Daniel gozaba de quitarse el calor
chapoteando entre las olas y bebiendo agua de coco. Sin embargo, al caer el
sol, su alegría se disipaba y el miedo se le incrustaba muy hondo bajo la piel
de su espalda. Noche a noche, apenas abría los ojos, la sombra huía, cruzaba el
umbral y se perdía en el oscuro corredor que avanzaba entre puertas paralelas.
Entonces, ocultaba la cabeza bajo las sábanas y llamaba a gritos a su mamá.
Pero, los años pasaron, y él se dio cuenta de que la sombra era incapaz de
hacerle daño.
Un cálido atardecer, mientras se acercaba
la hora de volver a la ciudad, resolvió que, al año siguiente, cuando ya
hubiese cumplido diez, seguiría a la sombra y averiguaría a dónde se dirigía
después de visitarlo.
A fines de noviembre, su madre, Catalina,
sufrió un colapso nervioso mientras trabajaba en la oficina. El médico
recomendó reposo absoluto y así, Daniel, junto con su madre y su tío, estaban
de regreso en la casa de la playa mucho tiempo antes de que se hubiera cumplido
un año. Los primeros días transcurrieron con tranquilidad. El sol y la brisa
permitieron que la salud de Catalina se restableciera con rapidez. No obstante,
como era habitual, la sombra estaba ahí. Daniel se decía a cada nuevo
atardecer, “hoy sí la seguiré“, “hoy sí la seguiré“, pero apenas el sol se
hundía en el mar, su voluntad flaqueaba y los temores renacían. Había
transcurrido una semana, cuando decidió que esa sería la noche predestinada
para su misión.
Alzó los ojos cuando las letras del reloj
electrónico marcaron las 2:30 de la mañana. El cuarto estaba vacío, no había
ninguna presencia extraña, se sintió derrotado. Cerró los párpados un instante,
los abrió otra vez. Allí estaba, detenida frente a él. Al posar su mirada en la
sombra, ésta se alejó.
Después de entrar al corredor oscuro,
Daniel le perdió la pista, pero un susurro, le permitió ubicarla cerca del
baño. Seguro de encontrarla, Daniel abrió la puerta y prendió la luz, pero sus
ojos se llenaron de frustración al comprobar que se le había escapado. Pensaba
volver a su cuarto, cuando la bombilla comenzó a tintinear, se apagó. Un
escalofrío acarició la espalda de Daniel, quien dirigió su mirada al gran
espejo ovalado ubicado frente a él, una fosforescencia lo iluminaba. Ella
estaba ahí, pero no era ya más una silueta sin formas ni colores, sino una niña
pálida, rubia, con ojos tan grises como dos gotas de mercurio. Apoyaba sus dos
manos, pequeñas, finas, del otro lado del cristal. Sus labios se movieron, la
luna del espejo vibró, como cuando se arroja una piedra a un estanque. A toda
carrera, Daniel salió del cuarto y regresó temblando a su cama, ocultándose
bajo la caricia protectora de las sábanas.
Durante el día siguiente, se reprochó ser
tan cobarde y, mientras jugaba a la pelota con el tío Martín, se prometió que
esa noche descubriría el secreto de la sombra.
El sol se hundió en el mar, los pelícanos
huyeron a los árboles y una luna, tan delgada como la uña de un gato se apoderó
del horizonte. Daniel se introdujo bajo las sábanas y apagó la luz, pero no
cerró los ojos, permaneció insomne, aguardando a que la sombra apareciera. A la
hora esperada, así sucedió, y Daniel la siguió hasta el baño.
- ¿Quién eres?
-inquirió el niño.
La criatura del espejo movía sus labios y en
el cristal se formaban letras: “Búscala, la extraño”, se repitió tres veces
sobre el cristal
- ¿Qué es lo que
tengo que buscar? Sin que hubiera respuesta, las letras se desvanecieron, al
igual que la niña de los ojos de mercurio.
Después de desayunar un vaso de leche y algunos
trozos de sandía, Daniel se puso a revisar el contenido de un librero medio
desvencijado ubicado en la sala. De inmediato, llamó su atención un viejo álbum
de fotografías. Pasó las hojas, varios niños aparecían juntos y, pese a las
diferencias que trae consigo el tiempo pudo reconocerlos: la tía Consuelo, el
tío Juan, la tía Rosaura y el tío Martín. Siguió dándole vuelta a las páginas,
de pronto, sus ojos se congelaron en una imagen, una niña delgada y rubia, con
los ojos tan grises como dos gotas de mercurio, miraba tímidamente hacia la
cámara. En sus pequeñas manitas, sostenía una muñeca de porcelana. Daniel le
llevó la fotografía a su madre, quien en ese momento estaba fuera de la casa,
mirando el mar bajo una sombrilla.
- ¿Quién es ella?
- ¡Daniel, no
andes jugando con esas fotos, devuélvela a su lugar!
Ante la intransigencia de su madre, Daniel
le enseñó la foto a su tío Martín.
- Es Elenita, la
hija menor de la tía Rosaura. Antes de cumplir diez años, se la llevó el mar.
Ese día, Daniel no construyó pirámides en
la arena, se la pasó escudriñando el ático en busca de la muñeca. Reviso
baúles, cajas, armarios hasta que el sol se ocultó. Nada. Lo llamaron a dormir,
la sombra apareció frente a su rostro, Daniel no tuvo fuerzas para acudir a su
cita ante el espejo.
- Prepara tus
maletas, nos iremos mañana. -le anunció su madre a Daniel dos días más tarde.
Catalina se encontraba restablecida casi por completo de sus males y, además,
el permiso otorgado en el trabajo estaba a punto de vencerse.
Daniel debía darse prisa si quería encontrar
a la muñeca. Pasó otra vez el día en el ático, encontró muchas reliquias
familiares, pero no lo que buscaba. La noche llegó. La tranquilidad que reinó
durante el día se trastocó por un fuerte viento que casi descuajaba a las
palmeras.
- Viene una
tormenta.- exclamó el tío Martín, al tiempo fumaba.
- ¿Crees que
estaremos bien? -preguntó Catalina asustada. - No te preocupes, Catita, apenas
se está acercando. Para cuando llegue con toda su furia, ya estaremos lejos de
aquí.
La lluvia se hizo presente poco después,
cuando Martín y Catalina ya habían apagado todas las luces de la casa.
Daniel no podía dormir, quedaba poco
tiempo para que la niña de los ojos de mercurio apareciera. No quería fallarle.
Ya se acercaban las dos, cuando Daniel, sin temor a la tormenta, decidió salir,
buscando que el viento refrescara sus ideas. Apenas cruzó la puerta, la lluvia
le aguijoneó el cuerpo como un panal de avispas, pero no le importó. Necesitaba
pensar donde más podría encontrarse la figura de porcelana. “¿Y si a alguien
más, a una tía o a una prima le agrado la muñeca y decidió llevársela a su
casa?” Era posible, sin embargo, Daniel no quería pensar en eso, quería creer
que estaba ahí y que sí la encontraría.
Estaba todo mojado y empanizado de arena,
cuando decidió dar media vuelta. Acosado por la frustración, pateo un trozo de
madera. Sonó hueco. Intrigado, Daniel se dio cuenta de que no era un fragmento,
sino una cajita a la que el viento había despojado de su escondite arenoso. Con
ansiedad, Daniel la abrió, la muñeca de porcelana, entre otros tantos recuerdos
de Elenita se encontraba ahí, con su vestido azul cielo, sus ondulados cabellos
castaños y un par de ojos tan grises como dos gotas de mercurio.
Al filo de la hora señalada, Daniel se
metió bajó las sábanas. La silueta apareció y, con la muñeca en la mano, avanzó
tras ella. Afuera, el viento arreciaba y su aullido había apagado por completo los
otros sonidos de la noche.
Entró al baño, la niña se hizo visible. Daniel
le mostró la muñeca. La luna del espejo se estremeció y, de entre sus olas,
asomó una mano frágil, tan pálida como la corteza de la luna. Daniel iba
entregarle la muñeca, cuando escuchó pasos a su espalda.
- ¡Dios mío, Daniel!
¡Aléjate de ahí! - gritó su madre llena de espanto y enseguida prendió la luz.
En el instante en que se esfumó la
oscuridad, el espejo recobró su placidez estatuaria y cualquier rastro de la
niña de los ojos de mercurio se desvaneció. Catalina, víctima de la impresión,
perdió el sentido, Daniel, aún con la muñeca de porcelana en las manos, no pudo
hacer otra cosa que llorar.
La mañana siguiente, apenas acabaron de
desayunar, Daniel, su madre y su tío abandonaron la playa bajo una lluvia torrencial.
Catalina, en grave crisis nerviosa, adjudicó los inexplicables sucesos de la
noche a su estado emocional y se prometió a sí misma no volver a esa casa nunca
más.
*****
Daniel no volvió a
pasar un sólo verano de su infancia en aquella playa. No fue sino hasta muchos
años después, cuando heredó la casa, que regresó. El recuerdo de la niña de los
ojos de mercurio lo seguía acechando y, así, la primera noche, con la muñeca de
porcelana en sus manos esperó a que la sombra apareciera. Al no verla a la hora
señalada -quizás ella había perdido la costumbre de visitar su habitación-,
acudió al espejo, esperando encontrarla ahí. Detrás del cristal, la niña gemía,
imploraba que le entregara lo que tanto quería, pero Daniel, enceguecido y
sordo por los años y la rutina, no pudo ver ni escuchar nada.