Nací pocos años antes de que
terminara la Tercera Gran Guerra. No obstante, pocos recuerdos tengo de esos
años de inmensa desolación, muerte y sufrimiento. La ciudad en que nos
refugiamos mi madre y yo nunca fue tocada por los asesinos artefactos que
dieron fin a más de la mitad de la población mundial.
Mi niñez fue idílica, casi feliz, y aunque
notaba que mi madre se sorprendía de ciertas peculiaridades físicas y
psicológicas que yo mostraba: sentidos del oído y el olfato excepcionales, ojos
ambarinos cuyas pupilas crecían y empequeñecían de acuerdo con la luz, así como
una evidente falta de interés de interactuar con otros niños, nunca me percaté
de lo difícil y compleja que resultaría mi existencia.
Fue hasta los 10 años, cuando ingresé al
Instituto, que debí enfrentarme al horror de ser incapaz de entenderme con mis
semejantes, quienes extrañados de mi singular comportamiento, buscaron hacerme
sentir unas ganas inmensas de desaparecer.
Cuando alcancé la adolescencia, las
diferencias con mis compañeros se hicieron todavía más notables, mis orejas se
volvieron alargadas como las de los duendes, mis dientes aumentaron hasta
asemejar colmillos, mis uñas crecieron de manera feroz. Me vi obligado a cubrir
mis orejas con el cabello y mis manos con guantes, asimismo debí utilizar
zapatos especiales para adaptarlos a mis pies.
La época en que es normal pasarla con los
amigos o buscando pareja yo estuve oculto en la oscuridad, alejado de todos.
Por eso, aquellos que me rodeaban siempre me consideraron un extraño, un
monstruo.
Poco a poco me acostumbré a ser esa
presencia siniestra o ridícula de la cual todos se burlaban o bien huían. Yo,
entretanto me refugie en el conocimiento de las materias más diversas:
historia, literatura, arte, mitología, etcétera. Mi madre se preocupaba por mí,
pero sabiendo lo difícil que es el mundo para los que son diferentes, procuraba
no entrometerse en mis asuntos, dejándome en paz.
Tiempo después, la Corporación Snell se vio
obligada a reconocer que durante los años de la guerra realizó experimentos
ilegales con seres humanos, su propósito era crear soldados más fuertes, más
resistentes, más agiles. Mi madre había sido inoculada con el tratamiento
genómico de la compañía, de ahí la razón de que yo fuera tan distinto. Pronto
salieron a la luz más casos similares, ya no sería considerado como un
engendro, podía regresar a la luz.
Continué mis estudios, ingresé a la
universidad, mi vida había tomado un cauce en apariencia deseado, pero por más
que lo intentaba no podía ser feliz, no podía hallarme a gusto entre otros
hombres, yo seguía sin entenderlos ni ellos a mí. Los pocos amigos que había
hecho pronto me abandonaron. Estaba decidido a volver a mi soledad, cuando un
día mi suerte cambio.
Se movía con la agilidad de un gato. Su
cabello era abundante y rubio. Sus ojos, de tonalidad amarilla, me dejaron
pasmado de emoción y de miedo. No creí que existiera nadie así. Se llamaba
Cecilia, durante muchas mañanas la seguí como una sombra sin atreverme a
hacerle sentir mi presencia. Al menos, eso creía, pues una tarde después de
clases, mientras la observaba desde los tejados, ella tornó a mirarme,
pidiéndome que me acercara.
Me quedé pasmado, sin saber qué hacer,
finalmente, a un segundo llamado suyo, me atreví a acercarme.
— No tengo nada que hacer esta
tarde. ¿Quieres ir por un café?
Yo, sin acabar de entender lo sucedido,
volteé la cabeza de arriba abajo y la seguí. Cecilia tenía una charla
envolvente, casi magnética. Yo tan sólo atinaba asentir en sus pausas y contestar
con monosílabos las muchas preguntas con que pretendía llenar su nulo
conocimiento de mí. Poco a poco comencé a gustar de su compañía y, aunque
prefería no estar cerca cuando la rodeaban otras personas, cada que la miraba
recorrer solitaria los pasillos de la escuela, me acercaba para hablarle y, a
pesar de que nuestra plática sólo durara unos pocos minutos, yo quedaba largas
horas prendado de una profunda emoción.
Había algo en Cecilia que me atraía
demasiado, así que procuraba pasar el mayor tiempo posible con ella. Fue
entonces, en una noche en que nuestra conversación se extendió más de lo normal
que descubrí su secreto.
Estábamos charlando amenamente, cuando noté
que una tos cada vez más frecuente cortaba sus palabras. Enseguida, después de
un fuerte ataque que le impidió el habla por varios segundos, corrió escaleras
arriba, hacia el baño de la planta superior. Yo resolví seguirla con el objeto
de cerciorarme de que se encontrara bien.
— ¿Cecilia?
Lo que vi me dejó azorado.
Una criatura mitad humana, mitad felina,
buscaba desesperadamente algo dentro de un anaquel. Después de que halló lo que
buscaba, un pequeño frasquito de vidrio, bebió dos tragos de su contenido y,
junto con su agitación, poco a poco sus anormalidades desaparecieron, Cecilia
volvió a ser una persona común.
— ¿Eres como yo?
Ella tornó a mirarme con angustia y espanto.
— No debiste ver eso… no
debiste…
— Cecilia… somos diferentes a
los otros, pero tú y yo somos iguales…
— ¡Largo de mi casa! ¡Fuera!
Asustado, salí huyendo, ni siquiera cerré
la puerta cuando me fui.
Pasé más de dos semanas sin ir al
Instituto, no quería ver a Cecilia, no quería ver a nadie. Ante los ruegos de
mi madre, decidí volver.
Después de dos días en que cruzamos por
los pasillos sin siquiera mirarnos, ella me habló.
— Necesito platicar contigo.
Tomándome del brazo, Cecilia me encaminó
hacia un rincón.
— ¿Qué quieres decirme?
— Yo… yo quería disculparme
por lo del otro día… no quería que nadie supiera mi secreto…, pero sé que puedo
confiar en ti.
— Lo sabes.
— Además, yo quería hacerte un
regalo para arreglar nuestras diferencias, toma.
Muy sorprendido miré un frasquito de
vidrio idéntico al que estaba en el anaquel de su baño el día del incidente.
— ¿Qué es esto?
— Mi padre trabaja en el
corporativo Snell. Él me lo dio. Es la solución a todos nuestros problemas. No
ha salido aún al mercado, pero te garantizo que no te hará ningún mal. Bebe el contenido
de este frasco por la mañana y por la noche durante dos meses y serás completamente
normal.
— Pero…
Sin decirme más, Cecilia se alejó de mí y
corrió a saludar a un grupo de compañeros que ruidosamente solicitaban su
presencia.
Ya que salí del Instituto me dirigí a la
casa y me encerré en mi habitación. Me miré en un gran espejo ovalado en que me
podía observar de cuerpo entero. Me desnudé. Era muy cierto. Yo era por demás
extraño. Mis orejas eran enormes. Mis colmillos grotescos. Mis ojos, horribles.
Además, cosa que no había notado antes, sobre mi espalda y mis hombros crecían
mechones de vello amarillo, moteados con manchas oscuras, como las de un
leopardo o de un jaguar. Tal vez Cecilia tuviera la respuesta correcta, tal vez
su regalo me salvaría de ser una monstruosidad. Tras concluir que por un día
que tomara el remedio sus efectos sólo serían temporales, bebí la fórmula.
Durante varios días tomé el remedio que
me dio Cecilia. Ya no me sentía un extraño en el Instituto. La gente no me
evadía ni parecía tenerme miedo. Sin embargo, además de mis irregularidades
físicas, también desaparecieron particularidades que me eran gratas. Día a día
notaba como mi sentido del olfato se hacía más débil y como mi visión nocturna
no era superior a la de una persona común.
Acompañe a Cecilia a casi todos los eventos
sociales a los que era tan asidua. Sin embargo, a pesar de que mi aspecto ya no
incomodaba a nadie, yo seguía sin sentirme a gusto entre tanta gente. La
mayoría de aquellas criaturas me parecían francamente estúpidas. Y ella, en su
compañía, parecía serlo también. Muy diferente a cuando nos veíamos a solas y
caminábamos entre los fresnos del bosque o alrededor de las aguas grises del
pequeño lago. Ahí nuestras almas parecían acercarse más que nunca. Incluso, al
pie de la montaña, cuando nos dimos nuestro primer beso, sentí, cómo a pesar de
seguir puntualmente el tratamiento, nuestras características ferales volvían,
aunque sea fugazmente, a reaparecer.
Una noche, después de tomar la medicina,
tuve un sueño inquietante. Yo era un cazador y, armado con un revolver,
avanzaba a través de una selva muy espesa. Entonces, mi cuerpo temblaba al
escuchar un rugido imponente. Ante mí, aparecía un tigre, que me miraba con
orgullo y altivez. Me sudaban las manos, la frente. La duda me envolvía como la
niebla. Entonces, una voz muy dulce y conocida me susurraba al oído: “Sabes lo
que tienes que hacer”. Sin más cuestionamientos, descargué mi arma sobre el egregio
animal, que al instante cayó destrozado por las balas. Entonces, de atrás de las
frondas, surgió una inmensa multitud que vitoreaba mi nombre y no cesaba de
aplaudir. Pero, yo no sentía alegría alguna, sólo una tristeza inabarcable. Desperté.
Al llegar la mañana evadí tomar la última
gota del elíxir, pero guarde el frasco en el bolsillo. Me encaminé al instituto
y busqué a Cecilia. La hallé, como de costumbre, rodeada de su coro de
admiradores. Al verla así, tan feliz, aunque tan distinta a la chica que yo
amaba, pensé en dar un paso atrás y volver a la soledad de mi madriguera. Sin
embargo, continué ahí, esperando a que me diera audiencia. Finalmente, varios
minutos después, Cecilia despidió a sus vasallos y pude abordarla.
— Hola.
— Cecilia,
yo quería decirte…
— Ya sé,
ya sé. Así la vida es genial, ¿verdad? Vale la pena vivirla.
Quise callar mis inquietudes, si lo hacía
tal vez pudiera besarla de nuevo, pero no me detuve:
— Tal
vez tú y yo somos distintos por una razón, quizás no necesitemos seguir tomando
este remedio.
Saqué el frasco con la última dosis
de la fórmula, amagué con tirarlo a la
basura. Cecilia me miraba sorprendida. Parecía no comprender.
— Pero...
Tome aire antes de seguir hablando. Sentí que
me faltaba la respiración.
— Quizá
podamos ser felices tal y cómo somos, hay algo muy especial en nuestras almas. Quizá…
— ¿Qué?
— … podamos
seguir siendo diferentes sin que el resto del mundo nos importe. Nos tenemos el
uno al otro.
Cecilia se quedó pasmada unos segundos y a
continuación soltó una carcajada enorme.
— ¿Nos
tenemos el uno al otro? ¿De qué hablas? Estás loco.
— Yo
creí…
— Vete y
déjame en paz. Te di lo más valioso que alguien podía otorgarte: humanidad.
¿Así me lo agradeces?
Aturdido por completo, caminé hasta mi
casa. Me miré al espejo, no me gustó lo que vi. Arrojé al inodoro el regalo de
Cecilia y, tras dejar escapar un hondo suspiro, me metí a bañar.