Las primeras luces del
alba sorprendieron a José Ignacio Olivares de Velasco, obispo de Querétaro, sin
haber cerrado los ojos en toda la noche. Su mirada permanecía fija en la
gigantesca araña de plata que llenaba el techo del aposento repleto de muebles
de caoba, libros arcaicos, así como un ejército de vírgenes y santos fabricados
de madera estofada. No podía dormir desde varios días atrás. Su sueño, aquel
sueño acariciado hacía tantísimos años por él y por muchos otros, el cual,
después de tantos esfuerzos finalmente se había vuelto realidad, parecía a
punto de quebrarse en miles de pedazos.
Pese a las súplicas de sus aliados
mexicanos, Napoleón III había decidido retirar sus tropas y devolverlas a
Francia en pos de una inminente guerra
con Prusia. Entretanto, en Orizaba, El emperador Maximiliano cavilaba sobre la
pertinencia de abdicar. Las fuerzas republicanas eran cada vez más poderosas y
el Habsburgo se sentía completamente solo. Había perdido el apoyo de casi todos
aquellos que, como el arzobispo de México, Pelagio de Labastida y Dávalos,
habían sido sus más fervientes admiradores, también se sumaba la ausencia de
Carlota quien, muy lejos de allí, al otro lado del mar, presa de una
desesperación, de una soledad aún mayores que las del emperador, comenzaba a
presentar los primeros síntomas de una locura que no la abandonaría hasta el
día de su muerte.
Olivares se levantó, tras un rápido baño
con agua helada, se dirigió al comedor donde lo esperaba Inocencio, un indio
viejo, que servía al obispo, desde que éste, recién salido del seminario, había
sido enviado a un remoto curato en el corazón de la Sierra Gorda.
- ¿Se encuentra bien,
Su Excelencia? - preguntó el anciano en un español poco claro, al notar en el
religioso los estragos de varias noches de insomnio.
Olivares apoyó la cabeza en el respaldo de
la silla, se cubrió el rostro con sus
manos tapizadas de pequeñas manchas marrones y gruesas venas azules.
- Las cosas van mal,
Inocencio. Los franceses nos dejan a merced del enemigo. Los bárbaros que
profanaron a nuestra Santa Madre la Iglesia, no se detendrán hasta dejar en
ruinas este país y acabar con todos los que seguimos las enseñanzas de Jesús.
Inocencio observó perplejo al obispo.
- Voy por su desayuno,
Excelencia.- musitó aquel hombre de rostro moreno y ojos cansados antes de
desaparecer tras la puerta de la cocina.
Olivares posó sus manos sobre la mesa de
madera labrada. Comenzó a mover sus dedos nerviosamente y rememoró que apenas
dos años atrás el sueño que ahora amenazaba con convertirse en una pesadilla,
daba inicio. El día de la llegada de los soberanos a Veracruz, el apoteósico
recibimiento que tuvieron a su arribo a la capital, la forma en que las fuerzas
liberales fueron derrotadas una y otra vez, hasta obligarlas a dispersarse en
partidas insignificantes, y cómo sus líderes se vieron obligados a huir en
ignominiosa fuga hacia la frontera norte. Recordó la ilusión que lo dominaba
aquellos días, el anhelo de que la nación recuperara la paz que había tenido
por casi tres siglos y que la imprudencia de unos pocos había trastocado por
guerra y miseria sin fin.
El día anterior, domingo, el obispo había
dado desde el púlpito un apasionado sermón, en el cual exhortó a los fieles a
no abandonar a su emperador y a no dejar al país en manos de los enemigos de
Dios. Imploró a los creyentes no sólo rezar en pos de esta causa, sino brindar todo el apoyo material y humano que
les fuese posible ofrecer.
“Sólo
un monarca europeo -católico, por supuesto- podrá encaminar al país por la
senda del progreso material y espiritual”,
solía decir Olivares con frecuencia y aun cuando muchos de sus correligionarios
se habían apartado del emperador a causa de sus postulados liberales, él seguía
confiando ciegamente en el Habsburgo.
En ese momento, Inocencio volvió de la
cocina con una taza de humeante chocolate y una bandeja de pan. Mientras
remojaba una concha en su bebida espumosa, volvieron a su memoria esos lejanos
días en Guanajuato, cuando siendo un niño de seis años vio cómo su padre y sus
dos hermanas sucumbieron ante la barbarie de miles de desarrapados que tomaron
a sangre, fuego y entre alaridos de degüello el depósito
de granos en que tanto su familia como muchas otras se habían resguardado del
salvajismo de los alzados.
Una vez que hubo acabado de comer,
Olivares dio un largo sorbo a su chocolate y no pudo evitar esbozar una sonrisa
al recordar que unos cuantos meses después de aquel hecho funesto tuvo el placer de observar las cabezas de los
líderes de aquella malograda conjura colgadas de cada uno de los extremos del
edificio.
Olivares estaba por levantarse de su
silla, cuando Inocencio le avisó que había llegado una carta para él. El obispo
la abrió y, tras leerla con avidez, le ordenó a su sirviente que preparara los
caballos para partir de inmediato.
Al llegar a las cercanías de la Ciudad de México, una fuerte lluvia acometió sin tregua la maltrecha calesa en que viajaban el obispo y su sirviente.
El
carruaje avanzaba por laderas estrechas y senderos fangosos. En más de una ocasión,
las bestias que la conducían amagaron con resbalar. Sólo la pericia del
conductor logró evitar que la expedición se transformara en tragedia. Ambos
viajeros llegaron a su destino sin otro perjuicio que quedar empapados de la
cabeza a los pies, pues el toldo estaba picado por pequeños agujeros a través
de los cuales se filtraban las gotas de lluvia.
Al llegar a
una casona ubicada en las calles aledañas al templo de la Profesa, el carruaje
detuvo su marcha. Inocencio tocó repetidas veces la aldaba del portón de madera
que cerraba la entrada de aquel edificio. Unos instantes después, un crujido
anunció que iba a ser abierto. Acto seguido, una cabeza de cabellos negruzcos y
sebosos, tez morena y ojos pardos, apareció.
- “Pase, pase, Su Excelencia”.- dijo aquel hombre,
mientras hacía una caravana y abría de par en par la puerta para permitirles la
entrada a los recién llegados.
El obispo e
Inocencio cruzaron el zaguán, se dirigieron a la sala, donde el mozo les dijo
que en seguida daría aviso a Su Excelencia de su llegada, pero que antes les
traería ropas limpias para que estuvieran secos y no fueran a caer presos de
alguna enfermedad.
Más tarde,
Olivares se presentó ante una puerta de madera, la cual de inmediato le fue
abierta por el mismo sirviente que antes lo recibió.
Los ojos
del obispo tardaron varios segundos en acostumbrarse a la profunda oscuridad de
aquel aposento colmado de imágenes santas, libros y crucifijos, en cuyo centro se hallaba una
cama de dosel donde era apenas visible, entre montones de cobijas, la escuálida
figura de un hombre cuyos ojos parecían mirar desde el más allá.
- Monseñor.- musitó el obispo.
- Habéis venido, José Ignacio.- contestó, con una voz
casi inaudible y acento peninsular, aquel individuo consumido por la vejez.
- Nuestro sueño se derrumba.
- No perdáis la
esperanza, el Señor no dejará su Iglesia en manos de aquellos que desean
destruirla.
Juan de
Tavira, nació noventa y dos años atrás, en Segovia, España, y llegó al país
apenas a los 23 años, cuando éste aún dependía de la península y ningún rumor
de cambio se percibía en sus calles. Fue miembro del Tribunal del Santo Oficio
antes de su clausura definitiva en 1820. Era, para el obispo Olivares, más que
su mentor, un padre. Hacía diez años que, debido a sus achaques y a algunas
desavenencias con la cúpula clerical, se había retirado de la vida pública,
mismo tiempo que llevaba enclaustrado en aquel caserón.
- El Señor me llama a su lado…
Olivares lo
miró con pesadumbre.
- Pero antes de dejar este mundo, debo entregarte
algo…
El obispo
permaneció expectante.
Tavira
levantó trabajosamente su mano derecha y exclamó:
- Clemente, los
documentos.
Poco
después, el sirviente cruzó la puerta con un grueso fajo de papeles
apergaminados, los cuales depositó frente a la cama del agonizante.
Tras darles
una breve mirada, José Ignacio enarcó las cejas y dirigió una mirada a Tavira.
- Archivos secretos del Tribunal del Santo Oficio.-
musitó el obispo.
- Es mi más preciado tesoro, José Ignacio. Léelos,
estúdialos con mucho cuidado. Quizá puedas encontrar en ellos la solución al
problema que nos turba el pensamiento.
- ¿Una solución? ¿Algo que nos ayude a salvar el
Imperio?
Tavira movió
la cabeza de arriba abajo.
- No entiendo a que se refiere usted, monseñor.
- Revisa cuidadosamente esos documentos, José Ignacio,
es todo lo que puedo decirte. Ahora, déjame, necesito descansar.
- Muchas gracias, maestro.
El obispo
besó la mano del anciano. Enseguida, abandonó la habitación muy consternado
Al
atardecer, el obispo ordenó que los documentos fueran colocados en la calesa en
la que tanto él como su sirviente viajarían de nueva cuenta hacia Querétaro.
A la mañana
siguiente, muy temprano, ambos partieron.