jueves, 14 de mayo de 2020

PUERTO DE RECUERDOS





No  recuerdo cuando fue la primera vez que fui a Acapulco. Debió de haber sido a fines de los años ochenta. Conservo oscuras imágenes de cuartos de hotel y albercas que tanto pueden pertenecerle al puerto, como a la Hacienda Vistahermosa o a la de Cocoyoc. Me acuerdo, sí, con certeza, del miedo que me daba que me jalara el mar, de las malteadas de chocolate y los pays de limón del Vips, de las eternas caminatas por la Costera con mis papás y Luis Miguel (así se llama mi hermano) asombrándonos sobre todo de un chimpancé y unos cachorros de león que cada noche estaban en la entrada del restaurante Beto’s, con los que te podías tomar una foto.

Cuando todavía no existía la Autopista del Sol, el camino desde la ciudad era larguísimo. Horas y horas de curvas y parajes desolados, interrumpidos tan solo por la imagen de algunos corrales ocupados por vacas y puercos famélicos, además de los siempre presentes zopilotes. En esos años, yo creía que las enormes montañas a lo largo de la carretera eran monstruos durmientes y que tal vez algún día despertarían para aterrorizar a los seres humanos (quiero apuntar que para ese entonces no había leído ni una sola página escrita por H. P. Lovecraft). Pasábamos muchas noches en Chilpancingo, en el hermoso Hotel Bugambilias, lleno de flores y jardines, sólo para reanudar el camino hacia la costa a la mañana siguiente.

También recuerdo con mucho cariño cuando fuimos con Susana (no le gusta que le digan abuelita), mi tía Susi y sus hijos: Damián, Jorgito, Iván y Gisela, que todavía era una bebé. Esa vez no fuimos en carro, sino en camión. El viaje fue todavía más largo, pero la ilusión de ver el mar y echar relajo con mis primos, me impidió dormirme, creo que aturdí a todos con mi “¿Ya vamos a llegar?, ¿ya vamos a llegar?”

A ese viaje, que debió haber ocurrido ya al inicio de los 90, también fue mi primo Iron, hijo de mi tía Reyna, que era el nieto consentido de Susana. En ese entonces era medio payaso, y como nos caía mal a todos, le bajamos los pantalones en la playa y se puso a llorar. Nos la pasamos muy divertido en las Torres Gemelas, en la pequeña alberca jugábamos al tiburón y nos encantaba aventarnos de una cascadita de unos dos metros de alto. También recuerdo el terror en la cara de Luis Miguel y de Iván cuando la policía vino a tocarnos a la habitación, pues mi primo y mi hermano habían estado aventando envases de refresco llenos de agua (y hasta de pipí) desde el balcón hasta la alberca, unos veinte pisos abajo. “Por favor no me lleve, señor policía”, rogaban entre lágrimas. Al final, sólo los regañaron y les dijeron que no lo volvieran a hacer. Además fuimos al balneario CICI y recuerdo que me la pasé increíble jugando con las pistolas de agua que había en el barco pirata. Regrese a la ciudad con un frasco lleno de caracolitos y de conchitas.

Recuerdo haber visto muchas veces tirarse a los valerosos clavadistas desde los altos riscos de la quebrada, visitar a Cira “La Morena” en Barra Vieja o comer en “El Chaneque” junto a la laguna de Tres Palos. No olvido tampoco cuando el huracán Andrew nos cortó unas vacaciones en Orlando y mi papá decidió reponer los días faltantes con una estancia en el famoso Acapulco Princess. Llevé conmigo, desde Estados Unidos, unos comics de las Tortugas Ninja e inspirado por ellos cree algunos de mis primeros personajes como Otter Poolman (un heroico hombre nutria) y sus enemigos, los piratas mutantes: el Capitán Dogman y su torpe sirviente Flamenk (basado en los rosados inquilinos que habitaban un estanque cercano a la alberca).
    
Cómo olvidar los muchísimos viajes en lancha con fondo de cristal hacia La Roqueta. El placer de snorkelear entre el rocoso contorno de la isla y hallar todavía, a pesar de la gente y la contaminación, estrellas de mar y peces multicolores, además de alguna anguila nadando entre los pies de un despreocupado bañista. 

O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.

A manera de contraste, la siguiente vez que visitamos Acapulco nos hospedamos en el icónico Hotel Las Brisas, cómo no recordar la caja mágica que traía el desayuno todas las mañanas, lo genial que era nadar en nuestra pequeña alberca privada cubierta de flores o la emoción de viajar en carrito de golf hasta La Concha, una piscina de agua salada especialmente diseñada para los huéspedes donde resultaba una delicia nadar. No se me olvidan tampoco todas abundantes comidas en el restaurante El Cabrito, en la Costera Miguel Alemán, a un lado del CICI, en los inigualables Tacos Tumbras ubicados junto al exclusivo Suntory, o en el Pollo Feliz, para después ir a dar una vuelta por el malecón, con el sol hundiéndose en el mar.

Los últimos cuatro días del siglo XX los pasé en Acapulco y en sus enormes albercas y sus playas de arena dorada tuve la revelación de bellezas incontables, con ceñidos bikinis, cuerpos bronceados y cabelleras rubias. Unos meses después, ya iniciado el milenio, vivimos con angustia los larguísimos minutos que mi hermano se perdió en el mar, sólo para verlo regresar, asustado y cansado, después de luchar un buen trecho contra la corriente que quería llevárselo.

Además, mi primera cita fue en la semana santa del 2002, con una vecina de nombre súper telenovelero, María Mercedes, que estaba hospedada por casualidad en nuestro mismo hotel. Tomamos un refresco en el bar del Hyatt. Recuerdo que hablamos de los Óscares y del Big Brother, el programa de moda en aquellos tiempos, yo estaba muy nervioso, incluso tiré mi vaso, pero al final creo que le causé una buena impresión, pues en la ciudad volvimos a salir algunas ocasiones más.

Durante el verano, regresé a Acapulco. Esta vez, además de mi mamá, también vinieron mi tía Pilar y mis primos Karla, Melizza, Juan Luis y Susan. Fuimos a Baby Lobster y ahí bailé por primera ocasión con una gringa. Recuerdo que esa vez también manejé una moto de agua y, acompañado de mis primos, sin ningún adulto, fuimos a Disco Beach. Cómo no teníamos con quien, bailamos entre nosotros. Karla se me acercó y bailamos muy pegaditos el “Aserejé” y la de “Se la llevó, el tiburón”.

En 2012, el año que supuestamente se iba a acabar el mundo según los mayas, fui por primera vez al puerto guerrerense sin mis papás. El viaje salió de sorpresa. Mis  primas Nuri y Lupita tenían la idea de acampar en la playa en una época en que los asesinatos ya se habían vuelto cosa cotidiana en el puerto. Afortunadamente, gracias al novio de Lupita en ese entonces (no recuerdo su nombre), conseguimos quedarnos en la suite principal de Las Torres Gemelas a un precio accesible. 

La noche en que llegamos fuimos a Paradise y, cuando bajamos a meter un rato los pies al mar, un indigente nos dio un buen susto cuando se nos acercó a pedirnos un poco de dinero. La mañana siguiente la pasé muy divertido jugando caballazos en la alberca con Giovanna, Gisela y Kevin. Luego subimos unas rocas y encontramos una pequeña caleta donde no había gente y podíamos nadar con más privacidad. Mientras estábamos en el mar, a Gisela se le bajo la presión y tuve que ayudarla a volver sana y salva a la playa. Fue un momento bastante tenso, pero afortunadamente no le pasó nada. 

Por la noche Nuri, Lupita y su novio, se fueron al Alebrije, un antro que desde hace muchos años yo tenía un buen de ganas de visitar. Estaba súper de moda cuando iba en la prepa y era famoso por la belleza de las chavas que entraban ahí. Lo malo es que a Gisela, a Giovanna y a Kevin no les alcanzaba para la entrada y yo tampoco tenía el dinero suficiente como para pagarles a todos. Al final preferí quedarme con ellos y seguir la fiesta en el hotel. Al final entrar o no al Alebrije, no importaba tanto, la cosa era pasársela bien.

Con el paso de los años, he visitado muchas otras playas de nuestro país, Cancún, Playa Del Carmen, Puerto Vallarta, Manzanillo, Los Cabos, La Paz, etc… pero a pesar de todos estos nuevos destinos turísticos y de la difícil situación de violencia e inseguridad que vive Acapulco desde hace más de una década, me niego a mandarlo al baúl de los recuerdos. Por ahí dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz.

domingo, 29 de marzo de 2020

NUESTRA PARTE DE NOCHE: EL HORROR EN TODAS SUS FORMAS


Reseña de Francisco Güemes Priego



“Y vio cómo la Oscuridad le rebanaba los dedos primero, después la mano 
y, enseguida, con un sonido glotón y satisfecho, se lo llevaba entero.


Esta novela de la escritora argentina Mariana Enríquez (1973), publicada por Anagrama y ganadora del Premio Herralde en 2019, es un libro original y complejo, casi inclasificable, el cual tiene como temas: la maldad, la crueldad, el miedo, es decir, todo lo relacionado con el lado más siniestro del ser humano.

Es una novela que, a pesar de su extensión (más de 660 páginas), es muy amena, con personajes entrañables y tramas envolventes. Su mayor acierto es producirnos aprehensión, ansiedad, incluso a veces pavor. No es fácil para un libro provocar sentimientos tan intensos, y éste lo hace.

Quizás el mayor defecto de Nuestra parte de noche sea que es un libro muy abigarrado, se entremezclan en él demasiados acontecimientos, algunos reales: la dictadura argentina (1976-1983), las desapariciones, los traumas infantiles, la violencia intrafamiliar; otros imaginarios: “La Orden”, una secta que pretende arrancarle a la Oscuridad el secreto de la vida eterna y que está dispuesta a todo para lograrlo: mutilar, matar, sacrificar. Por momentos parece todo demasiado confuso y los saltos entre la realidad y la fantasía a veces parecen excesivamente bruscos, pero, como ya se dijo, el principal objetivo de Enríquez es horrorizarnos, cosa que consigue de manera excepcional.

Las fuentes literarias de las que abreva Nuestra parte de noche están muy a la vista. Lo mismo la tradición inglesa del romanticismo gótico: las hermanas Brönte, Arthur Machen, Bram Stoker; que reconocidos genios del horror norteamericano: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Stephen King; además de colosos de la literatura fantástica en latinoamérica: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, etc...

Dignas de mencionarse también son dos cualidades de la novela: primero, el que “La Orden” funcione como metáfora de un sistema en el que los poderosos, los dueños de la tierra y del dinero, son los que ganan siempre, más allá de los vaivenes políticos y, segundo, el que retome elementos de las mitologías y religiones populares de los pueblos de Sudamérica, principalmente de los mapuches y los guaraníes, dándole un toque sumamente original a la narración.

Me parece un libro sumamente valioso, que al entremezclar características clásicas del género con las peculiaridades geográficas, sociales y culturales de nuestra región, puede funcionar como piedra angular de un canon latinoamericano de la literatura de horror.