No recuerdo cuando fue la primera vez que fui a
Acapulco. Debió de haber sido a fines de los años ochenta. Conservo oscuras
imágenes de cuartos de hotel y albercas que tanto pueden pertenecerle al
puerto, como a la Hacienda Vistahermosa o a la de Cocoyoc. Me acuerdo, sí, con
certeza, del miedo que me daba que me jalara el mar, de las malteadas de
chocolate y los pays de limón del Vips, de las eternas caminatas por la Costera
con mis papás y Luis Miguel (así se llama mi hermano) asombrándonos sobre todo
de un chimpancé y unos cachorros de león que cada noche estaban en la entrada
del restaurante Beto’s, con los que te podías tomar una foto.
Cuando todavía no existía la Autopista del
Sol, el camino desde la ciudad era larguísimo. Horas y horas de curvas y
parajes desolados, interrumpidos tan solo por la imagen de algunos corrales
ocupados por vacas y puercos famélicos, además de los siempre presentes
zopilotes. En esos años, yo creía que las enormes montañas a lo largo de la
carretera eran monstruos durmientes y que tal vez algún día despertarían para
aterrorizar a los seres humanos (quiero apuntar que para ese entonces no había
leído ni una sola página escrita por H. P. Lovecraft). Pasábamos muchas noches
en Chilpancingo, en el hermoso Hotel Bugambilias, lleno de flores y jardines,
sólo para reanudar el camino hacia la costa a la mañana siguiente.
También recuerdo con mucho cariño cuando fuimos con Susana (no le gusta que le digan abuelita), mi tía Susi y sus hijos: Damián, Jorgito, Iván y Gisela, que todavía era una bebé. Esa vez no fuimos en carro, sino en camión. El viaje fue todavía más largo, pero la ilusión de ver el mar y echar relajo con mis primos, me impidió dormirme, creo que aturdí a todos con mi “¿Ya vamos a llegar?, ¿ya vamos a llegar?”
A ese viaje, que debió haber ocurrido ya al
inicio de los 90, también fue mi primo Iron, hijo de mi tía Reyna, que era el
nieto consentido de Susana. En ese entonces era medio payaso, y como nos caía
mal a todos, le bajamos los pantalones en la playa y se puso a llorar. Nos la
pasamos muy divertido en las Torres Gemelas, en la pequeña alberca jugábamos al
tiburón y nos encantaba aventarnos de una cascadita de unos dos metros de alto.
También recuerdo el terror en la cara de Luis Miguel y de Iván cuando la
policía vino a tocarnos a la habitación, pues mi primo y mi hermano habían
estado aventando envases de refresco llenos de agua (y hasta de pipí) desde el
balcón hasta la alberca, unos veinte pisos abajo. “Por favor no me lleve, señor
policía”, rogaban entre lágrimas. Al final, sólo los regañaron y les dijeron
que no lo volvieran a hacer. Además fuimos
al balneario CICI y recuerdo que me la pasé increíble jugando con las pistolas
de agua que había en el barco pirata. Regrese a la ciudad con un frasco lleno
de caracolitos y de conchitas.
Recuerdo haber visto muchas veces tirarse a
los valerosos clavadistas desde los altos riscos de la quebrada, visitar a Cira
“La Morena” en Barra Vieja o comer en “El Chaneque” junto a la laguna de Tres
Palos. No olvido tampoco cuando el huracán Andrew nos cortó unas vacaciones en
Orlando y mi papá decidió reponer los días faltantes con una estancia en el
famoso Acapulco Princess. Llevé conmigo, desde Estados Unidos, unos comics de
las Tortugas Ninja e inspirado por ellos cree algunos de mis primeros
personajes como Otter Poolman (un heroico hombre nutria) y sus enemigos, los
piratas mutantes: el Capitán Dogman y su torpe sirviente Flamenk (basado en los
rosados inquilinos que habitaban un estanque cercano a la alberca).
Cómo olvidar los muchísimos viajes en lancha con fondo de cristal hacia La Roqueta. El
placer de snorkelear entre el rocoso contorno de la isla y hallar todavía, a
pesar de la gente y la contaminación, estrellas de mar y peces multicolores,
además de alguna anguila nadando entre los pies de un despreocupado bañista.
O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.
O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.
A manera de contraste, la siguiente vez que
visitamos Acapulco nos hospedamos en el icónico Hotel Las Brisas, cómo no
recordar la caja mágica que traía el desayuno todas las mañanas, lo genial que
era nadar en nuestra pequeña alberca privada cubierta de flores o la emoción de
viajar en carrito de golf hasta La Concha, una piscina de agua salada
especialmente diseñada para los huéspedes donde resultaba una delicia nadar. No
se me olvidan tampoco todas abundantes comidas en el restaurante El Cabrito, en
la Costera Miguel Alemán, a un lado del CICI, en los inigualables Tacos Tumbras
ubicados junto al exclusivo Suntory, o en el Pollo Feliz, para después ir a dar
una vuelta por el malecón, con el sol hundiéndose en el mar.
Los últimos cuatro días del siglo XX los
pasé en Acapulco y en sus enormes albercas y sus playas de arena dorada tuve la
revelación de bellezas incontables, con ceñidos bikinis, cuerpos bronceados y
cabelleras rubias. Unos meses después, ya iniciado el milenio,
vivimos con angustia los larguísimos minutos que mi hermano se perdió en el
mar, sólo para verlo regresar, asustado y cansado, después de luchar un buen
trecho contra la corriente que quería llevárselo.
Además, mi primera cita fue en
la semana santa del 2002, con una vecina de nombre súper telenovelero, María
Mercedes, que estaba hospedada por casualidad en nuestro mismo hotel. Tomamos
un refresco en el bar del Hyatt. Recuerdo que hablamos de los Óscares y del Big Brother, el programa de moda en
aquellos tiempos, yo estaba muy nervioso, incluso tiré mi vaso, pero al final
creo que le causé una buena impresión, pues en la ciudad volvimos a salir
algunas ocasiones más.
Durante el verano, regresé a Acapulco. Esta vez, además de mi mamá, también vinieron mi tía Pilar y mis primos
Karla, Melizza, Juan Luis y Susan. Fuimos a Baby Lobster y ahí bailé por
primera ocasión con una gringa. Recuerdo que esa vez también manejé una moto de
agua y, acompañado de mis primos, sin ningún adulto, fuimos a Disco Beach. Cómo
no teníamos con quien, bailamos entre nosotros. Karla se me acercó y bailamos
muy pegaditos el “Aserejé” y la de “Se la llevó, el tiburón”.
En 2012, el año que supuestamente se iba a
acabar el mundo según los mayas, fui por primera vez al puerto guerrerense sin
mis papás. El viaje salió de sorpresa. Mis primas Nuri y Lupita tenían la idea de acampar
en la playa en una época en que los asesinatos ya se habían vuelto cosa
cotidiana en el puerto. Afortunadamente, gracias al novio de Lupita en ese entonces
(no recuerdo su nombre), conseguimos quedarnos en la suite principal de Las
Torres Gemelas a un precio accesible.
La noche en que llegamos fuimos a
Paradise y, cuando bajamos a meter un rato los pies al mar, un indigente nos
dio un buen susto cuando se nos acercó a pedirnos un poco de dinero. La mañana
siguiente la pasé muy divertido jugando caballazos en la alberca con Giovanna,
Gisela y Kevin. Luego subimos unas rocas y encontramos una pequeña caleta donde
no había gente y podíamos nadar con más privacidad. Mientras estábamos en el
mar, a Gisela se le bajo la presión y tuve que ayudarla a volver sana y salva a
la playa. Fue un momento bastante tenso, pero afortunadamente no le pasó nada.
Por
la noche Nuri, Lupita y su novio, se fueron al Alebrije, un antro que desde
hace muchos años yo tenía un buen de ganas de visitar. Estaba súper de moda
cuando iba en la prepa y era famoso por la belleza de las chavas que entraban
ahí. Lo malo es que a Gisela, a Giovanna y a Kevin no les alcanzaba para la entrada
y yo tampoco tenía el dinero suficiente como para pagarles a todos. Al final preferí
quedarme con ellos y seguir la fiesta en el hotel. Al final entrar o no al
Alebrije, no importaba tanto, la cosa era pasársela bien.
Con el paso de los años, he visitado muchas
otras playas de nuestro país, Cancún, Playa Del Carmen, Puerto Vallarta, Manzanillo,
Los Cabos, La Paz, etc… pero a pesar de todos estos nuevos destinos turísticos
y de la difícil situación de violencia e inseguridad que vive Acapulco desde
hace más de una década, me niego a mandarlo al baúl de los recuerdos. Por ahí
dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz.
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