lunes, 31 de agosto de 2015

CAPÍTULO I EL SUEÑO QUE AGONIZA


 
Las primeras luces del alba sorprendieron a José Ignacio Olivares de Velasco, obispo de Querétaro, sin haber cerrado los ojos en toda la noche. Su mirada permanecía fija en la gigantesca araña de plata que llenaba el techo del aposento repleto de muebles de caoba, libros arcaicos, así como un ejército de vírgenes y santos fabricados de madera estofada. No podía dormir desde varios días atrás. Su sueño, aquel sueño acariciado hacía tantísimos años por él y por muchos otros, el cual, después de tantos esfuerzos finalmente se había vuelto realidad, parecía a punto de quebrarse en miles de pedazos.

     Pese a las súplicas de sus aliados mexicanos, Napoleón III había decidido retirar sus tropas y devolverlas a Francia en pos de una  inminente guerra con Prusia. Entretanto, en Orizaba, El emperador Maximiliano cavilaba sobre la pertinencia de abdicar. Las fuerzas republicanas eran cada vez más poderosas y el Habsburgo se sentía completamente solo. Había perdido el apoyo de casi todos aquellos que, como el arzobispo de México, Pelagio de Labastida y Dávalos, habían sido sus más fervientes admiradores, también se sumaba la ausencia de Carlota quien, muy lejos de allí, al otro lado del mar, presa de una desesperación, de una soledad aún mayores que las del emperador, comenzaba a presentar los primeros síntomas de una locura que no la abandonaría hasta el día de su muerte.

     Olivares se levantó, tras un rápido baño con agua helada, se dirigió al comedor donde lo esperaba Inocencio, un indio viejo, que servía al obispo, desde que éste, recién salido del seminario, había sido enviado a un remoto curato en el corazón de la Sierra Gorda.

- ¿Se encuentra bien, Su Excelencia? - preguntó el anciano en un español poco claro, al notar en el religioso los estragos de varias noches de insomnio.

     Olivares apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, se cubrió el rostro con sus  manos tapizadas de pequeñas manchas marrones y gruesas venas azules.

- Las cosas van mal, Inocencio. Los franceses nos dejan a merced del enemigo. Los bárbaros que profanaron a nuestra Santa Madre la Iglesia, no se detendrán hasta dejar en ruinas este país y acabar con todos los que seguimos las enseñanzas de Jesús.

     Inocencio observó perplejo al obispo.

- Voy por su desayuno, Excelencia.- musitó aquel hombre de rostro moreno y ojos cansados antes de desaparecer tras la puerta de la cocina.

     Olivares posó sus manos sobre la mesa de madera labrada. Comenzó a mover sus dedos nerviosamente y rememoró que apenas dos años atrás el sueño que ahora amenazaba con convertirse en una pesadilla, daba inicio. El día de la llegada de los soberanos a Veracruz, el apoteósico recibimiento que tuvieron a su arribo a la capital, la forma en que las fuerzas liberales fueron derrotadas una y otra vez, hasta obligarlas a dispersarse en partidas insignificantes, y cómo sus líderes se vieron obligados a huir en ignominiosa fuga hacia la frontera norte. Recordó la ilusión que lo dominaba aquellos días, el anhelo de que la nación recuperara la paz que había tenido por casi tres siglos y que la imprudencia de unos pocos había trastocado por guerra y miseria sin fin.

     El día anterior, domingo, el obispo había dado desde el púlpito un apasionado sermón, en el cual exhortó a los fieles a no abandonar a su emperador y a no dejar al país en manos de los enemigos de Dios. Imploró a los creyentes no sólo rezar en pos de esta causa, sino  brindar todo el apoyo material y humano que les fuese posible ofrecer.

     Sólo un monarca europeo -católico, por supuesto- podrá encaminar al país por la senda del progreso material y espiritual, solía decir Olivares con frecuencia y aun cuando muchos de sus correligionarios se habían apartado del emperador a causa de sus postulados liberales, él seguía confiando ciegamente en el Habsburgo.

    En ese momento, Inocencio volvió de la cocina con una taza de humeante chocolate y una bandeja de pan. Mientras remojaba una concha en su bebida espumosa, volvieron a su memoria esos lejanos días en Guanajuato, cuando siendo un niño de seis años vio cómo su padre y sus dos hermanas sucumbieron ante la barbarie de miles de desarrapados que tomaron a sangre,   fuego y entre alaridos de degüello el depósito de granos en que tanto su familia como muchas otras se habían resguardado del salvajismo de los alzados.

     Una vez que hubo acabado de comer, Olivares dio un largo sorbo a su chocolate y no pudo evitar esbozar una sonrisa al recordar que unos cuantos meses después de aquel hecho funesto tuvo  el placer de observar las cabezas de los líderes de aquella malograda conjura colgadas de cada uno de los extremos del edificio.

     Olivares estaba por levantarse de su silla, cuando Inocencio le avisó que había llegado una carta para él. El obispo la abrió y, tras leerla con avidez, le ordenó a su sirviente que preparara los caballos para partir de inmediato.

 


Al llegar a las cercanías de la Ciudad de México, una fuerte lluvia acometió sin tregua la maltrecha calesa en que viajaban el obispo y su sirviente.

      El carruaje avanzaba por laderas estrechas y senderos fangosos. En más de una ocasión, las bestias que la conducían amagaron con resbalar. Sólo la pericia del conductor logró evitar que la expedición se transformara en tragedia. Ambos viajeros llegaron a su destino sin otro perjuicio que quedar empapados de la cabeza a los pies, pues el toldo estaba picado por pequeños agujeros a través de los cuales se filtraban las gotas de lluvia.

     Al llegar a una casona ubicada en las calles aledañas al templo de la Profesa, el carruaje detuvo su marcha. Inocencio tocó repetidas veces la aldaba del portón de madera que cerraba la entrada de aquel edificio. Unos instantes después, un crujido anunció que iba a ser abierto. Acto seguido, una cabeza de cabellos negruzcos y sebosos, tez morena y ojos pardos, apareció.

- “Pase, pase, Su Excelencia”.- dijo aquel hombre, mientras hacía una caravana y abría de par en par la puerta para permitirles la entrada a los recién llegados.

    El obispo e Inocencio cruzaron el zaguán, se dirigieron a la sala, donde el mozo les dijo que en seguida daría aviso a Su Excelencia de su llegada, pero que antes les traería ropas limpias para que estuvieran secos y no fueran a caer presos de alguna enfermedad.

    Más tarde, Olivares se presentó ante una puerta de madera, la cual de inmediato le fue abierta por el mismo sirviente que antes lo recibió.

     Los ojos del obispo tardaron varios segundos en acostumbrarse a la profunda oscuridad de aquel aposento colmado de imágenes santas, libros  y crucifijos, en cuyo centro se hallaba una cama de dosel donde era apenas visible, entre montones de cobijas, la escuálida figura de un hombre cuyos ojos parecían mirar desde el más allá.

- Monseñor.- musitó el obispo.

- Habéis venido, José Ignacio.- contestó, con una voz casi inaudible y acento peninsular, aquel individuo consumido por la vejez.

- Nuestro sueño se derrumba.

-  No perdáis la esperanza, el Señor no dejará su Iglesia en manos de aquellos que desean destruirla.

      Juan de Tavira, nació noventa y dos años atrás, en Segovia, España, y llegó al país apenas a los 23 años, cuando éste aún dependía de la península y ningún rumor de cambio se percibía en sus calles. Fue miembro del Tribunal del Santo Oficio antes de su clausura definitiva en 1820. Era, para el obispo Olivares, más que su mentor, un padre. Hacía diez años que, debido a sus achaques y a algunas desavenencias con la cúpula clerical, se había retirado de la vida pública, mismo tiempo que llevaba enclaustrado en aquel caserón.

- El Señor me llama a su lado…

    Olivares lo miró con pesadumbre.

- Pero antes de dejar este mundo, debo entregarte algo…

     El obispo permaneció expectante.

     Tavira levantó trabajosamente su mano derecha y exclamó:

- Clemente,  los documentos.

    Poco después, el sirviente cruzó la puerta con un grueso fajo de papeles apergaminados, los cuales depositó frente a la cama del agonizante.

     Tras darles una breve mirada, José Ignacio enarcó las cejas y dirigió una mirada a Tavira.

- Archivos secretos del Tribunal del Santo Oficio.- musitó el obispo.

- Es mi más preciado tesoro, José Ignacio. Léelos, estúdialos con mucho cuidado. Quizá puedas encontrar en ellos la solución al problema que nos turba el pensamiento.

- ¿Una solución? ¿Algo que nos ayude a salvar el Imperio?

    Tavira movió la cabeza de arriba abajo.

- No entiendo a que se refiere usted, monseñor.

- Revisa cuidadosamente esos documentos, José Ignacio, es todo lo que puedo decirte. Ahora, déjame, necesito descansar.

- Muchas gracias, maestro.

    El obispo besó la mano del anciano. Enseguida, abandonó la habitación muy consternado

    Al atardecer, el obispo ordenó que los documentos fueran colocados en la calesa en la que tanto él como su sirviente viajarían de nueva cuenta hacia Querétaro.

    A la mañana siguiente, muy temprano, ambos partieron.

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