Mi hermano está herido y no sé
si llegará vivo al amanecer. La noche es fría, el refugio endeble y nuestros
perseguidores pueden encontrarnos en cualquier momento. A mí, tal vez me manden
a la cárcel, acusándome de traicionar el bienestar de la humanidad; a él, sin
duda, lo mataran como si fuera una sabandija, un animal vil.
Jacinto nació en una época oscura. Meses
atrás, un terremoto descuajó la ciudad de sus cimientos, reduciéndola casi por
entero a escombros. Pero, lo más horrible vino después, cuando de los huecos
abiertos en la tierra emergieron aquellas cosas. Pequeñas y flexibles, con
cuerpos oscuros, colmillos centellantes y diminutos ojos de un color rojo
sangre, comenzamos a llamarlas “las comadrejas”. Estas criaturas no sólo
causaban espanto por su aspecto fiero y repugnante, sino porque solían asaltar
a los caminantes durante la noche y, cual si fueran seres intangibles, se introducían
en sus almas tomando el control de sus cerebros.
Se dieron muchos casos en que personas por
completo normales, se convertían de un día para otro, en lunáticos que vivían
ensimismados, perdidos en quiméricas ensoñaciones.
Pasado el tiempo, “la comadreja”, con el
vientre abultado y la mirada satisfecha, abandonaba el cuerpo de su huésped,
quien invariablemente moría a los pocos días de haber sido vaciado.
Mi hermano era un niño juguetón, siempre
alegre y lleno de curiosidad. Así transcurrió su vida hasta los trece años,
cuando asomó la desgracia. En ese entonces vivíamos en una pequeña pero
agradable casita de campo que había pertenecido en otro tiempo a mi abuelo y a
la que nos habíamos mudado a raíz de los horrores del temblor. Sus ventanas
eran amplias y su tejado verde.
Vivíamos a distancia considerable de la
ciudad, nunca había existido ningún avistamiento de “comadrejas” en la región,
por lo que mi madre consideraba que mi hermano y yo estábamos seguros ahí. Una
tarde nublada, sin embargo, ella tuvo que dejarnos solos para atender
cuestiones relacionadas con la herencia que nos había dejado mi padre. Jacinto
estaba jugando en el jardín, viéndolo tranquilo, me fui un momento a mi cuarto
a ver televisión. Minutos más tarde escuché sus gritos.
Cuando salí a cielo abierto, armada con una
escoba y un cuchillo de cocina, lo único que pude ver fue a mi hermano
contorsionándose horriblemente sobre el césped. Apenas llegué a su lado, dejé
en el pasto las fastidiosas herramientas que llevaba y traté de sacudirlo,
buscando a toda costa que el enemigo no se apoderara de su alma, mas todo fue
inútil. La “comadreja” estaba ya en su interior. Jacinto estaba inmerso en un
sueño profundo que se asemejaba de una manera pavorosa a la muerte.
Después de largos minutos en que, llena de
impotencia no pude evitar llorar, transporté al durmiente hasta su habitación,
mientras que yo, meditaba en como informarle a mamá acerca de la desgracia.
Los siguientes días fueron sombríos. Mi
madre no cesaba de reprocharme haber dejado sólo a Jacinto y éste, en estado
casi cataléptico, sólo abandonaba su inmovilidad, para, como un poseso o un
zombie, ir al refrigerador –generalmente a la media noche- y tomar algo de
comer.
Acudimos a varios médicos pero todos sus
conocimientos y su ciencia no resultaron capaces de darnos la más mínima
esperanza. Como todas las otras víctimas, mi hermano moriría cuando el huésped
en su interior terminara de saciarse.
Sin embargo, habían pasado ya dos meses y
Jacinto no sólo seguía con vida, sino que recuperaba poco a poco la movilidad y
la conciencia. Un domingo por la mañana, abrió los ojos otra vez.
-
Tengo hambre.- dijo mi hermano con voz débil y,
enseguida, tanto mamá como yo corrimos a abrazarlo.
No obstante, conforme las semanas y los
meses pasaron, pudimos darnos cuenta de que algo había cambiado en Jacinto.
Sus ojos se hicieron más grandes y
adquirieron una tonalidad rojiza, su cabello rubio, poco a poco fue
oscureciéndose. Pudimos constatar también que sus sentidos del oído y del
olfato se habían agudizado de manera asombrosa, además de que por las noches
padecía extraños ataques de sonambulismo, durante los cuales caminaba a cuatro
patas y dejaba escapar de su boca alaridos que a mamá y a mí nos hacían palidecer
de terror.
En un principio quisimos pensar que eran
consecuencia del largo tiempo que pasó su cuerpo invadido por “la comadreja”,
pero cuando avanzaron los meses y mi hermano seguía presentando los mismos
extraños síntomas, decidimos visitar un especialista.
-
Es un caso sumamente interesante, único
–anunció el doctor Borelli-, al parecer el organismo invasor terminó
acoplándose al huésped.
-
¿Quiere decir que mi hijo y la comadreja son
ahora una misma cosa?
-
Así parece.
-
Esa bestia, ese engendro del maligno, ¡viviendo
a costillas de mi hijo!
Traté de tranquilizar la situación.
-
¿No hay alguna manera de hacerla salir?
-
No sin causarle un daño severo al paciente.
Volvimos a casa, resignadas. Jacinto parecía
durante el día una persona normal, salvo cierta somnolencia que lo embargaba
por momentos, principalmente al estar expuesto directamente a los rayos del
sol. En cambio, por la noche, su actividad era incansable, subía las escaleras
de arriba abajo, volteaba los muebles, se escondía bajo la alfombra. Mi madre
intentaba mantenerse ecuánime y tal vez hubiera sido capaz de tolerar todas
aquellas nuevas peculiaridades en el comportamiento de mi hermano. Pero, cuando
una noche, tras dirigir al cielo salpicado de estrellas uno de sus horribles
alaridos, Jacinto se transformó -apenas el tiempo suficiente para no creer que
se trataba de una alucinación- en una peluda y flexible bestia de dimensiones
humanas, ella se decidió a sacarle la “comadreja” del cuerpo, costara lo que
costara.
Mientras Jacinto sufría otro de sus ataques
nocturnos de actividad febril, mi madre colocó en su comida un poderoso
sedante. Sumido en sueños, no opuso ninguna resistencia para ser trasladado al
hospital. Al vernos llegar, el doctor Borelli nuevamente alertó a mi madre de
los riesgos de someter a mi hermano a tan peligrosa intervención.
-
Su cerebro quedará irremediablemente dañado.
-
No importa, sólo quiero que saque esa alimaña
del cuerpo de mi hijo.
-
Bueno, cómo usted guste, pero antes de
cualquier cosa, debe firmar aquí.
Mi madre firmó la responsiva sin remilgos.
Se acordó iniciar el procedimiento cuanto antes, pues era impredecible que
reacción tendría Jacinto en cuanto los efectos del sedante tuvieran fin.
Poco antes del amanecer, todo se encontraba
listo. Mi hermano estaba acostado en una cama con electrodos conectados a la
cabeza, pecho, piernas y brazos. Se le suministrarían choques eléctricos hasta
hacer salir a la comadreja que vivía en su interior. El peligro más grave era
que él muriera antes de que la alimaña abandonara el organismo al que se había
amalgamado desde hace varios meses.
Estábamos esperando el resultado del
procedimiento –mi madre con un rosario en la mano y yo hundida en la angustia
de no haber sido valiente para confrontar su decisión- cuando comenzaron a
escucharse una serie de gritos espantosos, seguidos de una conmoción
inenarrable. Segundos después, la puerta del área de quirófanos se abrió, y una
comadreja del tamaño de un hombre, con ojos inyectados de sangre y colmillos
afilados como sierras, salió de allí destruyendo todo en su enloquecida huida.
Una vez que la carnicería
salió a la luz pública, el gobierno ordenó la inmediata eliminación del fugitivo,
así como la prohibición de que fuera lo que fuera aquella cosa: humano o
bestia, recibiera cualquier tipo de ayuda.
Pasaron los días, yo miraba los periódicos y
las noticias con angustia y temor, cuando una tarde recibí una llamada. Era
Jacinto, diciéndome que se encontraba oculto en la vieja estación del
ferrocarril, y que recurría a mí como su última esperanza.
Esperé a que mi madre se durmiera, tomé las
llaves del auto y salí con rumbo a la parte olvidada de la ciudad.
Esperé a que mi madre se
durmiera, tomé las llaves del auto y salí con rumbo a la parte olvidada de la
ciudad.
Lo encontré en un rincón, aterido de frío y
con apenas jirones de la bata del hospital cubriendo su cuerpo famélico. Cuando
ya estábamos a punto de alcanzar el auto, aparecieron las luces y los rifles.
Debía detenerme, estábamos rodeados.
Una gran confusión vino después, la
“comadreja” se apoderó nuevamente del cuerpo de mi hermano y su furia nos
permitió un resquicio para escapar. No obstante, cuando Jacinto recuperó su
forma habitual, sangraba mucho, una bala lo había alcanzado en el abdomen.
Perdiéndonos entre los árboles y las ruinas,
nos hemos mantenido a salvo. Encontramos refugio en el esqueleto de un hotel
herido de muerte por el terremoto. Mi hermano, a pesar de mis intentos de
auxiliarlo, sigue perdiendo sangre. Si no se detiene la hemorragia, tardará muy
poco en morir. Nuestra única esperanza es la “comadreja”. Él no quiere volver a
convertirse en monstruo. Yo le digo que debe llamarla, que lo importante es
seguir con vida, al menos una noche más.
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