Dillan
Wake, escuché ese nombre por primera vez cuando Timothy me dio uno de sus
libros para que lo leyera. “Te va a fascinar”, me dijo aquel muchacho de
maneras tímidas y andar apesadumbrado. No se equivocó, La Encrucijada es un libro único, pleno de suspenso y horror, pero
más que nada, lo que impregna sus páginas es un vasto conocimiento del lado más
más atroz del alma humana.
Después de leerlo, le pregunté a Timothy si
tenía más libros de Wake que pudiera prestarme. Poseía un par más: El Caminante del Río y Lluvia de Ceniza.
Luego de recorrer librerías, bibliotecas y
ferias culturales encontré el resto de su obra: dos novelas, dos volúmenes de
cuentos y un breve poemario. Ya que las leí todas, la atención de mi cerebro
-postrada absolutamente ante Dillan Wake-, se centró en conocer detalles de su
vida, una vida hundida en el más hondo secreto.
Dillan Wake, cuyas escasas fotos lo
mostraban alto, delgado, de nariz recta, ojos azul cobalto y cabello rubio,
había nacido en Carolina del Norte treinta y siete años atrás. Desde su
infancia había destacado por sus dotes de orador y poeta. Había hecho estudios
de literatura en Harvard y Oxford. Su primer libro, Bosque en Llamas, publicado cuando apenas tenía dieciséis años, le
valió ganar varios premios estatales y nacionales, así como el aplauso de la
crítica. Sin embargo, su consagración definitiva vino con La Encrucijada, publicado cuando Wake apenas estaba por cumplir
veintidós años de edad.
¿Qué sucedió después? Dillan Wake demoró en
publicar su quinta novela dos años más de lo esperado. Entregó el manuscrito a
sus editores, pero cuando quisieron notificarle de múltiples cambios que
pretendían realizarle al borrador, no hubo forma de localizarlo. Wake había
desaparecido sin dejar rastro
Su último libro, Abismo, es la más esotérica de sus obras, no solo en cuanto al
tema, sino también en el lenguaje; resulta incomprensible para un lector
promedio y pocos, muy pocos críticos han logrado sacar algo en claro de sus
nebulosas páginas. La editorial inicialmente no pensaba publicarla, pero no
quisieron desaprovechar el escándalo propiciado por la desaparición del autor
y, así, Abismo pudo salir a la luz.
De los sucesos que he relatado, han pasado
casi diez años y Wake sigue sin aparecer. No sé en qué momento me decidí a dar
nueva fase a mi obsesión y dejarlo todo, pareja, trabajo, vida, para emprender
la búsqueda del enigmático autor.
Empecé por visitar su ciudad natal,
Wilmington, Carolina del Norte. No quedaba ningún pariente vivo suyo ahí, a
excepción de una prima, Linda Crabtree, quien vivía en una pequeña, pero
elegante casa de paredes blancas y tejas verdes, muy cerca del río. Tras
negarse en un principio a brindarme cualquier información respecto al tema, mi
insistencia y la sinceridad de mi propósito, la convencieron de darme una
entrevista una tarde veraniega.
—
Dillan nunca fue como los demás. Las cosas mundanas le interesaban poco. Sus
ojos parecían de hielo, ningún secreto, por más bien escondido que estuviera,
podía escapar a su mirada. Y que facilidad, que maravilloso don tenía para
contar historias. Cualquier acontecimiento, incluso el más trivial, renacía en
sus labios convertido en una epopeya.
— ¿Tiene
usted alguna idea de por qué desapareció, cree usted que le haya sucedido algo?
Linda permaneció silenciosa unos instantes,
con los ojos clavados en el suelo de madera.
— Tuvo
que sucederle algo. Su ausencia debe tener alguna razón.
— Perdone,
yo no quería…
Linda cerró los ojos y suspiró.
—
Dillan y yo fuimos muy apegados durante la infancia. Con el tiempo he aprendido
a sobrevivir sin verlo ni escucharlo. Pero apenas su recuerdo viene a mi mente,
yo no puedo evitar…
Linda, que entonces, pese a su aspecto
avejentado, apenas frisaba los cuarenta, se soltó a llorar.
— No
puedo decirle mucho más de Dillan. Pero tengo algo que tal vez sea de su
interés.
Linda abandonó su silla y subió escaleras
arriba. Aproveché la ocasión para mirar los retratos que había en la sala. En
uno de ellos aparecía Wake siendo adolescente, más bajito, más delgado, pero
con la misma arrogante actitud presente en los retratos que ya conocía.
Al cabo de breves instantes, la mujer
volvió, trayendo consigo un libro.
— Me
dio esto poco antes de que se esfumara de la faz del mundo. Está escrito en un
lenguaje que yo desconozco. Pero tal vez le brinde algo, una seña, una pista,
que la ayude en su búsqueda.
— Muchas
gracias.
— No
puedo decirle cuántos deseos tengo de que lo encuentre.
Con esta frase, ella se despidió.
El libro que Linda Crabtree me dio estaba
escrito en francés, tal como ella, yo tampoco hablaba aquella lengua. Con ayuda
de un diccionario, comencé a traducirlo y lo que deduje, después de haber
revisado algunas páginas, es que aquel tomo estaba conformado por conjuros
esotéricos, seguramente parte del material que Dillan Wake había utilizado para
escribir su última obra, la cual, como ya mencioné, era de un carácter muy
extraño.
Seguía el análisis del documento, cuando
de entre aquellas amarillentas páginas brotó una postal. En ella se mostraba un
tranquilo lago, rodeado de sauces y fresnos, al fondo de la escena, se
apreciaba una bellísima mansión afrancesada, típica del sur del país.
Tras admirar un instante la imagen, le di la
vuelta, había escrita en ella una dirección.
Furet Street, 1001 Lake Charles, Lousiana
No podía creerlo, hallar el paradero de
Dillan Wake no parecía ser una labor tan complicada como lo había imaginado.
Apenas llegó la mañana, pagué la cuenta del hotel y tomé el volante.
El camino a Lousiana me tomó dos días, pues
el mal estado de mi coche me obligó a hacer paradas en Atlanta y Jackson.
Llegué a Lake Charles una nublada mañana de jueves en que la lluvia amenazaba
con hacerse presente. Estaba muy nerviosa ante la insólita posibilidad de
encontrarme cara a cara con el admirado autor de mis novelas favoritas, pero,
refrenando mis ansias, me detuve a desayunar en una modesta cafetería de las
afueras de la ciudad.
Mientras me servían café y me preparaban
unos huevos con tocino, abrí el libro que me había dado la prima de Wake. Miré
la postal que se hallaba entre sus páginas y le pregunté a la mesera si conocía
aquella casa, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, me indicó que no, que
estaba recién llegada a la ciudad, pero dijo que le preguntaría a su patrona
quien llevaba toda su vida viviendo en Lake Charles.
— Claro
que la conozco, La Maison Larriviere, perteneció por muchas generaciones a una
familia muy respetable de estos rumbos. Pero el último de sus descendientes,
Laurent, un auténtico cabeza hueca, lo perdió todo gracias al alcohol y las
mujeres. Tuvo que venderla hace algunos años, a un rico forastero llegado de
quien sabe dónde.
— ¿Lo
vio alguna vez?
— A
Laurent, claro, al pobre yo…
— Me
refería al forastero. ¿Lo conoce?
La mujer permaneció un instante callada,
como haciendo un esfuerzo por traer al presente la brumosa silueta de aquel
individuo.
— Algunas
noches solía venir aquí, pero ya hace mucho que no lo veo. No era un hombre mal
parecido, pero algo en él nunca me agradó. Quizás yo estuviera prejuiciada por
haber sido él quien les comprara la casa a los Larriviere.
Llegué a Furet Street sin mucha dificultad,
pero encontrar el número 1001 no fue tan sencillo. A partir del número 900, la
avenida, hasta entonces ancha y bien pavimentada languidecía, mientras que a sus
flancos, las casas eran cada vez más frecuentemente sustituidas por pantanales
y vegetación. Ya alcanzando el número 1000, perteneciente a un blanco caserón
en estado ruinoso, la vía giraba hacia el sur y se convertía en un camino de
terracería. A través de un puente de acero corroído, crucé un canal de aguas
malolientes, enfrente de mí, se apreciaba un pequeño lago bordeado por fresnos
y sauces, más allá, un macizo edificio de paredes grises y tejado verde,
sostenido por anchas columnas cubiertas de hiedra venenosa.
Al acercarme a la mansión, tuve que dejar el
carro un poco lejos, pues el camino de tierra culminaba antes de llegar al
lago, me percaté de que distaba mucho de tener la sublime apariencia que la
fotografía que había en el interior del libro mostraba. Sus paredes estaban
mohosas y en no pocos espacios brotaban de su superficie hongos y maleza. Las
columnas estaban despintadas y la vegetación crecía sobre ellas sin ningún
sentido estético.
Me sentía asustada, pero haciendo acopio de
fuerzas toqué el portón. Esperé ansiosa que fuera abierto, pero nada pasó. A lo
largo de la tarde, volví a intentarlo varias veces, pero el resultado fue el
mismo.
Con la idea de volver al día siguiente,
volví al coche, bordeando el lago a través de un estrecho pasaje erizado de
juncos y arbustos espinosos que rasgaron en varias ocasiones mi pantalón.
Antes de encender el motor, quise ver una
vez más la fotografía, para contrastarla con la notoria decadencia actual de la
mansión. En eso estaba, cuando, con gran sorpresa, observé cómo, de las
profundidades del lago cenagoso, salía una forma indefinible - me había quitado
los anteojos para mirar más a detalle las fotografías- y, tras un instante de
vacilación, abría la puerta e ingresaba, tambaleante, en el interior del viejo
caserón.
Un pavor indescriptible me hizo arrancar el
auto y abandonar aquel sitio. Manejando entre bosques sombríos, no me
tranquilicé hasta alcanzar las primeras luces de la ciudad.
Abrí los ojos y distinguí, para mi calma,
las amplias ventanas de la habitación de hotel que había alquilado la noche
anterior. Me levanté, me miré al espejo, lucía fatal. Todos los recuerdos de lo
sucedido la noche anterior se agolparon en mi cabeza. Un escalofrío recorrió
mis huesos, pero mi ansia de penetrar en la vida de Dillan Wake se impuso y,
tras bañarme, vestirme y desayunar en una cafetería cercana, me dirigí una vez
más hacia el número 1001 de la calle Furet.
A la luz del sol, mis temores vespertinos
se hicieron brisa. Feliz recorría la campiña poblada de garzas, ranas,
libélulas y mariposas, cuando, cerca del fangoso borde del lago, descubrí dos
pelícanos muertos, destrozados brutalmente.
— Los
caimanes, pese a su apariencia estatuaria, son máquinas carniceras, nunca debe
confiarse usted.
Al escuchar aquella voz de tono profundo,
volteé y, tras colocar una mano sobre los ojos para evitar ser cegada por el
sol, pude observar cómo avanzaba hacia mí un hombre alto y esbelto, que pese al
calor sofocante, vestía con gabardina y sombrero.
— Soy
Dillan Wake.
Apenas alcancé a musitar mi nombre y mi
mano tembló al estrechar la suya. Al mirarlo de cerca, distinguí su ojo
derecho, mucho más azul que en las fotos. Sin embargo, el lugar donde debía
encontrarse el izquierdo estaba oculto por un vendaje.
— Me
impresiona que hayas gastado tanto de tu tiempo en una obra de absoluta
banalidad —me dijo Dillan mientras
tomábamos el almuerzo bajo la techumbre de un elegante cenador de columnas
blancas y techo de pizarra, rodeados por el vasto jardín de La Maison
Larriviere, lleno de frondosos árboles, así como de una exuberante vegetación.
— Nada
de tu obra es banal —exclamé
sin poder reprimir una sonrisa delatora—
es increíble cómo logras poner en evidencia la esencia maligna que habita en el
interior de cada ser humano, incluso en aquellos que…
— Basta
por favor, esos libros me hacen sentir vergüenza de mí mismo, preferiría no
volver a escuchar de ellos nunca más.
— Mr.
Wake ¿Cómo puede decir eso? Sus novelas tienen una legión de fanáticos lectores,
Encrucijada y Lluvia de Ceniza tienen, además de ventas millonarias, el aplauso
de la crítica más estricta.
El escritor hizo la cabeza hacia atrás,
mostrando en su rostro una mueca de fastidio.
— Abismo
es lo único trascendente que he escrito en toda mi vida, y nadie, ni siquiera
sus lectores más eruditos, ha logrado entender una sola de sus páginas.
— ¿Por
eso se apartó del mundo, porque sabía que sus lectores y críticos no llegarían
a comprender nunca su obra más valiosa?
Wake permaneció largos minutos silencioso.
Al fin, en algo que era apenas poco más que un susurro, respondió:
— Esa
fue una razón, hay otras… Pero suficiente hemos dicho de mí. Conocer quién es
usted, me interesa demasiado.
El sol comenzaba su caída, tiñendo el cielo
de dorado y púrpura. Las aves, cansadas de sus actividades diurnas, tomaban por
asalto los árboles que nos rodeaban, buscando, en sus elevadas copas, refugio
ante la oscuridad creciente.
Hablábamos de mi aburrida vida en Boston,
de mi olvidada familia o de cualquier cosa trivial, cuando comencé a notar en
mi interlocutor una ansiedad evidente. Sus manos temblaban, su ojo visible
miraba nervioso hacia todos lados. Sus dientes empezaron a castañear sin razón,
pues ningún rastro de viento o de frío asomaba en aquella tarde.
— ¿Se
siente bien, Mr. Wake?
Dillan se paró de la mesa, como acosado ante
una aparición, la cual mis ojos torpes eran incapaces de mirar.
— Vuelva
mañana o el día que guste, pero, por lo
que más quiera, váyase ahora.
Recordé el extraño ente que había visto
salir del lago, entonces comencé a temblar también.
— ¡Váyase!
—repitió aquel hombre atormentado, y yo, sin fuerzas
ni ánimo para oponerme a su terrible advertencia, avancé de inmediato hacia la
puerta de la mansión.
Pese a que no cerré los ojos en toda la
noche, volví a La Maison Larriviere apenas salió el sol. A mi llegada, Dillan
Wake me recibió con efusión y amabilidad, pero algo en su rostro había
cambiado. El vendaje que había mostrado el día anterior cubriéndole el ojo, ahora
se extendía a prácticamente la mitad siniestra de su cara.
— ¿Está
usted bien, Mr. Wake?
Enseguida se palpó con la mano la zona
oculta por las vendas.
— Hace
poco sufrí un percance. Mi piel está algo delicada, con frecuencia debo
cubrirla del sol. ¿Gusta desayunar?
La mañana, tal y como el día anterior,
la pasamos en el cenador del jardín, entre trinos de aves y lectura de poesía
francesa.
Más tarde, cuando ya estábamos fatigados
del calor, entramos a la casa. Contrario a su apariencia externa, la mansión
seguía manteniendo mucho de su esplendor original. Un imponente candil de oro y
cristal se alzaba en el centro de una sala cubierta de tapiz color verde menta;
detrás, dos escalinatas gemelas conducían a la parte superior, donde se hallaba
un largo pasillo, flanqueado por dos hileras de cuartos.
Estábamos charlando, cuando, con el correr
de la tarde, mi anfitrión comenzó a ponerse más y más nervioso. Al verlo así,
amenazado, asustado, deduje que era el momento indicado para irme. Ya me había
levantado de mi asiento, cuando comencé a sentir un dolor tremebundo en el
vientre, como si mi estómago fuera traspasado por una multitud de dientes
afilados.
Ayudada por Wake caminé hacia el baño, ahí,
después de descargar mi estómago, cuatro o cinco veces, me sentí un poco mejor.
Al abrir la puerta, vi el sobresaltado semblante del escritor. Un profuso sudor
corría sobre su frente, sus dientes castañeaban sin cesar.
— ¿Está
mejor, señorita?
Tras desplomarme en sus brazos, Wake me
palpó la frente.
—
Tiene mucha fiebre.
Antes de perder la conciencia, sentí cómo
era transportada hacia el interior de una habitación.
Instantes después, la voz profunda de
Dillan me hizo abrir los ojos. Estaba recostada sobre una cama. La iluminación,
proveniente de una lámpara ubicada sobre la mesita de noche era deprimente.
— Pase
lo que pase, escuche lo que escuche, no vaya a abrir esta puerta. Su vida
depende de ello. En la mañana yo vendré por usted. Tan pronto las
circunstancias me lo permitan, le conseguiré un doctor.
Alcancé a mirar su rostro semicubierto y mover
la cabeza de arriba abajo, antes de oír cerrarse la puerta y perderme en sueños
espectrales.
Era ya muy noche cuando abrí los ojos. Me
fastidiaba la cabeza, pero el dolor en el vientre había disminuido. Entonces,
escuché un ruido difuso pero persistente, como si algo o alguien quisiera
entrar a mi habitación. Un agudo temblor recorrió mi espalda. Me arrebujé en
las cobijas y me tapé las orejas con las manos. Para cuando, minutos después,
me destapé los oídos, el extraño sonido había cesado.
Venciendo todo rastro de temor, me puse los
anteojos y encendí la luz. La casa parecía una tumba, no se escuchaba nada.
Enseguida, hice a un lado las cortinas y miré por la ventana, la cual por
cierto daba al pequeño lago ubicado frente a la casa. Una criatura avanzaba a
grandes trancos sobre la maleza; después, con una agilidad notable para su
cuerpo disforme, se sumergió en las aguas cenagosas.
Al otro día, apenas amaneció, Dillan
cumplió su promesa y fui visitada por un médico traído a toda prisa de Lake
Charles.
— Tiene
usted suerte, señorita, la intoxicación que sufrió ya está cediendo —me informó el pequeño hombrecillo de cabello cano y
bigotes de aguacero.
Recordé que la mañana anterior, antes de
venir a la La Maison Larriviere había desayunado en una cafetería en que la
comida no parecía muy fresca. Aquellos alimentos debían ser la causa de mi
malestar.
— Pero
debe mantenerse en reposo absoluto, todavía se encuentra muy débil.
Ya que el médico se retiró, Dillan Wake se
acercó a reconfortarme. Noté que sus manos estaban ahora cubiertas por robustos
guantes de cuero.
— Puedes
quedarte aquí el tiempo que necesites.
Moviendo la cabeza débilmente, asentí.
Dillan estaba por salir del cuarto, cuando
mi mano se aferró a la manga de su gabardina.
— Mr.
Wake…, no me dejé aquí sola. Hay algo allá afuera… Me da mucho miedo.
El escritor, como en los dos pasados
atardeceres, comenzó a temblar.
— Suélteme
por favor. Hay asuntos que debo tratar.
Poco después, gracias a los calmantes
suministrados por el médico, pude dormir.
Debía de ser media noche cuando los
rasguños sobre la puerta de mi habitación me despertaron. No llegaron solos. Un
alarido en el que el horror y la súplica parecían mezclarse, les hacía
compañía. Como en la ocasión anterior, me arrebujé en las cobijas y me tapé los
oídos, pero aquellos arañazos, aquellos gritos no cesaban de atormentarme.
Al amanecer, la calma volvió. Apenas el
primer rayo de sol entró a la habitación, me apuré a cambiarme. Aunque me
sentía muy debilitada por la enfermedad, además de la falta de sueño, tomé mis
cosas y en el mayor sigilo posible, me deslice hacia la salida de la mansión.
En mi camino, no encontré el más mínimo rastro de Dillan Wake.
Caminé con rapidez hasta el coche. Ya una
vez en Lake Charles, en la blanca comodidad de mi cuarto de hotel, respiré muy
hondo, logrando hacer que se desvaneciera la carga de terror que había
soportado hasta aquel instante. En cuanto recobrara mis fuerzas y mi ánimo,
volvería a Boston y no pondría pie en aquella casa maldita nunca más.
Dos días más tarde, me sentí aliviada de
mis malestares. Ya me había bañado, vestido, estaba a punto de cerrar mi cuenta
y retirarme del hotel, cuando mi mirada se dirigió a Abismo, la última novela escrita por Wake, cuya cubierta púrpura
asomaba de uno de los rincones de mi bolso. Atraída por una fuerza
irrefrenable, comencé a leerlo.
En la densa penumbra, aun el monstruo, busca la luz.
Aquella
breve frase capturó mi atención, a mi cerebro asomó de nueva cuenta la
curiosidad. Breves instantes después lo decidí, aquella tarde, volvería a la
mansión y resolvería el misterio que perseguía a Dillan Wake.
Llegué a las cercanías del lago cuando el
sol ya estaba decadente. El aire se sentía más fresco que los otros días y un
ligero temblor se alzaba entre mis vértebras mientras avanzaba entre los sauces
y los juncos. Tras hallar unos arbustos
que me facilitaban esconderme, permanecí, ahí, estática, esperando que la
criatura acuática volviera a aparecer.
El sol bajaba, el viento aumentaba su
fuerza. Mis nervios no me dejaban en paz. Por un instante, tuve la tentación de
correr al auto y volver a la seguridad de mi hotel, pero, entonces, la puerta
de la mansión se abrió, las garzas y los patos, graznando estrepitosamente,
buscaron refugio en las ramas de los árboles que rodeaban el estanque
pantanoso. Apareció un hombre con casi todo el cuerpo cubierto por vendajes.
Entre los escasos huecos que dejaban descubiertos los pedazos de gasa, se
percibía una piel amarillenta, seca como un pergamino, acompañada de
sanguinolentas pústulas. Su único ojo visible, color azul cobalto, delataba su
identidad.
Con incredulidad y angustia, miré cómo
Wake, moviendo los labios como si musitara una plegaria, enfilaba hacia el lago
y muy despacio iba hundiéndose hasta quedar por completo sumergido.
— ¡Se
va a matar! —dije para mis adentros,
llena de horror.
Abandoné mi escondite y me dirigí hacia el
borde del lago. Estaba ya hundida hasta la cintura, cuando el agua comenzó a
borbollar. A pocos metros de mí, surgió una cabeza reptiliana, con grandes ojos
ambarinos y dientes como cuchillas. Me acordé de los pelícanos muertos que
encontré el día de mi llegada y al instante comprendí el destino del escritor.
Todavía estaba cerca de la orilla, si evitaba el pánico, tendría tiempo
suficiente para escapar.
El agua era fangosa, el monstruo se movía
con agilidad inusitada para su enorme tamaño, pero, antes de sentir en mi carne
sus dientes, pude alcanzar terreno firme. Pensé que el caimán o lo que fuera,
al estar su presa fuera del lago, desistiría de su caza, pero, sorprendida,
miré cómo lentamente iba sacando su cuerpo fuera del agua y, cómo si fuera un
hombre, se alzaba sobre sus extremidades traseras y avanzaba hacia mí. De su
boca salía un alarido espantoso, el mismo que escuché durante aquellas dos
terribles noches, al otro lado de la puerta de mi habitación.
Eché a correr, pero la bestia, a paso raudo,
me perseguía con ferocidad. No me faltaba mucho para alcanzar la mansión,
cuando al caer entre la maleza, mis gafas se hicieron trizas, complicando mi
situación, pues, aunada a mi miopía, una niebla, a cada instante más densa, me
permitía apenas vislumbrar los contornos de lo que yo imaginaba árboles y
rocas.
A mis oídos llegaban, hiriendo el cielo
tenebroso, los cantos de los sapos y el trinar de los chotacabras, que
acompañaban, como un coro infernal, los bramidos del monstruo.
Ocultándome detrás del tronco de un encino,
pude evadir a mi perseguidor lo suficiente para que perdiera mi pista, después,
al mirar hacia la izquierda, vi con alivio una estructura cuadrada que parecía
indicar un cobertizo. Corrí con todas mis fuerzas para alcanzar el refugio.
Podía ver muy poco de aquello que me circundaba, pero los alaridos, aunado al
sonido de la vegetación que se quebraba con cada uno de sus pasos, me indicaban
la cercanía del monstruo. Corrí con todas mis fuerzas y una vez que logré
trancar la puerta, me sentí a salvo.
Respiré hondo varias veces, el lugar era
oscuro y maloliente. Tanteando en el piso, logré ubicar una linterna. La
encendí.
Me hallaba en una pequeña bodega repleta de
sacos de grano e instrumentos de labranza oxidados. Busqué algún sitio que
pudiera ser vulnerable a la embestida de la bestia que afuera proseguía en sus
intentos por entrar; las paredes carecían de orificios, en el piso no había
túneles. Lo que sí noté es un hueco abierto en el techo, lo bastante grande
para que aquel demonio entrara.
Tomé una pala y esperé, con los ojos fijos
en el fragmento de luna que se colaba a través del tejado roto, a que llegara
el amanecer, pensando que la luz obligaría al monstruo a volver a su escondite.
Debía de ser casi media noche, cuando los
gemidos y golpes cesaron. Me sentí tranquila, pero pronto se redobló mi
angustia al pensar que el endriago no renunciaría a su presa.
Así fue, poco después de haber suspendido
los embates, una cabeza escamosa asomó por el hueco abierto en la techumbre.
Sus alaridos -que como ya he dicho, además de amenazantes contenían algo de
súplica- me hicieron temblar, pero aferré mis manos a la pala y me dispuse a
utilizarla para mi defensa.
Con movimientos mecánicos me abalancé sobre
el demonio cuando éste se desprendió del tejado y se lanzó hacia mí. Una de sus
garras alcanzó a herirme el brazo, pero dándole dos certeros golpes con la
pala, logré hacerlo retroceder. Iba ya a retomar su ataque, cuando al agitar su
cola, impactó un anaquel cubierto de pesados bultos, lo que causó que éstos se
desplomaran sobre él.
La criatura se lamentó con otro de sus
espantosos alaridos. Yo, aprovechando la ventaja, abrí la puerta del cobertizo
y salí corriendo, cerrando por fuera la puerta para dejarla atrapada adentro.
Desperté en el asiento delantero de mi auto
con la cabeza y las manos apoyadas en el volante. Recordé entonces que, cuando
salí de la bodega, tenía la intención de alejarme de aquel lugar lo más posible,
pero supuse que el cansancio y la angustia me habían vencido apenas puse pie en
el vehículo.
Mire a mi alrededor, el día era claro y
caluroso, los patos graznaban con alegría y las mariposas surcaban los aires
con alas color tornasol.
En el asiento trasero, estaba la pala que
tan buenos servicios me había brindado la víspera. Saqué de la guantera mis
gafas de repuesto y, respaldada por la luz y la tranquilidad que se respiraban
en aquel instante, me bajé del auto y avancé hacia el cobertizo.
La bodega seguía cerrada, tal y como yo la
había dejado. Acerqué mi oído a la puerta para escuchar algo, un arañazo, un
bramido, que me indicara la presencia de la bestia, sólo pude escuchar un
sollozo contenido y bajo.
Utilicé la pala, quebré la cerradura y,
armada con ella y una linterna, penetré en el interior del almacén. Adentro se
percibía un olor nauseabundo, mucho más fétido que la noche anterior, lo que,
aunado a numerosas gotas de sangre sobre el piso de madera, me hizo suponer que
el cuerpo del endriago había comenzado a descomponerse.
Ni siquiera había pensado qué haría con mi
“trofeo de caza”, cuando, rastreando el sollozo, lo ubiqué en uno de los
ángulos del cobertizo, no muy lejos del sitio donde la bestia había sido
derribada.
A la luz de mi linterna surgieron las formas
de un hombre o -mejor dicho- de lo que quedaba de un hombre. El ente se hallaba
sentado en un rincón, con la cabeza oculta por unas manos casi descarnadas.
— Yo
ya no quiero más de esto…
Al apuntar mi lámpara de mano hacia su cara
distinguí el azul del ojo sano de Dillan Wake, así como una cara completamente
desfigurada por la sangre y las llagas.
— Pensé
que la bestia lo había devorado en el pantano.
— Yo
soy el monstruo. Nunca debí entrometerme en cosas que no entendía.
— Abismo…
— Estoy
maldito…
Wake, sin poder contenerse, comenzó a
llorar, mezclado con su lamento, podía distinguirse el tono de súplica que
formaba parte del alarido del demonio.
— Yo…
descubrí un mal día esos libros infernales… Al principio pensé que sólo se
trataba de un juego… empecé a involucrarme con fuerzas más poderosas que yo,
dominaron mi mente, mi espíritu… me hundieron en la desesperación, en la
desgracia…
De lo que pude sacar en claro de sus
palabras, frases y silencios, es que el último libro de Dillan Wake era en
realidad la plegaria de un antiguo culto demoniaco, reconstruida a partir de la
recopilación de información de varios textos que se hallaban desde hace mucho
tiempo perdidos u olvidados. Qué a partir de ello, una arcaica hechicería
volvió a la vida, haciendo del escritor su esclavo. Todos los días, a la hora
del crepúsculo, debía cumplir con el ritual de convertirse en monstruo y
después encontrar víctimas para saciar su hambre y la del ente que dominaba su
voluntad. En caso de no cumplir con estas condiciones, su carne se secaría
hasta convertirlo en una momia viviente, de ahí su aspecto cada vez más
decadente.
Ese día, cuando lo encontré en el
cobertizo, lo ayudé a transportarse hasta su cama en La Mansión Larriviere.
Llamé a una ambulancia. Poco después, Dillan Wake fue internado en una clínica,
y aunque me enteraba que día con día sus condiciones físicas y mentales se
seguían deteriorando, no pude visitarlo, pues los médicos lo consideraban
demasiado peligroso, tanto como por su evidente desequilibrio mental, como por
la posibilidad de que su enfermedad fuera contagiosa.
El día antes de volver a casa, quise hacer
un último intento por verlo. Apenas me acerqué, noté que varios hombres armados
custodiaban el lugar y lo rodeaban con una cinta amarilla. Poco después, vi
sacar del edificio tres cuerpos cubiertos por sábanas salpicadas de abundantes
manchas rojas. Muy pronto pude confirmar, de la boca de los empleados del
sanatorio, quién era el culpable de aquel horror.
He regresado a Boston. Prendí fuego a sus
libros, me he deshecho de todas sus fotografías. Me digo que Dillan Wake y el
demonio que bajo su piel habita, no me encontrarán aquí, que estoy muy lejos de
su alcance. Sin embargo, el miedo no se desvanece. Me parece encontrarlo en
cada sombra, en cada rincón sin luz. Ahora mismo, detrás de los pinos que se
recortan contra el crepúsculo, más allá de mi ventana, creo observar sus ojos,
fijos, atentos, esperando que yo cometa cualquier descuido, la más mínima
imprudencia, para entonces atacar.