El sueño es una segunda vida.
(Gerard De Nerval, Aurelia)
-
Al
Hotel Waldorf – dijo.
Sentía
alivio de encontrarse dentro del vehículo, pues el intenso frío que poblaba la
ciudad en aquella época del año se le incrustaba en lo más profundo de su alma,
sin importar que su cuerpo estuviese cubierto por un abrigo de piel y unos
gruesos guantes de tela.
Al llegar
ante la imponente fachada del hotel, el taxi se detuvo. Fernández preguntó al
conductor, en un inglés imperfecto, cuánto le debía. Éste, en un idioma peor
masticado aún, le contestó: “Tuelf dollarrs”.
José Luis
se despidió del taxista y, con su maleta en la mano, entró a la recepción.
Allí, le comunicó a la encargada, una joven de ojos color turquesa y corto
cabello rubio, que tenía una reservación. Tras preguntarle su nombre y
confirmar algunos datos, la muchacha le dijo a Fernández que, en efecto, había
una habitación destinada para él, y que era la ochocientos once.
Ya con la
llave de su cuarto, él caminó hacia el ascensor. Una vez en su habitación, José
Luis se arrojó sobre la cama, agotado. Escuchó sonar su celular.
- ¿Bueno?
Una voz
frenética salió de la bocina.
- Sí,
licenciado Urquiza… Se retrasó mucho el vuelo… Pero no se preocupe, ya estoy
aquí… Lo sé, la junta es mañana a las nueve en punto. Se lo aseguro, todo
saldrá bien.
Fernández
dejó escapar un largo bostezo, se levantó y entró en el baño. Mientras se
lavaba las manos con el agua fría que brotaba de una reluciente llave dorada,
se miró en el espejo y vio el rostro alopécico de un hombre que está por llegar
a las cinco décadas de vida, los ojos sin brillo de quien ha olvidado sus
ilusiones, el semblante aburrido de aquél para quien cada día no es más que un
ir y venir constante sin recompensas.
Con una
sensación de malestar, José Luis salió del baño y se encaminó hacia la ventana
para observar cómo la nieve se precipitaba sobre la ciudad colmada de
rascacielos, cuyas antenas y pararrayos herían el cielo de la noche.
-
¿Qué
estará haciendo ella ahora? – pensó, y
el recordarla, después de tantos años y con tantas cosas que hacer al día
siguiente, le pareció muy extraño.
Tras
alejarse del cristal y cerrar la persiana que lo cubría, José Luis se desanudo
la corbata, se quitó los zapatos y se arrojó sobre la cama buscando descansar.
*****
Avanzaba por calles empedradas, escoltado por
edificios coloniales y un sol triste que se preparaba para morir. Al llegar a
la plaza, los faroles estaban ya encendidos y la tarde colorada comenzaba a
tornarse ceniza. La multitud que semana tras semana tomaba por asalto los
jardines y el quiosco comenzaba a dispersarse, mientras los pájaros se
arremolinaban sobre las copas de los árboles con el afán de encontrar un lugar
donde dormir. Sus voces, agudas e incesantes, repetían un lindo murmullo que se
perdía con los últimos rayos del sol.
Movía la
cabeza hacia todos lados, con desesperación. “¿Se habrá cansado de esperarme?”,
se preguntó, invadido por un miedo súbito.
Su
corazón vibró cuando la descubrió sentada en una banca de piedra, haciendo a un
lado la lluvia de cabellos rubios que caía sobre su frente. Vaciló un momento,
pues temía que acercarse sin cuidado a aquella ninfa distraída pudiese quebrar
el encanto que hacía posible su existencia.
Al sentir
sus pasos, ella volteó y tras clavar sus bellos ojos grises en los suyos, le
extendió una fantástica sonrisa.
- ¡Has
vuelto! - exclamó la joven, llena de alegría.
Ella se
incorporó y ambos caminaron por la plaza, mientras la oscuridad se adueñaba de
todo.
- ¿Te
quedarás?
Él
asintió, no podía creer que la tuviera a su lado nuevamente. Al tomarla de la
mano, se dio cuenta de que su piel continuaba tan lozana como siempre y que sus
enormes ojos mantenían el brillo de la primera juventud.
La noche
avanzaba serena, las estrellas titilaban en el cielo como si fueran luces de
navidad y un suave viento les acariciaba el rostro. Al pasar cerca de un grupo
de árboles enormes, ella detuvo el paso y torciendo el camino, lo llevó hacia
allá. Bajo una gigantesca luna que
emergió en ese momento como producto de un mágico conjuro, la muchacha acercó
sus labios a los de su acompañante, quien la besó larga y apasionadamente.
- Vamos.
Ella jaló
su mano, llevándolo hasta el borde de un estanque de forma rectangular,
iluminado en sus esquinas por lámparas fosforescentes.
- Mírate.-
le pidió la muchacha.
Ante la claridad que la luz artificial depositaba en
aquellas aguas mansas, se vio a sí mismo, joven y apuesto, con la alegría
natural de aquél que lo tiene todo por delante y el empuje necesario para hacer
realidad todos sus anhelos.
- Ven.-
dijo la muchacha, mientras sus rubios cabellos, largos y ondulados, eran
mecidos por el viento.
Él pudo
observar, maravillado, cómo surgía en las aguas del estanque, la imagen de un
castillo de cuento de hadas, con paredes blancas y altísimos torreones, rodeado
de espléndidas fuentes y jardines.
En la
lejanía del horizonte, un resplandor rosado apareció.
- La
noche se termina.- dijo la joven, al tiempo que tomaba de la mano a su
acompañante, lista para penetrar en aquellas misteriosas aguas.
Asustado,
él dio un paso hacia atrás, pero, entonces, sintió cómo un escalofrío recorría
su cuerpo y cómo la escena comenzaba a volverse humo. No lo pensó, y corriendo
dio alcance a la muchacha, quien para ese entonces ya tenía casi medio cuerpo
sumergido en las aguas del estanque.
- ¿Vendrás
conmigo?- preguntó con inseguridad la joven.
Él asintió,
y ella, radiante de alegría, lo colmó de besos y caricias. En el límpido espejo
líquido, ambos descendieron hasta perderse.
*****
José Luis no acudió a la cita que tenía pactada el
día siguiente. El Licenciado Urquiza estalló en cólera y ordenó que el
irresponsable fuera despedido de inmediato, mas no pudo tener la satisfacción
de darle la noticia. El cuerpo de Fernández había sido encontrado esa mañana,
flotando, en la piscina climatizada del hotel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario