jueves, 15 de octubre de 2015

LA CURA


LA CURA

 


Aún no tenemos la cura, nos dicen. Tendremos que esperar. Quizás una semana, quizás un año o quizás varios siglos, nadie lo sabe.

   Todo empezó, lo recuerdo bien, cuando aquellos arqueólogos fueron en busca de las ruinas de una antiquísima ciudad oculta entre las nevadas cimas de los Montes Himalaya y regresaron con una pequeña piedra, diciendo que aquel que la tocara, no moriría jamás.

     Por supuesto que nadie les creyó, pero cuando uno de aquellos exploradores se arrojó desde el más alto rascacielos del planeta y no sufrió daño alguno, la efervescencia por la mágica gema que garantizaba la inmortalidad, se desató.

     Yo tuve el placer de verla y tocarla hace muchos años y no he podido olvidarla. Es azul, pequeña, poco más grande que una pelota de tenis, pero tan brillante como el sol. La gente se arremolinó por millones para palparla y saber que el voraz espectro de la muerte no los atormentaría nunca más.

      Una inusual euforia se apoderó de nuestras mentes y corazones y, sabiendo que el tiempo había dejado de existir, nos propusimos los proyectos más inverosímiles que la mente humana se haya atrevido a crear.    

    Construimos magníficas ciudades sobre el cielo y bajo el mar, fabricamos nuevos continentes y hundimos los que ya existían, con nuestras acciones provocamos la desaparición de miles de especies de animales y plantas, pero con nuestra tecnología creamos otras tantas nuevas. Llegamos a los rincones más ignotos del espacio y entablamos relación con los seres más maravillosos y los más absurdos que existen en el universo. Ellos nos mostraron sus conocimientos sobre el cosmos y nosotros los adoctrinamos en el amor, las artes y la guerra.

     Sin temor a que cualquier instante pudiera ser el último, nos propusimos las tareas más arduas con la seguridad de que algún día, aunque muy lejano, las veríamos terminadas, nos volvimos dioses.

    Pasado el tiempo, ¿cuánto?, a ciencia cierta no lo sé, pues como ya lo dije, ya no existían para nosotros las manecillas del reloj, la euforia se desvaneció y un desánimo general cundió entre todos nosotros. Sentíamos que ya no quedaba nada por hacer, las cosas dejaron de importarnos, nos volvimos tristes y sombríos. Aquellos que se habían jurado amor eterno terminaron repudiándose y aquellos que se habían odiado por centurias se habían reconciliado, tarde que temprano tuvimos que reconocer, que la eternidad es más grande que el amor y que el odio.

     Nos hallábamos hundidos en la más negra melancolía, cuando llegamos a la conclusión de que sí había existido un objeto capaz de otorgarnos la inmortalidad, también debía haber otro capaz de quitárnosla. Tuvimos un nuevo propósito, y nuestra vida, una vez más, se llenó de luz.

     Fatigamos las bibliotecas a lo largo y ancho del mundo en busca de algún arcaico pergamino que nos diera razón de aquel objeto, regresamos a las ruinas escondidas, que para ese instante ya se hallaban bajo el mar, en busca de una piedra roja, negra o blanca que fuera la antítesis de la que antes habíamos encontrado. Nuestros científicos más brillantes se pusieron a experimentar con miles y miles de fórmulas y, sin embargo, nada, aún no hemos conseguido recuperar nuestro anhelado temor por la muerte, aún seguimos envueltos en éste indeseable velo de inmortalidad que cubre nuestros cuerpos.

     Acabo de tener una idea, una que no imagino como antes no pudo ocurrírsele a otro: quizá destruyendo la piedrecilla azul que originó nuestra desdicha todo termine. No lo sé, pero voy a averiguarlo. En este mismo instante me dirijo hacia allá, martillo en mano.

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