LA CURA
Aún no tenemos la cura, nos dicen. Tendremos que
esperar. Quizás una semana, quizás un año o quizás varios siglos, nadie lo
sabe.
Todo
empezó, lo recuerdo bien, cuando aquellos arqueólogos fueron en busca de las ruinas
de una antiquísima ciudad oculta entre las nevadas cimas de los Montes Himalaya
y regresaron con una pequeña piedra, diciendo que aquel que la tocara, no
moriría jamás.
Por
supuesto que nadie les creyó, pero cuando uno de aquellos exploradores se
arrojó desde el más alto rascacielos del planeta y no sufrió daño alguno, la
efervescencia por la mágica gema que garantizaba la inmortalidad, se desató.
Yo tuve
el placer de verla y tocarla hace muchos años y no he podido olvidarla. Es azul,
pequeña, poco más grande que una pelota de tenis, pero tan brillante como el
sol. La gente se arremolinó por millones para palparla y saber que el voraz
espectro de la muerte no los atormentaría nunca más.
Una
inusual euforia se apoderó de nuestras mentes y corazones y, sabiendo que el
tiempo había dejado de existir, nos propusimos los proyectos más inverosímiles
que la mente humana se haya atrevido a crear.
Construimos
magníficas ciudades sobre el cielo y bajo el mar, fabricamos nuevos continentes
y hundimos los que ya existían, con nuestras acciones provocamos la
desaparición de miles de especies de animales y plantas, pero con nuestra
tecnología creamos otras tantas nuevas. Llegamos a los rincones más ignotos del
espacio y entablamos relación con los seres más maravillosos y los más absurdos
que existen en el universo. Ellos nos mostraron sus conocimientos sobre el
cosmos y nosotros los adoctrinamos en el amor, las artes y la guerra.
Sin temor
a que cualquier instante pudiera ser el último, nos propusimos las tareas más
arduas con la seguridad de que algún día, aunque muy lejano, las veríamos
terminadas, nos volvimos dioses.
Pasado el
tiempo, ¿cuánto?, a ciencia cierta no lo sé, pues como ya lo dije, ya no
existían para nosotros las manecillas del reloj, la euforia se desvaneció y un
desánimo general cundió entre todos nosotros. Sentíamos que ya no quedaba nada
por hacer, las cosas dejaron de importarnos, nos volvimos tristes y sombríos. Aquellos
que se habían jurado amor eterno terminaron repudiándose y aquellos que se
habían odiado por centurias se habían reconciliado, tarde que temprano tuvimos
que reconocer, que la eternidad es más grande que el amor y que el odio.
Nos
hallábamos hundidos en la más negra melancolía, cuando llegamos a la conclusión
de que sí había existido un objeto capaz de otorgarnos la inmortalidad, también
debía haber otro capaz de quitárnosla. Tuvimos un nuevo propósito, y nuestra
vida, una vez más, se llenó de luz.
Fatigamos
las bibliotecas a lo largo y ancho del mundo en busca de algún arcaico
pergamino que nos diera razón de aquel objeto, regresamos a las ruinas
escondidas, que para ese instante ya se hallaban bajo el mar, en busca de una
piedra roja, negra o blanca que fuera la antítesis de la que antes habíamos
encontrado. Nuestros científicos más brillantes se pusieron a experimentar con
miles y miles de fórmulas y, sin embargo, nada, aún no hemos conseguido
recuperar nuestro anhelado temor por la muerte, aún seguimos envueltos en éste
indeseable velo de inmortalidad que cubre nuestros cuerpos.
Acabo de
tener una idea, una que no imagino como antes no pudo ocurrírsele a otro: quizá
destruyendo la piedrecilla azul que originó nuestra desdicha todo termine. No
lo sé, pero voy a averiguarlo. En este mismo instante me dirijo hacia allá,
martillo en mano.
¡Ah, la gema dichosa! 😄
ResponderEliminar¡Ah, la dichosa piedra! 😣
¡Me encanta este cuento!
Gracias, Ana!!!!!
ResponderEliminar