lunes, 6 de noviembre de 2017

ROBIN




La vi por primera vez una tarde lluviosa, estaba sentada en el rincón más remoto de un oscuro café. Era esbelta, bajita y lánguida. Su piel muy blanca, su cabello entre rojizo y castaño. Permanecía absorta en la lectura de un libro empastado en cuero. Un segundo más tarde, nuestras miradas se cruzaron –sus ojos eran negros, tan negros como los de un mirlo-, quise ofrecerle una sonrisa para mostrarle simpatía, tal vez como pretexto para iniciar una conversación, pero apenas transcurrido un segundo, ella volvió a aquella lectura, que parecía absorberla por completo.
   Yo había llegado a la ciudad tres meses antes con objeto de iniciar mis estudios universitarios. Todo aquel sitio me parecía helado y cruel. Mi cuarto era pequeño, con una cama dura y una ventana que apenas si permitía mirar a las escasas aves que cantaban sobre los cables de luz. La universidad era un arcaico edificio de ladrillo rojo, con torres góticas, que parecía ser habitado, más que por hombres por espectros atentos sólo a sus propios infortunios.
     La tarde siguiente, después de clases, volví a la cafetería, allí estaba, en el mismo rincón que en la ocasión pasada. Evitando en lo posible mirarla, pedí un café con leche, saqué un libro de mi mochila y me puse a leer. Había pasado cerca de media hora, cuando noté que se levantaba.  Cuando pasó junto a mí, alcé los ojos. Me dirigió una mirada que jamás podré olvidar.
    Durante varias noches no conseguí dormir. Su recuerdo me asaltaba apenas se cerraban mis párpados. Continué yendo al café, a la misma hora primero, después a otras distintas; pero pasaban los días y la joven del rincón parecía haberse evaporado como la lluvia al derramarse los rayos del sol sobre el pavimento.
     Sin resignarme a que mi vida retomara su grisura habitual, seguí buscándola por todos los sitios posibles, sin que nadie, ni siquiera mis pocos conocidos originarios de la ciudad, me supiera dar la más mínima seña de la joven.
    Había pasado casi un mes, cuando, volviendo nuevamente al café más por costumbre que por la esperanza de hallarla, la encontré.
   Allí estaba, en su rincón, sumida como siempre en la profunda lectura de un libro. Tras un instante en el que la sorpresa, la alegría y el pánico se entremezclaron en mi cabeza, resolví que no había más tiempo que perder, tenía que hablarle.
-       Hola.
      Ella siguió leyendo con parsimonia, después de unos segundos, alzó los ojos y respondió.
-       Hola.
-       ¿Te molesta si me siento?
-       Adelante.
     Pese a su apariencia tímida y solitaria, Robin –ese era el plumífero nombre de la chica- resultó, además de ser casi una erudita en ciencias, arte, historia y filosofía, una gran conversadora. De nuestra larga y apasionante plática se quedaron palpitando en mi mente muchas de sus frases, muchos de sus gestos, pero más que ninguna cosa, se quedaron firmemente adheridas a mi memoria las palabras “ser” y “esencia”.
   Conocí su casa algunas pocas semanas después de que comenzamos nuestra amistad. En medio de aquella ciudad de edificios grises y callejuelas húmedas, la imponente mansión me pareció un oasis portentoso.
    Lo más bello no radicaba en sus lujosos tapices y muebles, en lo elegante de sus candiles y en lo amplio de sus salones, habitaciones y pasillos, no; lo más espectacular eran sus enormes jardines colmados de flores, fuentes, glorietas y árboles frutales, todos ellos surcados por la más amplia colección de aves que haya visto jamás: ruiseñores, petirrojos, alondras, primaveras, herrerillos, arrendajos, colibríes etc…
-       ¿Vives aquí, en este enorme caserón, tu sola? – le pregunté una fresca tarde mientras conversábamos a la sombra de un pequeño kiosko.
-       Hasta hace poco vivía aquí mi padre… pero el año pasado él…
   Bruscamente, Robin interrumpió la charla. Quise ofrecerle un pañuelo, ella lo rehusó.
-       Lo siento, yo no…
-       No importa. Mi madre falleció cuando yo apenas era una criatura de brazos.
Papá en cambio, siempre estuvo ahí. Fue mi ejemplo. Gracias a él soy lo que soy. No hay porqué lamentarse de su suerte. Partió cuando debía.
   Más tarde, cuando el sol ya estaba por desaparecer tras las altas montañas alrededor del valle y el fuerte viento insinuaba la cercanía de una tormenta, Robin me pidió que la acompañara a guardar las aves, pues había llegado su momento de dormir.
       No me parecía una tarea fácil, pues estaban dispersas entre la gran cantidad de árboles que poblaba aquel edén, sin embargo, Robin comenzó a cantar una hermosa melodía. Al instante, bajó al jardín una impresionante cantidad de pájaros que la siguió dócilmente hasta un oscuro recinto situado en un rincón. En su interior, había una casi infinita cantidad de jaulas, poco a poco, los pájaros, obedeciendo al hechizo de la joven, se iban acomodando, sin la más mínima protesta, en la que le pertenecía a cada cual.
-       ¿Cómo hiciste eso? – pregunté muy sorprendido.
-       Lo aprendí de mi padre. Era un reconocido ornitólogo.

Comencé a ver a Robin todas las tardes. A partir de entonces la ciudad perdió su sombra, se hizo luminosa, resplandeciente. Retomé con entusiasmo mis estudios, las cartas a mi país redujeron su extensión y frecuencia.
    En cada visita a su casa nuestro ritual era el mismo. Apenas llegaba yo, ella mandaba al sirviente, un hombre alto y desgarbado de apellido impronunciable a preparar el té. Después, sentados bajo la sombra protectora del kiosko, hablábamos durante largas horas.
-       Los humanos, al distanciarse de la naturaleza, se han convertido en seres vacíos, sin esencia.
-       ¿Pero Robin, no crees que eres demasiado severa con el género humano? Si fuera así no habría pintores, escultores, artistas. El hombre sería casi un robot.
-       Unos pocos alcanzan a conectar con la profundidad de su ser, pero apenas por un instante, eso les permite crear, pero son totalmente incapaces de fundirse con el universo, tal y como hacían los antiguos.
-       ¿Los antiguos?
-       Los hechiceros, los nigromantes, los magos, ellos sabían cómo sacar de lo más profundo la esencia verdadera de cada individuo sin hundirse en el abismo. Tenían una noción perfecta de equilibrio.
    Al atardecer, después de guardar las aves, me despedía solemnemente de ella, sin un abrazo, sin un beso. El tono imperativo con que solía llenar cada frase, su andar majestuoso o tal vez su personalidad etérea, evitaban, por más que mi sobresaltado corazón me lo pidiera, decir o hacer algo que pudiese trastocar la castidad de nuestra relación.
    Sin embargo, apenas llegaba a mi modesta habitación y cerraba los ojos, aparecían ante mí sus cabellos cobrizos, sus labios pálidos y sus ojos insondables. La deseaba intensamente. No sabía cuánto tiempo podría yo mantener la cordura estando mi alma en tal estado de agitación.

Una tarde casi al finalizar el verano, acudí a visitar a Robin después de comer. Habíamos charlado varias horas, poco antes de que cayera la noche, el cielo comenzó a tronar y la lluvia se hizo inminente. Con premura asistí a la ceremonia del guardado de las aves y me disponía a marcharme para no ser víctima de la tormenta, cuando, sorpresivamente, asió una de mis manos.
-       ¿Piensas irte así, con la tempestad sobre nosotros?
La miré. Sus negros ojos habían alcanzado dimensiones extraordinarias y no me sugerían, me obligaban a hacer caso de sus ruegos.
-       Mejor llegar tarde que coger un resfriado, dije en tono de broma.
Robin volvió a mirarme.
-       Esta casa tiene más de veinte habitaciones. Alguna deberá ser de tu comodidad.
   ¡Me estaba pidiendo que me quedara en su santuario! Tras decir alguna torpeza, acepté.
    Pasé la noche en un cuarto cómodo y bien amueblado, pero angustiosamente sofocante. Cubierto de sudor, me levanté. Una tos áspera brotó de mi garganta, necesitaba algo de beber.
    Todavía en la penumbra de la noche, avancé a través de un largo pasillo flanqueado por habitaciones. De una de ellas brotaba una melodía, la más bella que haya escuchado jamás. Aprovechando que la puerta estaba entreabierta, me asomé para mirar.
   Robin, sentada sobre la cama, vestida sólo con una capa de plumas que apenas le cubría la espalda, cantaba apasionadamente. Yo la miraba incendiado por un fuego que me imploraba ir y fundirme en un abrazo con su cuerpo turgente y blanco, pero una rigidez sobrenatural me paralizó.
     Ya que alcanzó el punto más álgido de su melodía, se levantó y la capa se transformó en un par de alas majestuosas que al moverse en un aleteo furioso, hicieron abrirse la ventana. Bajo una luna soberbia, Robin se sumergió en la oscuridad.
       Me levanté colmado de una emoción indescriptible y mientras mi cuerpo iba poco a poco recobrando el movimiento, decidí que no podía postergarlo más, debía decirle a Robin lo mucho que la amaba.
   En el comedor de amplias ventanas y piso de mármol, encontré una taza de café y un poco de pan dulce, acompañados de una breve nota:

        
          Amigo mío:
          Que la luna te haya brindado sueños apacibles.
          Volveré al atardecer. Huye si quieres, si no lo haces,
          el momento anhelado tal vez se presente.

Una renovada alegría asomó en mi corazón. Ahora estaba seguro, ella me amaba también. Sin importarme mis estudios, ni mi departamento, ni la ciudad, me pasé la mañana entre los vastos jardines de la casa, admirando sus prados, árboles y aves, esperando que el momento de verla de nuevo llegara.
     A la una de la tarde, el tosco sirviente de apellido impronunciable me preparó el almuerzo: crema de espárragos acompañada de una ensalada con semillas y miel. Después, caí en un profundo sueño del que no desperté hasta que un rayo de sol crepuscular se abrió paso por un breve resquicio entre las cortinas.
    Mire mi reloj, Robin debía estar esperándome abajo desde hacía más de una hora. Tras ponerme los zapatos y acomodarme el pelo dejé la habitación.
    La casa estaba tan silenciosa como una jaula vacía.  Al bajar las escaleras, un escalofrío me acometió, después de detenerme un instante para respirar lento y profundo, seguí mi camino hasta el jardín.
   Lllegué al kiosko cuando el sol estaba a punto de dejar el horizonte. No la vi. Una angustia tremenda me invadió. Segundos después oí un hermoso canto, seguido de un creciente trepidar de alas.
    ¡Era ella! La alcancé en el momento en que guardaba a los últimos pájaros. Al verme, me miró con sorpresa.
-       Pensé que habías decidido marcharte.
 Corrí a sus brazos, pero, cuando intenté besarla se resistió.
-       Espera...
-       Yo necesito decirte…
    Con voz serena, pero firme, me interrumpió.
-       Aguárdame en el kiosko. No quiero que mis pájaros se escapen. Pronto podremos hablar.
    Al cabo de veinte minutos que me parecieron horas. Robin apareció vestida con un largo y vaporoso vestido blanco. Su belleza me pareció sobrenatural.
-       Sígueme.
   La acompañé hasta una capilla semi derruida que se alzaba en el extremo más lejano del jardín. Tras hacer a un lado unas matas de vegetación que lo ocultaban, ella se internó en un profundo hueco ubicado bajo el recinto.
   Unas escaleras enroscadas conducían hasta una profunda catacumba. Después de caminar por ella varios metros, llegamos a un pequeño salón lleno de anaqueles con libros y pergaminos, así como un amplio escritorio repleto de matraces, alambiques y tubos de ensaye.
-       ¿Dónde estamos?
-       Este es el laboratorio de mi padre.
-       Interesante, sumamente interesante pero yo creí que…
-       Calla, no te impacientes. No te he traído hasta aquí por nada.
   Robin, con pasos casi sordos, avanzó por la estancia hasta alcanzar un pequeño tubo de cristal lleno de un líquido azul pálido.
-       Aquí está.
-       ¿Qué es eso?
       Tras dejar escapar un suspiro, ella contestó:
-       Volvamos afuera.
    La seguí nuevamente por las empinadas escaleras que nos habían llevado abajo. Una vez al aire libre, me tomó de los hombros y me dirigió otra de sus miradas hipnóticas.
-       Mi padre descubrió de los antiguos muchos de sus secretos, pero no quiso compartirlos con el mundo, sabía que no lo entenderían. Yo… quisiera hacerte un regalo.
   Quise tomar el tubo de vidrio. Ella no me dejó hacerlo, a pesar de que me lo ofrecía.
-       Si realmente me amas, si tu ser y tu esencia están a mi altura, serás como yo.
   Robin se despojó de su vestido, mostrando a sus espaldas un par de alas inmensas, las cuales había visto ya, en lo que hasta entonces creía que había sido sólo un sueño.
-       Así, estarás conmigo para siempre. Pero si tú no…
-       Basta, basta.- le arranqué de las manos el recipiente con el líquido azul pálido y me lo bebí de un golpe. Tenía un ligero sabor azucarado. El mismo de sus labios cuando al fin la besé.

He vivido días más felices de lo que ningún mortal pudiese concebir. Su sabiduría, sus besos, su cuerpo, todo me lo ha entregado sin guardarse nada. Por las noches alzamos el vuelo y recorremos ciudades, puertos, selvas, bosques. Todo parece pequeño para nosotros.

     Los meses han pasado. Mi antigua existencia gris no me parece sino un mal sueño casi olvidado. Sin embargo, hay algo que me preocupa, Robin me parece cada día más alta, cada día más imponente. No quiero asustarme, pero cada amanecer me miro al espejo y observo mis brazos más cortos, mis piernas más delgadas. Mi nariz, antes pequeña, se ha alargado de manera notable. Ayer por la noche, descubrí que, en vez de vellos, crecían sobre mi pecho unos pequeños plumones blancos. Tal vez yo…, no quiero pensarlo, no por favor no…, pero tal vez… sí, tal vez yo…

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