Haber vuelto a soñar con Nina fue lo que le hizo regresar a ese sitio de pesadilla. Aquella mañana despertó fatigado, sin ganas de comenzar. Después de ir al estudio y trabajar en algunos bocetos carentes de la más mínima inspiración, decidió salir.
El feroz sol del mediodía había dejado ya, para entonces, su lugar a unos pesados nubarrones sombríos. Encaminó sus pasos hacia el sur, luego tomó el camión que tomaba el rumbo de La Floresta.
No recordaba con claridad su cara, ni
tampoco que llevaba puesto aquel día, pero jamás podría olvidar su largo y
enmarañado cabello negro, sus enormes ojos con el iris teñido de sangre ni los
pulidos colmillos, que brotaban de su boca como si se tratara de un lobo y no
de una muchachita.
Claro, todos dijeron que era mentira lo
que había contado cuando lo encontraron en aquella banca con el rostro
desencajado y el cuerpo aterido, así como con dos leves marquitas violáceas
asomando de su cuello, que sólo era una más de las estrambóticas ensoñaciones a
las que era tan adicto en su infancia.
Lo cierto es que recordaba con perfecta
claridad haber estado ahí, en aquel recinto oscuro y putrefacto, iluminado por
velas malolientes, con muebles desvencijados y esa espeluznante dotación de
frascos repletos de sangre y vísceras humanas. Estaba seguro de haber vivido y
no soñado lo que ocurrió esa extraña tarde, por eso había decidido volver.
Bajó del transporte cuando reconoció el
parque de pinos esbeltos y estatuas decadentes. Muchas ocasiones había jugado
ahí con Nina a las escondidillas y a los encantados sin ningún atisbo de temor.
Enfrente, en uno de aquellos elevados edificios que se erguían en el crepúsculo
como torres medievales, era donde ella vivía, donde él conoció todo el horror
que se ocultaba tras aquella criatura de apariencia inocente.
La lluvia espesó y él decidió quedarse
bajo una endeble techumbre ubicada en la mitad del bosquecillo.
“¿Qué había pasado, después de aquel
ominoso acontecimiento?” Se preguntó y entonces recordó cómo le dijeron que
Nina se había mudado intempestivamente a otra ciudad y que, no se preocupara,
que olvidara su temor, que no volvería a verla jamás. Después siguieron esos
largos años de terapia, de medicamentos, todo para que hiciera a un lado
aquellas alucinaciones espeluznantes.
Había terminado la preparatoria y dejado
trunca su carrera de administrador de empresas para dedicarse a la pintura, su
verdadera vocación. Una vida triste, solitaria, sin demasiados vicios y algunas
pocas musas de ocasión. Casi siempre podía dormir a pierna suelta, con clara tranquilidad,
pero ahora, de unos días a la fecha, habían vuelto las antiguas pesadillas y temores.
Además, por si esto no resultara suficiente aquellos dos violáceos puntos en el
cuello habían reaparecido casi veinte años después.
Ya había bajado la intensidad de la lluvia
cuando regresó de sus recuerdos. Miró hacia arriba, ahí estaba, aquella ventana
oscura, ubicada en el séptimo piso de un edificio de aspecto ruinoso y paredes
grises.
Entonces se acomodó el cuello de su
gabardina y, haciendo caso omiso de las numerosas gotas que todavía se
derramaban desde el cielo, cruzó toda la extensión del parque hasta llegar al
borroso conjunto de departamentos.
En la entrada, lo recibió un guardia
somnoliento que ni siquiera levantó los ojos y olvidándose del registro, lo
dejó pasar.
Los jardines y los patios estaban infestados
de vagos y drogadictos, tras cruzar la ruinosa zona de juegos infantiles
–apenas sobrevivían intactas un columpio y una resbaladilla- encontró el
edificio señalado con el número 14.
La puerta de entrada no cesaba de azotarse
con el viento, así que no tuvo dificultad para franquearla, luego, sin
dirigirle siquiera una mirada al elevador, tomó las escaleras.
Mientras
ascendía por aquellos escalones estrechos, aumentó su espanto, pero éste aún
era más débil que su intensa curiosidad. En su camino sólo encontró puertas
clausuradas y pasillos a media luz.
No sólo las pesadillas y los terrores nocturnos
le causaban trastornos en su vida diaria, también había comenzado a ser víctima
de una terrible sensación de ansiedad, la cual aparecía y desaparecía sin que
él pudiera encontrar ninguna causa aparente que la provocara. Lo cierto es que
a veces aquella angustia lo paralizaba y otras lo llenaba de un sentimiento de
furia incontenible que a cada ataque le parecía más difícil de domesticar.
Cuando pasó la puerta número 6 y alcanzó un
rellano en la escalera, tuvo que detenerse, las piernas, los brazos y la
mandíbula le temblaban.
—
No puedo… no puedo seguir con esto.
Pero no abandonaría tan fácilmente la
tenebrosa cruzada en que se había involucrado, tras respirar con tranquilidad
unos minutos y sentir que poco a poco recobraba el temple y el ánimo, continuó.
La puerta del departamento número 74 estaba
clausurada por tablones de madera podridos. Entre los huecos, se colaba un aire
muy frío. La curiosidad y el miedo, se agolparon en su mente en forma
frenética. Incapaz de resistirlos, soltó una patada tan fuerte que la vetusta
barrera se derrumbó.
En un principio no vio nada, sólo
oscuridad. Luego escrutando con su mano las tinieblas, dio con el interruptor.
Lo movió hacia arriba.
Observó un salón vacío, sin muebles, con
escasos jirones de tapiz amarillo en las paredes y una ventana desprovista de
cristal a través de la cual se colaba la incipiente noche. Siguió avanzando, la
luz comenzó a parpadear. Por un instante temió quedar en penumbras, pero la
lámpara no se apagó.
Caminó por un pasillo rodeado de dos
estancias desprovistas de puertas, una era la cocina, la otra una habitación
helada, tan desnuda como la sala de estar. Al fondo, no obstante, había un
cuarto que sí tenía puerta. El recuerdo de un horror impronunciable lo azoró. Era
la habitación de Nina.
Giró la perilla muy lentamente. Soltando un
chillido maligno, la puerta se abrió. Buscó a tientas el apagador, no servía. A
tientas encontró una pequeña vela y después de sacar de su bolsillo unos
cerillos, la encendió. Alumbrándose con ella, vio una cama tosca sobre la que
había un colchón roto y apestoso, una mesita de noche y un armario cerrado. Con
paso vacilante, se acercó al vetusto mueble de madera y abrió sus puertas.
Allí estaban los numerosos recipientes que
recordaba, repletos de sangre, vísceras y órganos, dejaban escapar un tufo
hediondo. Sobre la superficie de cristal de sus envases había burdas etiquetas,
leyéndose en cada una, uno de los días de la semana.
Horrorizado, él iba a cerrar el armario y
volver sobre sus pasos, cuando un grito indescriptible se escuchó a sus
espaldas, provocándole un profundo escalofrío.
—
No creí que regresaras nunca.
Volteó. Era una niña de apenas doce años,
cuando mucho trece. Sus oscuros y lacios cabellos le ocultaban la mitad de la
cara, mostrando sólo uno de sus ojos, grande, sombrío, con ese resplandor
rojizo que no había podido olvidar. Su piel era pálida como el yeso e, incluso
sus labios, carecían del más leve tono de rubor.
—
¿Nina?
—
Soy yo.
—
No puede ser – musitó el intruso con sorpresa,
preguntándose como ella podía seguir siendo una niña después de casi dos
décadas de haberse visto por última vez.
—
Un encantamiento me mantiene joven.
En el pálido reflejo que le devolvió la
única ventana del recinto, él observó su frente cada vez más amplia, así como
las profundas arrugas que comenzaban a abrirse paso por su cara, su cuello y
sus manos.
—
Yo tenía razón… eres un monstruo…
Volvió entonces a su memoria toda la furia
de aquella tarde, el pavor que sintió al verla abalanzarse sobre su cuello, el dolor
que lo traspasó cuando aquel par de colmillos cortó su piel inmaculada.
—
Tú también puedes ser un elegido del destino.
—
Yo… no quiero ser un monstruo —dijo él, mientras inciertos
temblores lo recorrían de la cabeza a la punta de los pies.
La niña sonrió, dejando entrever sus
temibles colmillos.
—
El veneno que te inoculé es lento, pero está
por cumplir su efecto. Sin una segunda dosis, morirás de angustia, de rabia,
como si fueras un animal salvaje o un perro callejero. La decisión es tuya.
—
¿Mía?
La niña tomó al intruso de la mano.
—
Sí, la decisión de ser como yo o simplemente
morir.
—
Pero soy una buena persona, no quiero lastimar
a nadie.
Nina sonrió con sarcasmo.
Ellos, ¿no te han lastimado
nunca?
Él recordó la soledad que había
ensombrecido su vida desde los primeros años, el desapego que siempre tuvieron
hacia él amigos, familiares, en fin todos aquellos a los que había conocido a
lo largo de su existencia gris.
—
Vamos, vamos, no sólo te ofrezco la noche
eterna, también satisfacer todos tus deseos y tus placeres – dijo la niña al
tiempo que acercaba su cuerpo al del visitante y comenzaba a repantigarse
contra él de manera sensual.
—
Yo… no puedo… yo…
—
Sí podrás — susurró la niña y, viéndolo dubitativo y con el
cuello expuesto, clavó sus largos colmillos en su débil cuello por segunda vez.
*****
Ya era noche cerrada cuando
terminé mi relato. En la brumosa profundidad del parque estábamos solos Alicia
y yo. Ella me miraba con sus inmensos ojos azules, entre pensativa y
desconcertada.
—
Es una buena historia, pero el final me parece
demasiado abierto. ¿Qué fue del protagonista?
De mi boca escapó un suspiro.
—
Se olvidó para siempre de la luz, vivió por
siempre en las tinieblas, creí que no era necesario explicar más.
—
No estoy muy convencida, quedan algunos cabos
sueltos. Además, hablar de vampiros en estos días…
No puedo decir que fue agradable observar
como el terror incendió los ojos de Alicia cuando me lancé sobre su cuello, ni
disfrutables su sufrimiento o sus gritos de desesperación mientras llenaba con
su joven sangre mi alma de demonio, pero el gozo y la intensidad experimentados
en aquel momento, fueron supremos, incomparables. No puedo prometer no volver a
hacerlo. Nunca podría.