno de frondosos árboles, así como de una exuberante vegetación.
Nada de tu obra es banal exclamé sin poder reprimir una sonrisa delatora es increíble cómo logras poner en evidencia la esencia maligna que habita en el interior de cada ser humano, incluso en aquellos que…
Basta por favor, esos libros me hacen sentir vergüenza de mí mismo, preferiría no volver a escuchar de ellos nunca más.
Mr. Wake ¿Cómo puede decir eso? Sus novelas tienen una legión de fanáticos lectores, Encrucijada y Lluvia de Ceniza tienen, además de ventas millonarias, el aplauso de la crítica más estricta.
   El escritor hizo la cabeza hacia atrás, mostrando en su rostro una mueca de fastidio.
Abismo es lo único trascendente que he escrito en toda mi vida, y nadie, ni siquiera sus lectores más eruditos, ha logrado entender una sola de sus páginas.
¿Por eso se apartó del mundo, porque sabía que sus lectores y críticos no llegarían a comprender nunca su obra más valiosa?
    Wake permaneció largos minutos silencioso. Al fin, en algo que era apenas poco más que un susurro, respondió:
Esa fue una razón, hay otras… Pero suficiente hemos dicho de mí. Conocer quién es usted, me interesa demasiado.
    El sol comenzaba su caída, tiñendo el cielo de dorado y púrpura. Las aves, cansadas de sus actividades diurnas, tomaban por asalto los árboles que nos rodeaban, buscando, en sus elevadas copas, refugio ante la oscuridad creciente.
    Hablábamos de mi aburrida vida en Boston, de mi olvidada familia o de cualquier cosa trivial, cuando comencé a notar en mi interlocutor una ansiedad evidente. Sus manos temblaban, su ojo visible miraba nervioso hacia todos lados. Sus dientes empezaron a castañear sin razón, pues ningún rastro de viento o de frío asomaba en aquella tarde.
¿Se siente bien, Mr. Wake?
   Dillan se paró de la mesa, como acosado ante una aparición, la cual mis ojos torpes eran incapaces de mirar.
Vuelva mañana o el día que guste,  pero, por lo que más quiera, váyase ahora.
    Recordé el extraño ente que había visto salir del lago, entonces comencé a temblar también.
¡Váyase! repitió aquel hombre atormentado, y yo, sin fuerzas ni ánimo para oponerme a su terrible advertencia, avancé de inmediato hacia la puerta de la mansión.
    Pese a que no cerré los ojos en toda la noche, volví a La Maison Larriviere apenas salió el sol. A mi llegada, Dillan Wake me recibió con efusión y amabilidad, pero algo en su rostro había cambiado. El vendaje que había mostrado el día anterior cubriéndole el ojo, ahora se extendía a prácticamente la mitad siniestra de su cara.
¿Está usted bien, Mr. Wake?
    Enseguida se palpó con la mano la zona oculta por las vendas.
Hace poco sufrí un percance. Mi piel está algo delicada, con frecuencia debo cubrirla del sol. ¿Gusta desayunar?
       La mañana, tal y como el día anterior, la pasamos en el cenador del jardín, entre trinos de aves y lectura de poesía francesa.
      Más tarde, cuando ya estábamos fatigados del calor, entramos a la casa. Contrario a su apariencia externa, la mansión seguía manteniendo mucho de su esplendor original. Un imponente candil de oro y cristal se alzaba en el centro de una sala cubierta de tapiz color verde menta; detrás, dos escalinatas gemelas conducían a la parte superior, donde se hallaba un largo pasillo, flanqueado por dos hileras de cuartos.
    Estábamos charlando, cuando, con el correr de la tarde, mi anfitrión comenzó a ponerse más y más nervioso. Al verlo así, amenazado, asustado, deduje que era el momento indicado para irme. Ya me había levantado de mi asiento, cuando comencé a sentir un dolor tremebundo en el vientre, como si mi estómago fuera traspasado por una multitud de dientes afilados.
    Ayudada por Wake caminé hacia el baño, ahí, después de descargar mi estómago, cuatro o cinco veces, me sentí un poco mejor. Al abrir la puerta, vi el sobresaltado semblante del escritor. Un profuso sudor corría sobre su frente, sus dientes castañeaban sin cesar.
¿Está mejor, señorita?
       Tras desplomarme en sus brazos, Wake me palpó la frente.
— Tiene mucha fiebre.  
     Antes de perder la conciencia, sentí cómo era transportada hacia el interior de una habitación.
    Instantes después, la voz profunda de Dillan me hizo abrir los ojos. Estaba recostada sobre una cama. La iluminación, proveniente de una lámpara ubicada sobre la mesita de noche era deprimente.
Pase lo que pase, escuche lo que escuche, no vaya a abrir esta puerta. Su vida depende de ello. En la mañana yo vendré por usted. Tan pronto las circunstancias me lo permitan, le conseguiré un doctor.
    Alcancé a mirar su rostro semicubierto y mover la cabeza de arriba abajo, antes de oír cerrarse la puerta y perderme en sueños espectrales.
    Era ya muy noche cuando abrí los ojos. Me fastidiaba la cabeza, pero el dolor en el vientre había disminuido. Entonces, escuché un ruido difuso pero persistente, como si algo o alguien quisiera entrar a mi habitación. Un agudo temblor recorrió mi espalda. Me arrebujé en las cobijas y me tapé las orejas con las manos. Para cuando, minutos después, me destapé los oídos, el extraño sonido había cesado.
    Venciendo todo rastro de temor, me puse los anteojos y encendí la luz. La casa parecía una tumba, no se escuchaba nada. Enseguida, hice a un lado las cortinas y miré por la ventana, la cual por cierto daba al pequeño lago ubicado frente a la casa. Una criatura avanzaba a grandes trancos sobre la maleza; después, con una agilidad notable para su cuerpo disforme, se sumergió en las aguas cenagosas.
    Al otro día, apenas amaneció, Dillan cumplió su promesa y fui visitada por un médico traído a toda prisa de Lake Charles.
Tiene usted suerte, señorita, la intoxicación que sufrió ya está cediendo me informó el pequeño hombrecillo de cabello cano y bigotes de aguacero.
    Recordé que la mañana anterior, antes de venir a la La Maison Larriviere había desayunado en una cafetería en que la comida no parecía muy fresca. Aquellos alimentos debían ser la causa de mi malestar.
Pero debe mantenerse en reposo absoluto, todavía se encuentra muy débil.
   Ya que el médico se retiró, Dillan Wake se acercó a reconfortarme. Noté que sus manos estaban ahora cubiertas por robustos guantes de cuero.
Puedes quedarte aquí el tiempo que necesites.
   Moviendo la cabeza débilmente, asentí.
    Dillan estaba por salir del cuarto, cuando mi mano se aferró a la manga de su gabardina.
Mr. Wake…, no me dejé aquí sola. Hay algo allá afuera… Me da mucho miedo.
    El escritor, como en los dos pasados atardeceres, comenzó a temblar.
Suélteme por favor. Hay asuntos que debo tratar.
    Poco después, gracias a los calmantes suministrados por el médico, pude dormir.
    Debía de ser media noche cuando los rasguños sobre la puerta de mi habitación me despertaron. No llegaron solos. Un alarido en el que el horror y la súplica parecían mezclarse, les hacía compañía. Como en la ocasión anterior, me arrebujé en las cobijas y me tapé los oídos, pero aquellos arañazos, aquellos gritos no cesaban de atormentarme.
     Al amanecer, la calma volvió. Apenas el primer rayo de sol entró a la habitación, me apuré a cambiarme. Aunque me sentía muy debilitada por la enfermedad, además de la falta de sueño, tomé mis cosas y en el mayor sigilo posible, me deslice hacia la salida de la mansión. En mi camino, no encontré el más mínimo rastro de Dillan Wake.
   Caminé con rapidez hasta el coche. Ya una vez en Lake Charles, en la blanca comodidad de mi cuarto de hotel, respiré muy hondo, logrando hacer que se desvaneciera la carga de terror que había soportado hasta aquel instante. En cuanto recobrara mis fuerzas y mi ánimo, volvería a Boston y no pondría pie en aquella casa maldita nunca más.
    Dos días más tarde, me sentí aliviada de mis malestares. Ya me había bañado, vestido, estaba a punto de cerrar mi cuenta y retirarme del hotel, cuando mi mirada se dirigió a Abismo, la última novela escrita por Wake, cuya cubierta púrpura asomaba de uno de los rincones de mi bolso. Atraída por una fuerza irrefrenable, comencé a leerlo.

En la densa penumbra, aun el monstruo, busca la luz.

Aquella breve frase capturó mi atención, a mi cerebro asomó de nueva cuenta la curiosidad. Breves instantes después lo decidí, aquella tarde, volvería a la mansión y resolvería el misterio que perseguía a Dillan Wake.
      Llegué a las cercanías del lago cuando el sol ya estaba decadente. El aire se sentía más fresco que los otros días y un ligero temblor se alzaba entre mis vértebras mientras avanzaba entre los sauces y los juncos. Tras hallar unos  arbustos que me facilitaban esconderme, permanecí, ahí, estática, esperando que la criatura acuática volviera a aparecer.
   El sol bajaba, el viento aumentaba su fuerza. Mis nervios no me dejaban en paz. Por un instante, tuve la tentación de correr al auto y volver a la seguridad de mi hotel, pero, entonces, la puerta de la mansión se abrió, las garzas y los patos, graznando estrepitosamente, buscaron refugio en las ramas de los árboles que rodeaban el estanque pantanoso. Apareció un hombre con casi todo el cuerpo cubierto por vendajes. Entre los escasos huecos que dejaban descubiertos los pedazos de gasa, se percibía una piel amarillenta, seca como un pergamino, acompañada de sanguinolentas pústulas. Su único ojo visible, color azul cobalto, delataba su identidad.
    Con incredulidad y angustia, miré cómo Wake, moviendo los labios como si musitara una plegaria, enfilaba hacia el lago y muy despacio iba hundiéndose hasta quedar por completo sumergido.
¡Se va a matar! dije para mis adentros, llena de horror.
   Abandoné mi escondite y me dirigí hacia el borde del lago. Estaba ya hundida hasta la cintura, cuando el agua comenzó a borbollar. A pocos metros de mí, surgió una cabeza reptiliana, con grandes ojos ambarinos y dientes como cuchillas. Me acordé de los pelícanos muertos que encontré el día de mi llegada y al instante comprendí el destino del escritor. Todavía estaba cerca de la orilla, si evitaba el pánico, tendría tiempo suficiente para escapar.
   El agua era fangosa, el monstruo se movía con agilidad inusitada para su enorme tamaño, pero, antes de sentir en mi carne sus dientes, pude alcanzar terreno firme. Pensé que el caimán o lo que fuera, al estar su presa fuera del lago, desistiría de su caza, pero, sorprendida, miré cómo lentamente iba sacando su cuerpo fuera del agua y, cómo si fuera un hombre, se alzaba sobre sus extremidades traseras y avanzaba hacia mí. De su boca salía un alarido espantoso, el mismo que escuché durante aquellas dos terribles noches, al otro lado de la puerta de mi habitación.
   Eché a correr, pero la bestia, a paso raudo, me perseguía con ferocidad. No me faltaba mucho para alcanzar la mansión, cuando al caer entre la maleza, mis gafas se hicieron trizas, complicando mi situación, pues, aunada a mi miopía, una niebla, a cada instante más densa, me permitía apenas vislumbrar los contornos de lo que yo imaginaba árboles y rocas. 
     A mis oídos llegaban, hiriendo el cielo tenebroso, los cantos de los sapos y el trinar de los chotacabras, que acompañaban, como un coro infernal, los bramidos del monstruo.
   Ocultándome detrás del tronco de un encino, pude evadir a mi perseguidor lo suficiente para que perdiera mi pista, después, al mirar hacia la izquierda, vi con alivio una estructura cuadrada que parecía indicar un cobertizo. Corrí con todas mis fuerzas para alcanzar el refugio. Podía ver muy poco de aquello que me circundaba, pero los alaridos, aunado al sonido de la vegetación que se quebraba con cada uno de sus pasos, me indicaban la cercanía del monstruo. Corrí con todas mis fuerzas y una vez que logré trancar la puerta, me sentí a salvo.
    Respiré hondo varias veces, el lugar era oscuro y maloliente. Tanteando en el piso, logré ubicar una linterna. La encendí.
   Me hallaba en una pequeña bodega repleta de sacos de grano e instrumentos de labranza oxidados. Busqué algún sitio que pudiera ser vulnerable a la embestida de la bestia que afuera proseguía en sus intentos por entrar; las paredes carecían de orificios, en el piso no había túneles. Lo que sí noté es un hueco abierto en el techo, lo bastante grande para que aquel demonio entrara.
   Tomé una pala y esperé, con los ojos fijos en el fragmento de luna que se colaba a través del tejado roto, a que llegara el amanecer, pensando que la luz obligaría al monstruo a volver a su escondite.
    Debía de ser casi media noche, cuando los gemidos y golpes cesaron. Me sentí tranquila, pero pronto se redobló mi angustia al pensar que el endriago no renunciaría a su presa.
    Así fue, poco después de haber suspendido los embates, una cabeza escamosa asomó por el hueco abierto en la techumbre. Sus alaridos -que como ya he dicho, además de amenazantes contenían algo de súplica- me hicieron temblar, pero aferré mis manos a la pala y me dispuse a utilizarla para mi defensa.
   Con movimientos mecánicos me abalancé sobre el demonio cuando éste se desprendió del tejado y se lanzó hacia mí. Una de sus garras alcanzó a herirme el brazo, pero dándole dos certeros golpes con la pala, logré hacerlo retroceder. Iba ya a retomar su ataque, cuando al agitar su cola, impactó un anaquel cubierto de pesados bultos, lo que causó que éstos se desplomaran sobre él.
   La criatura se lamentó con otro de sus espantosos alaridos. Yo, aprovechando la ventaja, abrí la puerta del cobertizo y salí corriendo, cerrando por fuera la puerta para dejarla atrapada adentro.
    Desperté en el asiento delantero de mi auto con la cabeza y las manos apoyadas en el volante. Recordé entonces que, cuando salí de la bodega, tenía la intención de alejarme de aquel lugar lo más posible, pero supuse que el cansancio y la angustia me habían vencido apenas puse pie en el vehículo.
   Mire a mi alrededor, el día era claro y caluroso, los patos graznaban con alegría y las mariposas surcaban los aires con alas color tornasol. 
   En el asiento trasero, estaba la pala que tan buenos servicios me había brindado la víspera. Saqué de la guantera mis gafas de repuesto y, respaldada por la luz y la tranquilidad que se respiraban en aquel instante, me bajé del auto y avancé hacia el cobertizo.
    La bodega seguía cerrada, tal y como yo la había dejado. Acerqué mi oído a la puerta para escuchar algo, un arañazo, un bramido, que me indicara la presencia de la bestia, sólo pude escuchar un sollozo contenido y bajo.
    Utilicé la pala, quebré la cerradura y, armada con ella y una linterna, penetré en el interior del almacén. Adentro se percibía un olor nauseabundo, mucho más fétido que la noche anterior, lo que, aunado a numerosas gotas de sangre sobre el piso de madera, me hizo suponer que el cuerpo del endriago había comenzado a descomponerse.
   Ni siquiera había pensado qué haría con mi “trofeo de caza”, cuando, rastreando el sollozo, lo ubiqué en uno de los ángulos del cobertizo, no muy lejos del sitio donde la bestia había sido derribada.
   A la luz de mi linterna surgieron las formas de un hombre o -mejor dicho- de lo que quedaba de un hombre. El ente se hallaba sentado en un rincón, con la cabeza oculta por unas manos casi descarnadas.
Yo ya no quiero más de esto…
   Al apuntar mi lámpara de mano hacia su cara distinguí el azul del ojo sano de Dillan Wake, así como una cara completamente desfigurada por la sangre y las llagas.
Pensé que la bestia lo había devorado en el pantano.
Yo soy el monstruo. Nunca debí entrometerme en cosas que no entendía.
Abismo
Estoy maldito…
    Wake, sin poder contenerse, comenzó a llorar, mezclado con su lamento, podía distinguirse el tono de súplica que formaba parte del alarido del demonio.
Yo… descubrí un mal día esos libros infernales… Al principio pensé que sólo se trataba de un juego… empecé a involucrarme con fuerzas más poderosas que yo, dominaron mi mente, mi espíritu… me hundieron en la desesperación, en la desgracia…
    De lo que pude sacar en claro de sus palabras, frases y silencios, es que el último libro de Dillan Wake era en realidad la plegaria de un antiguo culto demoniaco, reconstruida a partir de la recopilación de información de varios textos que se hallaban desde hace mucho tiempo perdidos u olvidados. Qué a partir de ello, una arcaica hechicería volvió a la vida, haciendo del escritor su esclavo. Todos los días, a la hora del crepúsculo, debía cumplir con el ritual de convertirse en monstruo y después encontrar víctimas para saciar su hambre y la del ente que dominaba su voluntad. En caso de no cumplir con estas condiciones, su carne se secaría hasta convertirlo en una momia viviente, de ahí su aspecto cada vez más decadente.
    Ese día, cuando lo encontré en el cobertizo, lo ayudé a transportarse hasta su cama en La Mansión Larriviere. Llamé a una ambulancia. Poco después, Dillan Wake fue internado en una clínica, y aunque me enteraba que día con día sus condiciones físicas y mentales se seguían deteriorando, no pude visitarlo, pues los médicos lo consideraban demasiado peligroso, tanto como por su evidente desequilibrio mental, como por la posibilidad de que su enfermedad fuera contagiosa.
   El día antes de volver a casa, quise hacer un último intento por verlo. Apenas me acerqué, noté que varios hombres armados custodiaban el lugar y lo rodeaban con una cinta amarilla. Poco después, vi sacar del edificio tres cuerpos cubiertos por sábanas salpicadas de abundantes manchas rojas. Muy pronto pude confirmar, de la boca de los empleados del sanatorio, quién era el culpable de aquel horror.
    He regresado a Boston. Prendí fuego a sus libros, me he deshecho de todas sus fotografías. Me digo que Dillan Wake y el demonio que bajo su piel habita, no me encontrarán aquí, que estoy muy lejos de su alcance. Sin embargo, el miedo no se desvanece. Me parece encontrarlo en cada sombra, en cada rincón sin luz. Ahora mismo, detrás de los pinos que se recortan contra el crepúsculo, más allá de mi ventana, creo observar sus ojos, fijos, atentos, esperando que yo cometa cualquier descuido, la más mínima imprudencia, para entonces atacar.