miércoles, 29 de noviembre de 2017

LA COMADREJA



Mi hermano está herido y no sé si llegará vivo al amanecer. La noche es fría, el refugio endeble y nuestros perseguidores pueden encontrarnos en cualquier momento. A mí, tal vez me manden a la cárcel, acusándome de traicionar el bienestar de la humanidad; a él, sin duda, lo mataran como si fuera una sabandija, un animal vil.
    Jacinto nació en una época oscura. Meses atrás, un terremoto descuajó la ciudad de sus cimientos, reduciéndola casi por entero a escombros. Pero, lo más horrible vino después, cuando de los huecos abiertos en la tierra emergieron aquellas cosas. Pequeñas y flexibles, con cuerpos oscuros, colmillos centellantes y diminutos ojos de un color rojo sangre, comenzamos a llamarlas “las comadrejas”. Estas criaturas no sólo causaban espanto por su aspecto fiero y repugnante, sino porque solían asaltar a los caminantes durante la noche y, cual si fueran seres intangibles, se introducían en sus almas tomando el control de sus cerebros.
   Se dieron muchos casos en que personas por completo normales, se convertían de un día para otro, en lunáticos que vivían ensimismados, perdidos en quiméricas ensoñaciones.  
     Pasado el tiempo, “la comadreja”, con el vientre abultado y la mirada satisfecha, abandonaba el cuerpo de su huésped, quien invariablemente moría a los pocos días de haber sido vaciado.
      Mi hermano era un niño juguetón, siempre alegre y lleno de curiosidad. Así transcurrió su vida hasta los trece años, cuando asomó la desgracia. En ese entonces vivíamos en una pequeña pero agradable casita de campo que había pertenecido en otro tiempo a mi abuelo y a la que nos habíamos mudado a raíz de los horrores del temblor. Sus ventanas eran amplias y su tejado verde.
    Vivíamos a distancia considerable de la ciudad, nunca había existido ningún avistamiento de “comadrejas” en la región, por lo que mi madre consideraba que mi hermano y yo estábamos seguros ahí. Una tarde nublada, sin embargo, ella tuvo que dejarnos solos para atender cuestiones relacionadas con la herencia que nos había dejado mi padre. Jacinto estaba jugando en el jardín, viéndolo tranquilo, me fui un momento a mi cuarto a ver televisión. Minutos más tarde escuché sus gritos.
   Cuando salí a cielo abierto, armada con una escoba y un cuchillo de cocina, lo único que pude ver fue a mi hermano contorsionándose horriblemente sobre el césped. Apenas llegué a su lado, dejé en el pasto las fastidiosas herramientas que llevaba y traté de sacudirlo, buscando a toda costa que el enemigo no se apoderara de su alma, mas todo fue inútil. La “comadreja” estaba ya en su interior. Jacinto estaba inmerso en un sueño profundo que se asemejaba de una manera pavorosa a la muerte.
    Después de largos minutos en que, llena de impotencia no pude evitar llorar, transporté al durmiente hasta su habitación, mientras que yo, meditaba en como informarle a mamá  acerca de la desgracia.
   Los siguientes días fueron sombríos. Mi madre no cesaba de reprocharme haber dejado sólo a Jacinto y éste, en estado casi cataléptico, sólo abandonaba su inmovilidad, para, como un poseso o un zombie, ir al refrigerador –generalmente a la media noche- y tomar algo de comer.
    Acudimos a varios médicos pero todos sus conocimientos y su ciencia no resultaron capaces de darnos la más mínima esperanza. Como todas las otras víctimas, mi hermano moriría cuando el huésped en su interior terminara de saciarse. 
  Sin embargo, habían pasado ya dos meses y Jacinto no sólo seguía con vida, sino que recuperaba poco a poco la movilidad y la conciencia. Un domingo por la mañana, abrió los ojos otra vez.
-       Tengo hambre.- dijo mi hermano con voz débil y, enseguida, tanto mamá como yo corrimos a abrazarlo.
    No obstante, conforme las semanas y los meses pasaron, pudimos darnos cuenta de que algo había cambiado en Jacinto.
    Sus ojos se hicieron más grandes y adquirieron una tonalidad rojiza, su cabello rubio, poco a poco fue oscureciéndose. Pudimos constatar también que sus sentidos del oído y del olfato se habían agudizado de manera asombrosa, además de que por las noches padecía extraños ataques de sonambulismo, durante los cuales caminaba a cuatro patas y dejaba escapar de su boca alaridos que a mamá y a mí nos hacían palidecer de terror.
    En un principio quisimos pensar que eran consecuencia del largo tiempo que pasó su cuerpo invadido por “la comadreja”, pero cuando avanzaron los meses y mi hermano seguía presentando los mismos extraños síntomas, decidimos visitar un especialista.
-       Es un caso sumamente interesante, único –anunció el doctor Borelli-, al parecer el organismo invasor terminó acoplándose al huésped.
-       ¿Quiere decir que mi hijo y la comadreja son ahora una misma cosa?
-       Así parece.
-       Esa bestia, ese engendro del maligno, ¡viviendo a costillas de mi hijo!
    Traté de tranquilizar la situación.
-       ¿No hay alguna manera de hacerla salir?
-       No sin causarle un daño severo al paciente.
  Volvimos a casa, resignadas. Jacinto parecía durante el día una persona normal, salvo cierta somnolencia que lo embargaba por momentos, principalmente al estar expuesto directamente a los rayos del sol. En cambio, por la noche, su actividad era incansable, subía las escaleras de arriba abajo, volteaba los muebles, se escondía bajo la alfombra. Mi madre intentaba mantenerse ecuánime y tal vez hubiera sido capaz de tolerar todas aquellas nuevas peculiaridades en el comportamiento de mi hermano. Pero, cuando una noche, tras dirigir al cielo salpicado de estrellas uno de sus horribles alaridos, Jacinto se transformó -apenas el tiempo suficiente para no creer que se trataba de una alucinación- en una peluda y flexible bestia de dimensiones humanas, ella se decidió a sacarle la “comadreja” del cuerpo, costara lo que costara.
    Mientras Jacinto sufría otro de sus ataques nocturnos de actividad febril, mi madre colocó en su comida un poderoso sedante. Sumido en sueños, no opuso ninguna resistencia para ser trasladado al hospital. Al vernos llegar, el doctor Borelli nuevamente alertó a mi madre de los riesgos de someter a mi hermano a tan peligrosa intervención.
-       Su cerebro quedará irremediablemente dañado.
-       No importa, sólo quiero que saque esa alimaña del cuerpo de mi hijo.
-       Bueno, cómo usted guste, pero antes de cualquier cosa, debe firmar aquí.
   Mi madre firmó la responsiva sin remilgos. Se acordó iniciar el procedimiento cuanto antes, pues era impredecible que reacción tendría Jacinto en cuanto los efectos del sedante tuvieran fin.
    Poco antes del amanecer, todo se encontraba listo. Mi hermano estaba acostado en una cama con electrodos conectados a la cabeza, pecho, piernas y brazos. Se le suministrarían choques eléctricos hasta hacer salir a la comadreja que vivía en su interior. El peligro más grave era que él muriera antes de que la alimaña abandonara el organismo al que se había amalgamado desde hace varios meses.
    Estábamos esperando el resultado del procedimiento –mi madre con un rosario en la mano y yo hundida en la angustia de no haber sido valiente para confrontar su decisión- cuando comenzaron a escucharse una serie de gritos espantosos, seguidos de una conmoción inenarrable. Segundos después, la puerta del área de quirófanos se abrió, y una comadreja del tamaño de un hombre, con ojos inyectados de sangre y colmillos afilados como sierras, salió de allí destruyendo todo en su enloquecida huida.

Una vez que la carnicería salió a la luz pública, el gobierno ordenó la inmediata eliminación del fugitivo, así como la prohibición de que fuera lo que fuera aquella cosa: humano o bestia, recibiera cualquier tipo de ayuda.
   Pasaron los días, yo miraba los periódicos y las noticias con angustia y temor, cuando una tarde recibí una llamada. Era Jacinto, diciéndome que se encontraba oculto en la vieja estación del ferrocarril, y que recurría a mí como su última esperanza.
    Esperé a que mi madre se durmiera, tomé las llaves del auto y salí con rumbo a la parte olvidada de la ciudad.
Esperé a que mi madre se durmiera, tomé las llaves del auto y salí con rumbo a la parte olvidada de la ciudad.
   Lo encontré en un rincón, aterido de frío y con apenas jirones de la bata del hospital cubriendo su cuerpo famélico. Cuando ya estábamos a punto de alcanzar el auto, aparecieron las luces y los rifles. Debía detenerme, estábamos rodeados.
   Una gran confusión vino después, la “comadreja” se apoderó nuevamente del cuerpo de mi hermano y su furia nos permitió un resquicio para escapar. No obstante, cuando Jacinto recuperó su forma habitual, sangraba mucho, una bala lo había alcanzado en el abdomen.

   Perdiéndonos entre los árboles y las ruinas, nos hemos mantenido a salvo. Encontramos refugio en el esqueleto de un hotel herido de muerte por el terremoto. Mi hermano, a pesar de mis intentos de auxiliarlo, sigue perdiendo sangre. Si no se detiene la hemorragia, tardará muy poco en morir. Nuestra única esperanza es la “comadreja”. Él no quiere volver a convertirse en monstruo. Yo le digo que debe llamarla, que lo importante es seguir con vida, al menos una noche más.

lunes, 6 de noviembre de 2017

ROBIN




La vi por primera vez una tarde lluviosa, estaba sentada en el rincón más remoto de un oscuro café. Era esbelta, bajita y lánguida. Su piel muy blanca, su cabello entre rojizo y castaño. Permanecía absorta en la lectura de un libro empastado en cuero. Un segundo más tarde, nuestras miradas se cruzaron –sus ojos eran negros, tan negros como los de un mirlo-, quise ofrecerle una sonrisa para mostrarle simpatía, tal vez como pretexto para iniciar una conversación, pero apenas transcurrido un segundo, ella volvió a aquella lectura, que parecía absorberla por completo.
   Yo había llegado a la ciudad tres meses antes con objeto de iniciar mis estudios universitarios. Todo aquel sitio me parecía helado y cruel. Mi cuarto era pequeño, con una cama dura y una ventana que apenas si permitía mirar a las escasas aves que cantaban sobre los cables de luz. La universidad era un arcaico edificio de ladrillo rojo, con torres góticas, que parecía ser habitado, más que por hombres por espectros atentos sólo a sus propios infortunios.
     La tarde siguiente, después de clases, volví a la cafetería, allí estaba, en el mismo rincón que en la ocasión pasada. Evitando en lo posible mirarla, pedí un café con leche, saqué un libro de mi mochila y me puse a leer. Había pasado cerca de media hora, cuando noté que se levantaba.  Cuando pasó junto a mí, alcé los ojos. Me dirigió una mirada que jamás podré olvidar.
    Durante varias noches no conseguí dormir. Su recuerdo me asaltaba apenas se cerraban mis párpados. Continué yendo al café, a la misma hora primero, después a otras distintas; pero pasaban los días y la joven del rincón parecía haberse evaporado como la lluvia al derramarse los rayos del sol sobre el pavimento.
     Sin resignarme a que mi vida retomara su grisura habitual, seguí buscándola por todos los sitios posibles, sin que nadie, ni siquiera mis pocos conocidos originarios de la ciudad, me supiera dar la más mínima seña de la joven.
    Había pasado casi un mes, cuando, volviendo nuevamente al café más por costumbre que por la esperanza de hallarla, la encontré.
   Allí estaba, en su rincón, sumida como siempre en la profunda lectura de un libro. Tras un instante en el que la sorpresa, la alegría y el pánico se entremezclaron en mi cabeza, resolví que no había más tiempo que perder, tenía que hablarle.
-       Hola.
      Ella siguió leyendo con parsimonia, después de unos segundos, alzó los ojos y respondió.
-       Hola.
-       ¿Te molesta si me siento?
-       Adelante.
     Pese a su apariencia tímida y solitaria, Robin –ese era el plumífero nombre de la chica- resultó, además de ser casi una erudita en ciencias, arte, historia y filosofía, una gran conversadora. De nuestra larga y apasionante plática se quedaron palpitando en mi mente muchas de sus frases, muchos de sus gestos, pero más que ninguna cosa, se quedaron firmemente adheridas a mi memoria las palabras “ser” y “esencia”.
   Conocí su casa algunas pocas semanas después de que comenzamos nuestra amistad. En medio de aquella ciudad de edificios grises y callejuelas húmedas, la imponente mansión me pareció un oasis portentoso.
    Lo más bello no radicaba en sus lujosos tapices y muebles, en lo elegante de sus candiles y en lo amplio de sus salones, habitaciones y pasillos, no; lo más espectacular eran sus enormes jardines colmados de flores, fuentes, glorietas y árboles frutales, todos ellos surcados por la más amplia colección de aves que haya visto jamás: ruiseñores, petirrojos, alondras, primaveras, herrerillos, arrendajos, colibríes etc…
-       ¿Vives aquí, en este enorme caserón, tu sola? – le pregunté una fresca tarde mientras conversábamos a la sombra de un pequeño kiosko.
-       Hasta hace poco vivía aquí mi padre… pero el año pasado él…
   Bruscamente, Robin interrumpió la charla. Quise ofrecerle un pañuelo, ella lo rehusó.
-       Lo siento, yo no…
-       No importa. Mi madre falleció cuando yo apenas era una criatura de brazos.
Papá en cambio, siempre estuvo ahí. Fue mi ejemplo. Gracias a él soy lo que soy. No hay porqué lamentarse de su suerte. Partió cuando debía.
   Más tarde, cuando el sol ya estaba por desaparecer tras las altas montañas alrededor del valle y el fuerte viento insinuaba la cercanía de una tormenta, Robin me pidió que la acompañara a guardar las aves, pues había llegado su momento de dormir.
       No me parecía una tarea fácil, pues estaban dispersas entre la gran cantidad de árboles que poblaba aquel edén, sin embargo, Robin comenzó a cantar una hermosa melodía. Al instante, bajó al jardín una impresionante cantidad de pájaros que la siguió dócilmente hasta un oscuro recinto situado en un rincón. En su interior, había una casi infinita cantidad de jaulas, poco a poco, los pájaros, obedeciendo al hechizo de la joven, se iban acomodando, sin la más mínima protesta, en la que le pertenecía a cada cual.
-       ¿Cómo hiciste eso? – pregunté muy sorprendido.
-       Lo aprendí de mi padre. Era un reconocido ornitólogo.

Comencé a ver a Robin todas las tardes. A partir de entonces la ciudad perdió su sombra, se hizo luminosa, resplandeciente. Retomé con entusiasmo mis estudios, las cartas a mi país redujeron su extensión y frecuencia.
    En cada visita a su casa nuestro ritual era el mismo. Apenas llegaba yo, ella mandaba al sirviente, un hombre alto y desgarbado de apellido impronunciable a preparar el té. Después, sentados bajo la sombra protectora del kiosko, hablábamos durante largas horas.
-       Los humanos, al distanciarse de la naturaleza, se han convertido en seres vacíos, sin esencia.
-       ¿Pero Robin, no crees que eres demasiado severa con el género humano? Si fuera así no habría pintores, escultores, artistas. El hombre sería casi un robot.
-       Unos pocos alcanzan a conectar con la profundidad de su ser, pero apenas por un instante, eso les permite crear, pero son totalmente incapaces de fundirse con el universo, tal y como hacían los antiguos.
-       ¿Los antiguos?
-       Los hechiceros, los nigromantes, los magos, ellos sabían cómo sacar de lo más profundo la esencia verdadera de cada individuo sin hundirse en el abismo. Tenían una noción perfecta de equilibrio.
    Al atardecer, después de guardar las aves, me despedía solemnemente de ella, sin un abrazo, sin un beso. El tono imperativo con que solía llenar cada frase, su andar majestuoso o tal vez su personalidad etérea, evitaban, por más que mi sobresaltado corazón me lo pidiera, decir o hacer algo que pudiese trastocar la castidad de nuestra relación.
    Sin embargo, apenas llegaba a mi modesta habitación y cerraba los ojos, aparecían ante mí sus cabellos cobrizos, sus labios pálidos y sus ojos insondables. La deseaba intensamente. No sabía cuánto tiempo podría yo mantener la cordura estando mi alma en tal estado de agitación.

Una tarde casi al finalizar el verano, acudí a visitar a Robin después de comer. Habíamos charlado varias horas, poco antes de que cayera la noche, el cielo comenzó a tronar y la lluvia se hizo inminente. Con premura asistí a la ceremonia del guardado de las aves y me disponía a marcharme para no ser víctima de la tormenta, cuando, sorpresivamente, asió una de mis manos.
-       ¿Piensas irte así, con la tempestad sobre nosotros?
La miré. Sus negros ojos habían alcanzado dimensiones extraordinarias y no me sugerían, me obligaban a hacer caso de sus ruegos.
-       Mejor llegar tarde que coger un resfriado, dije en tono de broma.
Robin volvió a mirarme.
-       Esta casa tiene más de veinte habitaciones. Alguna deberá ser de tu comodidad.
   ¡Me estaba pidiendo que me quedara en su santuario! Tras decir alguna torpeza, acepté.
    Pasé la noche en un cuarto cómodo y bien amueblado, pero angustiosamente sofocante. Cubierto de sudor, me levanté. Una tos áspera brotó de mi garganta, necesitaba algo de beber.
    Todavía en la penumbra de la noche, avancé a través de un largo pasillo flanqueado por habitaciones. De una de ellas brotaba una melodía, la más bella que haya escuchado jamás. Aprovechando que la puerta estaba entreabierta, me asomé para mirar.
   Robin, sentada sobre la cama, vestida sólo con una capa de plumas que apenas le cubría la espalda, cantaba apasionadamente. Yo la miraba incendiado por un fuego que me imploraba ir y fundirme en un abrazo con su cuerpo turgente y blanco, pero una rigidez sobrenatural me paralizó.
     Ya que alcanzó el punto más álgido de su melodía, se levantó y la capa se transformó en un par de alas majestuosas que al moverse en un aleteo furioso, hicieron abrirse la ventana. Bajo una luna soberbia, Robin se sumergió en la oscuridad.
       Me levanté colmado de una emoción indescriptible y mientras mi cuerpo iba poco a poco recobrando el movimiento, decidí que no podía postergarlo más, debía decirle a Robin lo mucho que la amaba.
   En el comedor de amplias ventanas y piso de mármol, encontré una taza de café y un poco de pan dulce, acompañados de una breve nota:

        
          Amigo mío:
          Que la luna te haya brindado sueños apacibles.
          Volveré al atardecer. Huye si quieres, si no lo haces,
          el momento anhelado tal vez se presente.

Una renovada alegría asomó en mi corazón. Ahora estaba seguro, ella me amaba también. Sin importarme mis estudios, ni mi departamento, ni la ciudad, me pasé la mañana entre los vastos jardines de la casa, admirando sus prados, árboles y aves, esperando que el momento de verla de nuevo llegara.
     A la una de la tarde, el tosco sirviente de apellido impronunciable me preparó el almuerzo: crema de espárragos acompañada de una ensalada con semillas y miel. Después, caí en un profundo sueño del que no desperté hasta que un rayo de sol crepuscular se abrió paso por un breve resquicio entre las cortinas.
    Mire mi reloj, Robin debía estar esperándome abajo desde hacía más de una hora. Tras ponerme los zapatos y acomodarme el pelo dejé la habitación.
    La casa estaba tan silenciosa como una jaula vacía.  Al bajar las escaleras, un escalofrío me acometió, después de detenerme un instante para respirar lento y profundo, seguí mi camino hasta el jardín.
   Lllegué al kiosko cuando el sol estaba a punto de dejar el horizonte. No la vi. Una angustia tremenda me invadió. Segundos después oí un hermoso canto, seguido de un creciente trepidar de alas.
    ¡Era ella! La alcancé en el momento en que guardaba a los últimos pájaros. Al verme, me miró con sorpresa.
-       Pensé que habías decidido marcharte.
 Corrí a sus brazos, pero, cuando intenté besarla se resistió.
-       Espera...
-       Yo necesito decirte…
    Con voz serena, pero firme, me interrumpió.
-       Aguárdame en el kiosko. No quiero que mis pájaros se escapen. Pronto podremos hablar.
    Al cabo de veinte minutos que me parecieron horas. Robin apareció vestida con un largo y vaporoso vestido blanco. Su belleza me pareció sobrenatural.
-       Sígueme.
   La acompañé hasta una capilla semi derruida que se alzaba en el extremo más lejano del jardín. Tras hacer a un lado unas matas de vegetación que lo ocultaban, ella se internó en un profundo hueco ubicado bajo el recinto.
   Unas escaleras enroscadas conducían hasta una profunda catacumba. Después de caminar por ella varios metros, llegamos a un pequeño salón lleno de anaqueles con libros y pergaminos, así como un amplio escritorio repleto de matraces, alambiques y tubos de ensaye.
-       ¿Dónde estamos?
-       Este es el laboratorio de mi padre.
-       Interesante, sumamente interesante pero yo creí que…
-       Calla, no te impacientes. No te he traído hasta aquí por nada.
   Robin, con pasos casi sordos, avanzó por la estancia hasta alcanzar un pequeño tubo de cristal lleno de un líquido azul pálido.
-       Aquí está.
-       ¿Qué es eso?
       Tras dejar escapar un suspiro, ella contestó:
-       Volvamos afuera.
    La seguí nuevamente por las empinadas escaleras que nos habían llevado abajo. Una vez al aire libre, me tomó de los hombros y me dirigió otra de sus miradas hipnóticas.
-       Mi padre descubrió de los antiguos muchos de sus secretos, pero no quiso compartirlos con el mundo, sabía que no lo entenderían. Yo… quisiera hacerte un regalo.
   Quise tomar el tubo de vidrio. Ella no me dejó hacerlo, a pesar de que me lo ofrecía.
-       Si realmente me amas, si tu ser y tu esencia están a mi altura, serás como yo.
   Robin se despojó de su vestido, mostrando a sus espaldas un par de alas inmensas, las cuales había visto ya, en lo que hasta entonces creía que había sido sólo un sueño.
-       Así, estarás conmigo para siempre. Pero si tú no…
-       Basta, basta.- le arranqué de las manos el recipiente con el líquido azul pálido y me lo bebí de un golpe. Tenía un ligero sabor azucarado. El mismo de sus labios cuando al fin la besé.

He vivido días más felices de lo que ningún mortal pudiese concebir. Su sabiduría, sus besos, su cuerpo, todo me lo ha entregado sin guardarse nada. Por las noches alzamos el vuelo y recorremos ciudades, puertos, selvas, bosques. Todo parece pequeño para nosotros.

     Los meses han pasado. Mi antigua existencia gris no me parece sino un mal sueño casi olvidado. Sin embargo, hay algo que me preocupa, Robin me parece cada día más alta, cada día más imponente. No quiero asustarme, pero cada amanecer me miro al espejo y observo mis brazos más cortos, mis piernas más delgadas. Mi nariz, antes pequeña, se ha alargado de manera notable. Ayer por la noche, descubrí que, en vez de vellos, crecían sobre mi pecho unos pequeños plumones blancos. Tal vez yo…, no quiero pensarlo, no por favor no…, pero tal vez… sí, tal vez yo…