La vi por primera vez una
tarde lluviosa, estaba sentada en el rincón más remoto de un oscuro café. Era
esbelta, bajita y lánguida. Su piel muy blanca, su cabello entre rojizo y
castaño. Permanecía absorta en la lectura de un libro empastado en cuero. Un
segundo más tarde, nuestras miradas se cruzaron –sus ojos eran negros, tan
negros como los de un mirlo-, quise ofrecerle una sonrisa para mostrarle
simpatía, tal vez como pretexto para iniciar una conversación, pero apenas
transcurrido un segundo, ella volvió a aquella lectura, que parecía absorberla
por completo.
Yo había llegado a la ciudad tres meses
antes con objeto de iniciar mis estudios universitarios. Todo aquel sitio me
parecía helado y cruel. Mi cuarto era pequeño, con una cama dura y una ventana
que apenas si permitía mirar a las escasas aves que cantaban sobre los cables
de luz. La universidad era un arcaico edificio de ladrillo rojo, con torres
góticas, que parecía ser habitado, más que por hombres por espectros atentos
sólo a sus propios infortunios.
La tarde siguiente, después de clases,
volví a la cafetería, allí estaba, en el mismo rincón que en la ocasión pasada.
Evitando en lo posible mirarla, pedí un café con leche, saqué un libro de mi
mochila y me puse a leer. Había pasado cerca de media hora, cuando noté que se
levantaba. Cuando pasó junto a mí, alcé
los ojos. Me dirigió una mirada que jamás podré olvidar.
Durante varias noches no conseguí dormir.
Su recuerdo me asaltaba apenas se cerraban mis párpados. Continué yendo al
café, a la misma hora primero, después a otras distintas; pero pasaban los días
y la joven del rincón parecía haberse evaporado como la lluvia al derramarse
los rayos del sol sobre el pavimento.
Sin resignarme a que mi vida retomara su
grisura habitual, seguí buscándola por todos los sitios posibles, sin que
nadie, ni siquiera mis pocos conocidos originarios de la ciudad, me supiera dar
la más mínima seña de la joven.
Había pasado casi un mes, cuando, volviendo
nuevamente al café más por costumbre que por la esperanza de hallarla, la
encontré.
Allí estaba, en su rincón, sumida como
siempre en la profunda lectura de un libro. Tras un instante en el que la
sorpresa, la alegría y el pánico se entremezclaron en mi cabeza, resolví que no
había más tiempo que perder, tenía que hablarle.
-
Hola.
Ella siguió leyendo con parsimonia,
después de unos segundos, alzó los ojos y respondió.
-
Hola.
-
¿Te molesta si me siento?
-
Adelante.
Pese a su apariencia tímida y solitaria,
Robin –ese era el plumífero nombre de la chica- resultó, además de ser casi una
erudita en ciencias, arte, historia y filosofía, una gran conversadora. De
nuestra larga y apasionante plática se quedaron palpitando en mi mente muchas
de sus frases, muchos de sus gestos, pero más que ninguna cosa, se quedaron
firmemente adheridas a mi memoria las palabras “ser” y “esencia”.
Conocí su casa algunas pocas semanas después
de que comenzamos nuestra amistad. En medio de aquella ciudad de edificios
grises y callejuelas húmedas, la imponente mansión me pareció un oasis
portentoso.
Lo más bello no radicaba en sus lujosos
tapices y muebles, en lo elegante de sus candiles y en lo amplio de sus
salones, habitaciones y pasillos, no; lo más espectacular eran sus enormes
jardines colmados de flores, fuentes, glorietas y árboles frutales, todos ellos
surcados por la más amplia colección de aves que haya visto jamás: ruiseñores,
petirrojos, alondras, primaveras, herrerillos, arrendajos, colibríes etc…
-
¿Vives aquí, en este enorme caserón, tu sola? –
le pregunté una fresca tarde mientras conversábamos a la sombra de un pequeño
kiosko.
-
Hasta hace poco vivía aquí mi padre… pero el
año pasado él…
Bruscamente, Robin interrumpió la charla.
Quise ofrecerle un pañuelo, ella lo rehusó.
-
Lo siento, yo no…
-
No importa. Mi madre falleció cuando yo apenas
era una criatura de brazos.
Papá
en cambio, siempre estuvo ahí. Fue mi ejemplo. Gracias a él soy lo que soy. No
hay porqué lamentarse de su suerte. Partió cuando debía.
Más tarde, cuando el sol ya estaba por
desaparecer tras las altas montañas alrededor del valle y el fuerte viento
insinuaba la cercanía de una tormenta, Robin me pidió que la acompañara a
guardar las aves, pues había llegado su momento de dormir.
No me parecía una tarea fácil, pues
estaban dispersas entre la gran cantidad de árboles que poblaba aquel edén, sin
embargo, Robin comenzó a cantar una hermosa melodía. Al instante, bajó al
jardín una impresionante cantidad de pájaros que la siguió dócilmente hasta un
oscuro recinto situado en un rincón. En su interior, había una casi infinita cantidad
de jaulas, poco a poco, los pájaros, obedeciendo al hechizo de la joven, se
iban acomodando, sin la más mínima protesta, en la que le pertenecía a cada
cual.
-
¿Cómo hiciste eso? – pregunté muy sorprendido.
-
Lo aprendí de mi padre. Era un reconocido
ornitólogo.
Comencé a ver a Robin todas
las tardes. A partir de entonces la ciudad perdió su sombra, se hizo luminosa,
resplandeciente. Retomé con entusiasmo mis estudios, las cartas a mi país redujeron
su extensión y frecuencia.
En cada visita a su casa nuestro ritual era
el mismo. Apenas llegaba yo, ella mandaba al sirviente, un hombre alto y
desgarbado de apellido impronunciable a preparar el té. Después, sentados bajo
la sombra protectora del kiosko, hablábamos durante largas horas.
-
Los humanos, al distanciarse de la naturaleza,
se han convertido en seres vacíos, sin esencia.
-
¿Pero Robin, no crees que eres demasiado severa
con el género humano? Si fuera así no habría pintores, escultores, artistas. El
hombre sería casi un robot.
-
Unos pocos alcanzan a conectar con la
profundidad de su ser, pero apenas por un instante, eso les permite crear, pero
son totalmente incapaces de fundirse con el universo, tal y como hacían los
antiguos.
-
¿Los antiguos?
-
Los hechiceros, los nigromantes, los magos,
ellos sabían cómo sacar de lo más profundo la esencia verdadera de cada
individuo sin hundirse en el abismo. Tenían una noción perfecta de equilibrio.
Al atardecer, después de guardar las aves,
me despedía solemnemente de ella, sin un abrazo, sin un beso. El tono
imperativo con que solía llenar cada frase, su andar majestuoso o tal vez su
personalidad etérea, evitaban, por más que mi sobresaltado corazón me lo
pidiera, decir o hacer algo que pudiese trastocar la castidad de nuestra
relación.
Sin embargo, apenas llegaba a mi modesta
habitación y cerraba los ojos, aparecían ante mí sus cabellos cobrizos, sus
labios pálidos y sus ojos insondables. La deseaba intensamente. No sabía cuánto
tiempo podría yo mantener la cordura estando mi alma en tal estado de
agitación.
Una tarde casi al finalizar el
verano, acudí a visitar a Robin después de comer. Habíamos charlado varias
horas, poco antes de que cayera la noche, el cielo comenzó a tronar y la lluvia
se hizo inminente. Con premura asistí a la ceremonia del guardado de las aves y
me disponía a marcharme para no ser víctima de la tormenta, cuando,
sorpresivamente, asió una de mis manos.
-
¿Piensas irte así, con la tempestad sobre
nosotros?
La miré. Sus negros ojos
habían alcanzado dimensiones extraordinarias y no me sugerían, me obligaban a
hacer caso de sus ruegos.
-
Mejor llegar tarde que coger un resfriado, dije
en tono de broma.
Robin volvió a mirarme.
-
Esta casa tiene más de veinte habitaciones.
Alguna deberá ser de tu comodidad.
¡Me estaba pidiendo que me quedara en su
santuario! Tras decir alguna torpeza, acepté.
Pasé la noche en un cuarto cómodo y bien
amueblado, pero angustiosamente sofocante. Cubierto de sudor, me levanté. Una
tos áspera brotó de mi garganta, necesitaba algo de beber.
Todavía en la penumbra de la noche, avancé
a través de un largo pasillo flanqueado por habitaciones. De una de ellas
brotaba una melodía, la más bella que haya escuchado jamás. Aprovechando que la
puerta estaba entreabierta, me asomé para mirar.
Robin, sentada sobre la cama, vestida sólo
con una capa de plumas que apenas le cubría la espalda, cantaba
apasionadamente. Yo la miraba incendiado por un fuego que me imploraba ir y
fundirme en un abrazo con su cuerpo turgente y blanco, pero una rigidez
sobrenatural me paralizó.
Ya que alcanzó el punto más álgido de su
melodía, se levantó y la capa se transformó en un par de alas majestuosas que
al moverse en un aleteo furioso, hicieron abrirse la ventana. Bajo una luna
soberbia, Robin se sumergió en la oscuridad.
Me levanté colmado de una emoción
indescriptible y mientras mi cuerpo iba poco a poco recobrando el movimiento,
decidí que no podía postergarlo más, debía decirle a Robin lo mucho que la
amaba.
En el comedor de amplias ventanas y piso de
mármol, encontré una taza de café y un poco de pan dulce, acompañados de una
breve nota:
Amigo mío:
Que la luna te haya brindado sueños
apacibles.
Volveré al atardecer. Huye si
quieres, si no lo haces,
el momento anhelado tal vez se
presente.
Una renovada alegría asomó en
mi corazón. Ahora estaba seguro, ella me amaba también. Sin importarme mis
estudios, ni mi departamento, ni la ciudad, me pasé la mañana entre los vastos
jardines de la casa, admirando sus prados, árboles y aves, esperando que el
momento de verla de nuevo llegara.
A la una de la tarde, el tosco sirviente
de apellido impronunciable me preparó el almuerzo: crema de espárragos
acompañada de una ensalada con semillas y miel. Después, caí en un profundo
sueño del que no desperté hasta que un rayo de sol crepuscular se abrió paso
por un breve resquicio entre las cortinas.
Mire mi reloj, Robin debía estar
esperándome abajo desde hacía más de una hora. Tras ponerme los zapatos y
acomodarme el pelo dejé la habitación.
La casa estaba tan silenciosa como una
jaula vacía. Al bajar las escaleras, un
escalofrío me acometió, después de detenerme un instante para respirar lento y
profundo, seguí mi camino hasta el jardín.
Lllegué al kiosko cuando el sol estaba a
punto de dejar el horizonte. No la vi. Una angustia tremenda me invadió.
Segundos después oí un hermoso canto, seguido de un creciente trepidar de alas.
¡Era ella! La alcancé en el momento en que
guardaba a los últimos pájaros. Al verme, me miró con sorpresa.
-
Pensé que habías decidido marcharte.
Corrí a sus brazos, pero, cuando intenté
besarla se resistió.
-
Espera...
-
Yo necesito decirte…
Con voz serena, pero firme, me interrumpió.
-
Aguárdame en el kiosko. No quiero que mis
pájaros se escapen. Pronto podremos hablar.
Al cabo de veinte minutos que me parecieron
horas. Robin apareció vestida con un largo y vaporoso vestido blanco. Su
belleza me pareció sobrenatural.
-
Sígueme.
La acompañé hasta una capilla semi derruida
que se alzaba en el extremo más lejano del jardín. Tras hacer a un lado unas
matas de vegetación que lo ocultaban, ella se internó en un profundo hueco
ubicado bajo el recinto.
Unas escaleras enroscadas conducían hasta
una profunda catacumba. Después de caminar por ella varios metros, llegamos a
un pequeño salón lleno de anaqueles con libros y pergaminos, así como un amplio
escritorio repleto de matraces, alambiques y tubos de ensaye.
-
¿Dónde estamos?
-
Este es el laboratorio de mi padre.
-
Interesante, sumamente interesante pero yo creí
que…
-
Calla, no te impacientes. No te he traído hasta
aquí por nada.
Robin, con pasos casi sordos, avanzó por la
estancia hasta alcanzar un pequeño tubo de cristal lleno de un líquido azul
pálido.
-
Aquí está.
-
¿Qué es eso?
Tras
dejar escapar un suspiro, ella contestó:
-
Volvamos afuera.
La seguí nuevamente por las empinadas
escaleras que nos habían llevado abajo. Una vez al aire libre, me tomó de los
hombros y me dirigió otra de sus miradas hipnóticas.
-
Mi padre descubrió de los antiguos muchos de
sus secretos, pero no quiso compartirlos con el mundo, sabía que no lo
entenderían. Yo… quisiera hacerte un regalo.
Quise tomar el tubo de vidrio. Ella no me
dejó hacerlo, a pesar de que me lo ofrecía.
-
Si realmente me amas, si tu ser y tu esencia
están a mi altura, serás como yo.
Robin se despojó de su vestido, mostrando a
sus espaldas un par de alas inmensas, las cuales había visto ya, en lo que
hasta entonces creía que había sido sólo un sueño.
-
Así, estarás conmigo para siempre. Pero si tú
no…
-
Basta, basta.- le arranqué de las manos el
recipiente con el líquido azul pálido y me lo bebí de un golpe. Tenía un ligero
sabor azucarado. El mismo de sus labios cuando al fin la besé.
He vivido días más felices de
lo que ningún mortal pudiese concebir. Su sabiduría, sus besos, su cuerpo, todo
me lo ha entregado sin guardarse nada. Por las noches alzamos el vuelo y
recorremos ciudades, puertos, selvas, bosques. Todo parece pequeño para
nosotros.
Los meses han pasado. Mi antigua
existencia gris no me parece sino un mal sueño casi olvidado. Sin embargo, hay
algo que me preocupa, Robin me parece cada día más alta, cada día más
imponente. No quiero asustarme, pero cada amanecer me miro al espejo y observo
mis brazos más cortos, mis piernas más delgadas. Mi nariz, antes pequeña, se ha
alargado de manera notable. Ayer por la noche, descubrí que, en vez de vellos,
crecían sobre mi pecho unos pequeños plumones blancos. Tal vez yo…, no quiero
pensarlo, no por favor no…, pero tal vez… sí, tal vez yo…
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