lunes, 24 de agosto de 2015

EL LAGO



El lago es oscuro y profundo. Muy pocos se han atrevido a llegar hasta su extremo norte. Dicen que algo tenebroso se oculta entre las aguas, que de cuando en cuando se agitan de manera pavorosa.

    Acepté ir porque nunca he creído en superstición alguna. Veinte años como miembro de la Asociación Nacional de Geógrafos  me han convencido de que las hadas y los monstruos de los que se habla en las historias populares son sólo producto de mentes afiebradas, trastornadas por la miseria y la ignorancia. Sin embargo, al avanzar sobre las aguas hediondas, con el ánimo y la conciencia nublados por pensamientos sombríos, me pongo a reflexionar si no cometí una equivocación al venir hoy, en mis circunstancias, hasta este sitio olvidado que sólo en escasos mapas aparece.     

     Mientras observo las tenues olas que se forman al pasar mi embarcación por la pradera líquida, la que intuyo alguna vez ya visité, quizás en mis sueños, quizás en mis pesadillas, me pongo a reflexionar sobre mi vida. Una vida dedicada a la ciencia, pero estéril de emociones y alegrías.

   Recuerdo con nostalgia aquellos días de mi niñez en que me pasaba admirando globos terráqueos y planisferios, soñando con visitar cada rincón del orbe. Sin embargo, puedo decir que a mis cuarenta años he estado ya en casi todas las regiones más exóticas del mundo, desde las cumbres ardientes de Islandia, hasta las ruinas mayas perdidas en las selvas del Petén; desde las pampas argentinas, hasta los bosques del Congo, y sólo he confirmado, con pesar, que el mundo hace mucho tiempo que dejó de ser un lugar mágico y lleno de misterios. La civilización alcanza los sitios más recónditos, y lo extraordinario, lo inverosímil ha quedado encerrado para siempre en las páginas de los libros de aventuras.     

    El sol ha comenzado a ocultarse, las aguas del lago se vuelven todavía más oscuras, los pinos de la orilla lucen desamparados y los sauces aún más tristes de lo habitual. Me quedo absorto mirando aquel líquido denso, que más que agua parece petróleo, de pronto, me asalta el recuerdo de Christine, aquella belleza retozante que escapó de mis manos como un gazapo. Debí haberle propuesto matrimonio, debí evitar que ella se fastidiara con mi indecisión. Ahora es demasiado tarde, sus ojos color aceituna, su largo cabello castaño, su cintura perfecta y su risa juguetona le pertenecen a otro, alguien que no es digno de…

-   Nos acercamos a la zona donde vive el monstruo – señala temeroso el capitán del bote, interrumpiendo el torrente de mis pensamientos –, ya es tarde, quizá debamos regresar.

    Una isla pequeña y rocosa, con forma de caparazón de tortuga sobresale tímidamente del agua. Las sombras de los árboles muertos de su superficie dibujan en el agua iluminada por el sol crepuscular fantásticas criaturas con miles de brazos y de hocicos, que amenazan devorar nuestro navío.

-Sigamos adelante.

    Me sumerjo de nueva cuenta en mis recuerdos, evoco que justamente este día se cumplen cinco años de que Christine se fue de mi vida. Perdido en mis pensamientos estoy, cuando de pronto, de la nada, surge una  ola gigantesca que casi vuelca nuestra barca. Bajo las aguas, una silueta disforme alcanza a distinguirse.

- ¡Volvamos! ¡Por piedad! - grita lleno de espanto el capitán.

    Asiento, y enseguida iniciamos el camino de regreso. Todavía el bote no acaba de dar la media vuelta, cuando otra ola descomunal surge de las profundidades del lago y hace añicos nuestra embarcación. Siguiendo al capitán, abandono el bote antes de que se pierda en las oscuras aguas. Intento nadar, pero la corriente me empuja sin compasión hacia el fondo. Estoy tragando mucha agua. Voy a morir.

*****

Despierto en el suelo lodoso de una cueva, una luz tenue se cuela por una hendidura en el abovedado techo de la galería. Agudas lanzas, ¿o son simplemente estalactitas?, se ciernen sobre mi cabeza. Mi vista esta nublada. ¡Demonios! Debo haber perdido mis anteojos. Me siento muy débil, todo el cuerpo me duele, mis párpados se están cerrando, estoy desfalleciendo.     

    Unos dulces labios se posan sobre los míos y siento cómo el aliento me regresa al cuerpo. Vuelvo a abrir los ojos. No puedo creerlo, Christine ha regresado, se acerca a mí, me estrecha entre sus brazos, y me besa repetidas veces. Al terminar de hacerlo, se dirige a mi oído y me susurra extrañas palabras que no puedo comprender. En ese momento, me doy cuenta de que no es Christine. Tiene los mismos ojos y la misma sonrisa. Sin embargo, no es ella, su cabello, si bien es largo y hermoso, tiene una inusual tonalidad verdosa. Además, cuando al fin puedo verla de cuerpo entero, descubro que en vez de extremidades inferiores tiene una larga y estilizada cola de pez, del mismo color que sus ojos y su cabello.   

    Me quedo absorto mirando a la mítica beldad. De pronto, las aguas que cubren buena parte de la cueva se agitan violentamente. De éstas surge una criatura colosal. Su piel es opaca, sus patas cortas y palmeadas, su cola larga y provista de aletas, sus ojos saltones y amarillos. Afilados dientes sobresalen de su boca y una pequeña lucecilla cuelga de su frente. La bestia avanza torpemente sobre el suelo de la caverna soltando terribles alaridos. Se dirige al sitio donde me encuentro, y antes de que pueda huir, me oprimen sus patas membranosas. La sirena se aproxima al monstruo hablándole en la misma lengua extraña con la que se dirigió a mí, pero su tono es diferente, es severo, como si le estuviera dando una orden. Lo comprendo, la mujer pez me ha traído hasta ahí para alimentar a la terrible bestia.      

    La criatura abre su boca y me envuelve en su pegajosa lengua. Cierro los ojos esperando el momento fatal y, cuando los abro, ya estoy dentro de la bestia. Sin embargo, sus fauces no me destazan, ni me empuja hacia su estómago, simplemente permanezco allí, encerrado en el interior del titánico anfibio.

    Siento cómo el monstruo se mueve, mientras yo me bamboleo de un lado a otro de aquellas paredes viscosas. Voy a morir, estoy seguro, nada podrá salvarme de este destino tan cruel.     

   Cuando ya toda esperanza me ha dejado, la bestia me expulsa de sus fauces. Me arroja sobre la isla con forma de caparazón y vuelve enseguida a las aguas hediondas.   

    Aturdido, permanezco inmóvil en el suelo arenoso del islote. Entonces, la sirena asoma su precioso rostro, me dirige una pícara sonrisa, se acerca lentamente, y dándome otro de sus deliciosos besos me dice adiós.

 

*****

El sol comienza a salir, bañando con sus rayos las lúgubres aguas que nuevamente lucen estáticas, imperturbables. Escucho un motor. Es el capitán, acompañado de algunos lugareños que han venido a mi rescate, pues al amparo de la luz del día no temen ni a duendes ni a demonios. 

- ¿Lo has visto? ¿Has visto al monstruo? - me preguntan aquellos hombres con voraz insistencia.

    Yo sólo respondo que cuando desperté estaba en aquella isla y que ignoro todo cuanto sucedió desde el momento del naufragio.

    Es mejor que los secretos que todavía guarda el mundo permanezcan ocultos, para que continúen siéndolo, para que queden todavía cosas por descubrir -me digo-, mientras aún siento sobre mis labios el último beso de aquella mujer pez, tan bella, tan parecida a Christine.

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