martes, 12 de febrero de 2019

ADIÓS AL MONSTRUO





Nací pocos años antes de que terminara la Tercera Gran Guerra. No obstante, pocos recuerdos tengo de esos años de inmensa desolación, muerte y sufrimiento. La ciudad en que nos refugiamos mi madre y yo nunca fue tocada por los asesinos artefactos que dieron fin a más de la mitad de la población mundial.
    Mi niñez fue idílica, casi feliz, y aunque notaba que mi madre se sorprendía de ciertas peculiaridades físicas y psicológicas que yo mostraba: sentidos del oído y el olfato excepcionales, ojos ambarinos cuyas pupilas crecían y empequeñecían de acuerdo con la luz, así como una evidente falta de interés de interactuar con otros niños, nunca me percaté de lo difícil y compleja que resultaría mi existencia.
    Fue hasta los 10 años, cuando ingresé al Instituto, que debí enfrentarme al horror de ser incapaz de entenderme con mis semejantes, quienes extrañados de mi singular comportamiento, buscaron hacerme sentir unas ganas inmensas de desaparecer.
   Cuando alcancé la adolescencia, las diferencias con mis compañeros se hicieron todavía más notables, mis orejas se volvieron alargadas como las de los duendes, mis dientes aumentaron hasta asemejar colmillos, mis uñas crecieron de manera feroz. Me vi obligado a cubrir mis orejas con el cabello y mis manos con guantes, asimismo debí utilizar zapatos especiales para adaptarlos a mis pies.
    La época en que es normal pasarla con los amigos o buscando pareja yo estuve oculto en la oscuridad, alejado de todos. Por eso, aquellos que me rodeaban siempre me consideraron un extraño, un monstruo.
    Poco a poco me acostumbré a ser esa presencia siniestra o ridícula de la cual todos se burlaban o bien huían. Yo, entretanto me refugie en el conocimiento de las materias más diversas: historia, literatura, arte, mitología, etcétera. Mi madre se preocupaba por mí, pero sabiendo lo difícil que es el mundo para los que son diferentes, procuraba no entrometerse en mis asuntos, dejándome en paz.
    Tiempo después, la Corporación Snell se vio obligada a reconocer que durante los años de la guerra realizó experimentos ilegales con seres humanos, su propósito era crear soldados más fuertes, más resistentes, más agiles. Mi madre había sido inoculada con el tratamiento genómico de la compañía, de ahí la razón de que yo fuera tan distinto. Pronto salieron a la luz más casos similares, ya no sería considerado como un engendro, podía regresar a la luz.
   Continué mis estudios, ingresé a la universidad, mi vida había tomado un cauce en apariencia deseado, pero por más que lo intentaba no podía ser feliz, no podía hallarme a gusto entre otros hombres, yo seguía sin entenderlos ni ellos a mí. Los pocos amigos que había hecho pronto me abandonaron. Estaba decidido a volver a mi soledad, cuando un día mi suerte cambio.
    Se movía con la agilidad de un gato. Su cabello era abundante y rubio. Sus ojos, de tonalidad amarilla, me dejaron pasmado de emoción y de miedo. No creí que existiera nadie así. Se llamaba Cecilia, durante muchas mañanas la seguí como una sombra sin atreverme a hacerle sentir mi presencia. Al menos, eso creía, pues una tarde después de clases, mientras la observaba desde los tejados, ella tornó a mirarme, pidiéndome que me acercara.
    Me quedé pasmado, sin saber qué hacer, finalmente, a un segundo llamado suyo, me atreví a acercarme.
— No tengo nada que hacer esta tarde. ¿Quieres ir por un café?
    Yo, sin acabar de entender lo sucedido, volteé la cabeza de arriba abajo y la seguí. Cecilia tenía una charla envolvente, casi magnética. Yo tan sólo atinaba asentir en sus pausas y contestar con monosílabos las muchas preguntas con que pretendía llenar su nulo conocimiento de mí. Poco a poco comencé a gustar de su compañía y, aunque prefería no estar cerca cuando la rodeaban otras personas, cada que la miraba recorrer solitaria los pasillos de la escuela, me acercaba para hablarle y, a pesar de que nuestra plática sólo durara unos pocos minutos, yo quedaba largas horas prendado de una profunda emoción.
    Había algo en Cecilia que me atraía demasiado, así que procuraba pasar el mayor tiempo posible con ella. Fue entonces, en una noche en que nuestra conversación se extendió más de lo normal que descubrí su secreto.
   Estábamos charlando amenamente, cuando noté que una tos cada vez más frecuente cortaba sus palabras. Enseguida, después de un fuerte ataque que le impidió el habla por varios segundos, corrió escaleras arriba, hacia el baño de la planta superior. Yo resolví seguirla con el objeto de cerciorarme de que se encontrara bien.
— ¿Cecilia?
    Lo que vi me dejó azorado.
    Una criatura mitad humana, mitad felina, buscaba desesperadamente algo dentro de un anaquel. Después de que halló lo que buscaba, un pequeño frasquito de vidrio, bebió dos tragos de su contenido y, junto con su agitación, poco a poco sus anormalidades desaparecieron, Cecilia volvió a ser una persona común.
— ¿Eres como yo?
   Ella tornó a mirarme con angustia y espanto.
— No debiste ver eso… no debiste…
— Cecilia… somos diferentes a los otros, pero tú y yo somos iguales…
— ¡Largo de mi casa! ¡Fuera!
     Asustado, salí huyendo, ni siquiera cerré la puerta cuando me fui.
    Pasé más de dos semanas sin ir al Instituto, no quería ver a Cecilia, no quería ver a nadie. Ante los ruegos de mi madre, decidí volver.
     Después de dos días en que cruzamos por los pasillos sin siquiera mirarnos, ella me habló.
— Necesito platicar contigo.
    Tomándome del brazo, Cecilia me encaminó hacia un rincón.
— ¿Qué quieres decirme?
— Yo… yo quería disculparme por lo del otro día… no quería que nadie supiera mi secreto…, pero sé que puedo confiar en ti.
— Lo sabes.
— Además, yo quería hacerte un regalo para arreglar nuestras diferencias, toma.
     Muy sorprendido miré un frasquito de vidrio idéntico al que estaba en el anaquel de su baño el día del incidente.
— ¿Qué es esto?
— Mi padre trabaja en el corporativo Snell. Él me lo dio. Es la solución a todos nuestros problemas. No ha salido aún al mercado, pero te garantizo que no te hará ningún mal. Bebe el contenido de este frasco por la mañana y por la noche durante dos meses y serás completamente normal.
— Pero…
    Sin decirme más, Cecilia se alejó de mí y corrió a saludar a un grupo de compañeros que ruidosamente solicitaban su presencia.
    Ya que salí del Instituto me dirigí a la casa y me encerré en mi habitación. Me miré en un gran espejo ovalado en que me podía observar de cuerpo entero. Me desnudé. Era muy cierto. Yo era por demás extraño. Mis orejas eran enormes. Mis colmillos grotescos. Mis ojos, horribles. Además, cosa que no había notado antes, sobre mi espalda y mis hombros crecían mechones de vello amarillo, moteados con manchas oscuras, como las de un leopardo o de un jaguar. Tal vez Cecilia tuviera la respuesta correcta, tal vez su regalo me salvaría de ser una monstruosidad. Tras concluir que por un día que tomara el remedio sus efectos sólo serían temporales, bebí la fórmula.
      Durante varios días tomé el remedio que me dio Cecilia. Ya no me sentía un extraño en el Instituto. La gente no me evadía ni parecía tenerme miedo. Sin embargo, además de mis irregularidades físicas, también desaparecieron particularidades que me eran gratas. Día a día notaba como mi sentido del olfato se hacía más débil y como mi visión nocturna no era superior a la de una persona común.
    Acompañe a Cecilia a casi todos los eventos sociales a los que era tan asidua. Sin embargo, a pesar de que mi aspecto ya no incomodaba a nadie, yo seguía sin sentirme a gusto entre tanta gente. La mayoría de aquellas criaturas me parecían francamente estúpidas. Y ella, en su compañía, parecía serlo también. Muy diferente a cuando nos veíamos a solas y caminábamos entre los fresnos del bosque o alrededor de las aguas grises del pequeño lago. Ahí nuestras almas parecían acercarse más que nunca. Incluso, al pie de la montaña, cuando nos dimos nuestro primer beso, sentí, cómo a pesar de seguir puntualmente el tratamiento, nuestras características ferales volvían, aunque sea fugazmente, a reaparecer.
   Una noche, después de tomar la medicina, tuve un sueño inquietante. Yo era un cazador y, armado con un revolver, avanzaba a través de una selva muy espesa. Entonces, mi cuerpo temblaba al escuchar un rugido imponente. Ante mí, aparecía un tigre, que me miraba con orgullo y altivez. Me sudaban las manos, la frente. La duda me envolvía como la niebla. Entonces, una voz muy dulce y conocida me susurraba al oído: “Sabes lo que tienes que hacer”. Sin más cuestionamientos, descargué mi arma sobre el egregio animal, que al instante cayó destrozado por las balas. Entonces, de atrás de las frondas, surgió una inmensa multitud que vitoreaba mi nombre y no cesaba de aplaudir. Pero, yo no sentía alegría alguna, sólo una tristeza inabarcable. Desperté.
      Al llegar la mañana evadí tomar la última gota del elíxir, pero guarde el frasco en el bolsillo. Me encaminé al instituto y busqué a Cecilia. La hallé, como de costumbre, rodeada de su coro de admiradores. Al verla así, tan feliz, aunque tan distinta a la chica que yo amaba, pensé en dar un paso atrás y volver a la soledad de mi madriguera. Sin embargo, continué ahí, esperando a que me diera audiencia. Finalmente, varios minutos después, Cecilia despidió a sus vasallos y pude abordarla.
   Hola.
   Cecilia, yo quería decirte…
   Ya sé, ya sé. Así la vida es genial, ¿verdad? Vale la pena vivirla.
    Quise callar mis inquietudes, si lo hacía tal vez pudiera besarla de nuevo, pero no me detuve:
   Tal vez tú y yo somos distintos por una razón, quizás no necesitemos seguir tomando este remedio.
     Saqué el frasco con la última dosis de  la fórmula, amagué con tirarlo a la basura. Cecilia me miraba sorprendida. Parecía no comprender.
   Pero...
Tome aire antes de seguir hablando. Sentí que me faltaba la respiración.
   Quizá podamos ser felices tal y cómo somos, hay algo muy especial en nuestras almas. Quizá…
   ¿Qué?
   … podamos seguir siendo diferentes sin que el resto del mundo nos importe. Nos tenemos el uno al otro.
     Cecilia se quedó pasmada unos segundos y a continuación soltó una carcajada enorme.
   ¿Nos tenemos el uno al otro? ¿De qué hablas? Estás loco.
   Yo creí…
   Vete y déjame en paz. Te di lo más valioso que alguien podía otorgarte: humanidad. ¿Así me lo agradeces?
     Aturdido por completo, caminé hasta mi casa. Me miré al espejo, no me gustó lo que vi. Arrojé al inodoro el regalo de Cecilia y, tras dejar escapar un hondo suspiro, me metí a bañar.

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