miércoles, 26 de noviembre de 2025

MUNDO MARINO

Los días aquí son breves y hermosos; en el Instituto, en cambio, son largos y grises. Aquí hay belleza, olores agradables, el aire es fresco y huele a coco. Allá todo es nauseabundo, oscuro y ruin. Sólo estaré aquí una semana, disfrutando de la playa y el mar. Pronto volveré a esa horrible prisión llamada Instituto. Mi papá me trae al puerto una vez al año, por siete días, y esos son los únicos que valen la pena. Antes, cuando vivía mamá, había más luz en la vida cotidiana, tras unas cuantas horas de tormento escolar, podía correr a verla, abrazarla y disfrutar de sus deliciosos guisos. Ahora, en cambio, sin ella, debo contentarme con este puñado de días felices, pues el resto del año mi papá, por su trabajo y su nueva novia, no tiene tiempo para mí. Un día aquí es bonito. Nos despertamos temprano y vamos al restaurante a desayunar. Pido un jugo de naranja, un batido de chocolate y muchos, muchos waffles. Después, papá y yo damos una larga caminata por la playa y, ya que está cansado, alquila una palapa y llama a su novia o se hecha una siesta bajo el techo de paja. Yo, entre tanto, gozo al sentir la tibia agua del mar cubriendo mis pies. A veces llegan olas grandes, a veces incluso me revuelcan, pero no hay incomodidad, no hay molestia, sólo un pequeño precio por gozar de toda esta arenosa felicidad. Después vamos a comer pescados empanizados, acompañados de una Coca bien fría, y antes de dormir, subimos al cuarto a ver una película o algo interesante en la televisión. Con cada anochecer, sin embargo, mi angustia crece, el tiempo en paraíso se acorta, pronto volveré a ser un prisionero. La cárcel (también llamada Instituto) es un lugar triste, rodeado de paredes muy altas. No hay libertad para hacer nada. Tienes que estar todo el tiempo siguiendo las órdenes del director, del prefecto, de los profesores y mi mano se cansa de tanto escribir. Me gusta la Historia, pues en ella se narran las hazañas de grandes personajes de otros tiempos, también la Literatura y sus leyendas de anillos mágicos y tesoros escondidos, además de la Geografía, con sus manglares, estuarios y lagunas, que me hacen divagar con otras latitudes, otros paisajes. Pero el resto de las materias escolares, en especial todo lo que se relacione con Álgebra y Matemáticas, me resulta incomprensible, tedioso, insoportable. Por si fuera poco, mis compañeros de salón hacen de mi día un día un tormento, si no se están burlando de mí por cualquier mínimo error que cometo en clase como deletrear mal una palabra o no atarme los zapatos, me ponen apodos ofensivos: “Autista”, “Mongolito”, “Cabeza de Alien”, me ridiculizan con las niñas o amenazan con golpearme si no les paso la tarea o si no les doy el dinero de mi lunch. Alonso, Mauricio, Eduardo, Julián, se vuelven en mi imaginación los nombres de siniestros engendros enviados por un dios maligno para complicarme aún más las cosas en ese horrendo lugar. Es el penúltimo día en el paraíso y ya está oscureciendo. La ansiedad se abre camino por mi espalda a paso veloz. Mientras me preparo para bañarme después de una hora de nado vespertino, salgo un momento al balcón. La bahía se muestra ante mí enigmática y oscura. Frente al hotel se alza una pequeña isla y sobre ella las ruinas de una torre muy alta. “¿Qué es eso?”, le pregunto a mi papá, quien ha dejado un rato su laptop para respirar un poco de aire fresco. “Es Mundo Marino, un antiguo parque de diversiones que había aquí en el puerto, todavía funcionaba cuando yo era un niño como tú”. Recorro un pasadizo largo y oscuro, el piso está cubierto de agua y, mis pies son acariciados por pequeños y brillantes peces. En el techo hay muchos agujeros que no paran de gotear. Colgados en las paredes hay retratos de barcos y paisajes marinos. De repente la fuerza de la corriente aumenta y sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, me deslizo varios metros hasta caer por una pequeña y ruidosa cascada. Me levanto todo empapado. Aquí el agua me llega hasta la cintura. Todo está oscuro. Entonces comienzo a escuchar una voz, dulce y melodiosa como la de una princesa de cuento: “No tengas miedo, ven a mí”. Sin poder ver nada, me aferro a las paredes húmedas, como un ciego que ha perdido su lazarillo. La voz, que repite las mismas palabras una y otra vez, se hace más fuerte. Voy por el camino correcto. Poco después, aparece ante mí una pequeña luz. Ya con menos miedo, avanzo hasta llegar a una habitación redonda. Las paredes están decoradas con las siluetas de ballenas, tiburones, mantarrayas, y otros animales marinos. En medio hay un trono, en él está sentada una mujer alta y rubia, con profundos ojos azules, nariz respingada y labios color carmín. En vez de piernas, tiene una larga y plateada cola de pez. “Tú quieres algo”, afirma la Princesa de los Mares, que así se dice llamar. “¿Cómo lo sabes?”, pregunto. “Cumpliré tu deseo si me traes algo muy valioso para mí”. “¿Qué es lo que necesitas?”, cuestiono. “Un coral con forma de delfín, me lo debes traer antes de que salga el sol”. Abro los ojos y me dirijo hacia el balcón. Ahí, ante el sol naciente, miro la descascarada torre del “Mundo Marino”, es ahí a donde debo ir, pero antes tengo que encontrar lo que ella me pidió. Toda la mañana, mientras mi papá trabaja en su laptop, yo recorro la playa en busca de un coral con forma de delfín. Pasan las horas y nada. Mi papá dice que pronto será hora de ir a comer. Yo escudriño la arena, me pongo el visor y el snorkel, entro al agua, las olas me revuelcan, pero el resultado es el mismo, nada. Voy con mi papá al restaurante de mariscos. Pienso que mañana, en menos de 24 horas estaré volando de nuevo a la ciudad. El lunes será otra mañana como cualquier otra en el Instituto. Las obligaciones, las clases, las tareas. Enseguida recuerdo las grotescas caras de mis odiosos compañeros, sus burlas, sus risas, y se me revuelve el estómago, pierdo el más mínimo rastro de hambre. “¿Qué te pasa, no te vas a comer tu filete de pescado?”, pregunta mi papá. Yo niego con la cabeza y camino hacia la playa, que está a unos pasos del restaurante. Mientras sumerjo los pies en la arena húmeda, una pequeña ola arrastra algo hacia mí. Es un coral de forma extraña, lo miro más de cerca, tiene nariz de botella, una aleta dorsal en forma de triángulo y cola como de pez. ¡Es un delfín! Todavía tengo esperanza, debo planear como llegar a las destartaladas ruinas del mundo marino antes de que salga el sol. Casi es la media noche cuando mi papá se queda dormido en el sillón. La televisión sigue sonando, se habla en el noticiero de que por la noche habrá tormenta. Trato de hacer el menor ruido posible cuando tomo la llave del cuarto, colocada sobre la mesita de noche. Llevo conmigo mi mochila de viaje, en su interior guardo un sándwich de atún, una linterna y por supuesto el coral con forma de delfín. Bajo los seis pisos del elevador. Todo el hotel está silencioso. En el lobby, un recepcionista distraído no se da cuenta de que salí. Pese a la oscuridad, el calor tropical pega fuerte. Estoy sudando, tal vez sea la ansiedad. Las calles del puerto están iluminadas, gente risueña y evidentemente borracha camina despreocupada afuera de las discotecas. Procuro pasar desapercibido. Cuando llego a mi destino, bajo hacia la playa, la entrada está cerrada con candado, pero los barrotes son amplios y me introduzco entre ellos, sólo es cuestión de quitarme un momento la mochila y ya. Delante de mí, ruge el mar. Más allá de las olas, se aprecia la pequeña isla y miro la alta torre negra, donde mi destino espera. Mi dilema es fuerte, ¿cómo voy a llegar? Una barca de pescadores, medio destartalada, está volcada sobre la arena, con mucho esfuerzo la muevo. Tengo suerte, uno de sus remos todavía funciona, será suficiente para llegar a la isla. La corriente es fuerte y me cuesta mantener la barca en la dirección correcta, sobre todo porque desde que salí del hotel la fuerza del viento ha crecido mucho, sin embargo mi voluntad de entregarle el delfín de coral a la Princesa de los Mares es más fuerte. Una vez que se lo dé, mi deseo se hará realidad. La barca choca contra la playa rocosa de la isla y yo tengo que saltar para no caerme. Me lleno de moretones y heridas, pero estoy bien, no es nada serio. Enfrente de mí, se alza la torre negra, sus ventanas son redondas, como las claraboyas de los barcos. Subo las piedras, encuentro una entrada con un letrero con letras casi borradas que dice: “Bienvenidos a la magia de Mundo Marino, un lugar para ser feliz.” Sigo mi camino. El lugar está lleno de vitrinas vacías y peceras cubiertas de moho. Un esqueleto de tortuga allí, la mandíbula de un tiburón blanco acá. Guiado por la luz de mi linterna, subo la tortuosa escalera con forma de caracol. En el piso de arriba hay mapas y maquetas de barcos, en el de más arriba maniquíes que representan marinos, piratas y… una sirena. Altiva, rubia, con ojos azules, nariz respingada y labios color carmín, es, sin duda la Princesa de los Mares. Está sentada sobre una roca falsa, adornada por algas, corales y una estrella de mar. Sus dos manos se hallan frente a la cara, abiertas, juntas, como si esperaran con ansiedad recibir el obsequio anhelado. Entonces abro el cierre de mi mochila, saco el pedazo de coral, miro sus contornos de cetáceo, en verdad parece un delfín. Los ojos de la Princesa de los Mares lucen implorantes. Sin esperar un segundo más lo deposito en sus manos de porcelana. Entonces se escucha un rugido pavoroso. Es el viento. Las paredes del Mundo Marino crujen y, presintiendo que todo va a desmoronarse, salgo de ahí a toda velocidad. Mientras bajo las escaleras, miro como las grietas del techo crecen y de ellas caen trozos de piedra múcara. Yo, sigo mi camino hasta llegar a la salida del ruinoso parque de atracciones. Afuera el viento ulula de forma espantosa. Salto a mi barca, que ya está flotando sobre el mar. El remo sigue ahí, listo para que yo pueda utilizarlo en el regreso a la costa. Intento remar, pero el océano se ha embravecido. De cuando en cuando se asoma la luna, aunque la tormenta no deja de hacerse más y más furiosa. Apenas he avanzado unos pocos metros cuando pierdo el remo. La madera del casco cruje y el agua comienza a inundar la lancha. Las olas chocan con fuerza contra las piedras de la isla, mientras que la playa todavía está muy lejos. Mi papá tal vez siga dormido, o tal vez me esté buscando. Creo que ya no nos volveremos a ver. Abro los ojos y no entiendo nada, estoy en la playa pero no puedo moverme. Me encuentro atrapado en la arena. Intento hablar, pero de mi boca no sale más que un largo silbido incomprensible. Estoy desesperado, pues no siento mis brazos o piernas, sólo unas formas extrañas que no me sirven en absoluto para salir de la situación de atasco en que me encuentro. Se van las nubes, sale la luna y las olas aumentan su intensidad. Se hacen más y más fuertes hasta que liberan mi cuerpo y lo arrastran, sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, hacia la profundidad del abismo. Debía haber muerto, pero sigo en este mundo. No puedo respirar, pero mis pulmones parecen resistir mucho tiempo bajo el agua. Ni frío ni miedo, la temperatura es agradable y, aunque no llevo visores, la sal no lastima mis ojos. A mi lado abundan los peces de colores, los pulpos y las medusas. Después de unos minutos, cuando siento que el aire me falta, doy un salto fuera del agua y no puedo evitar silbar de alegría. Antes de sumergirme de nuevo, alcanzo a mirar la negra torre del Mundo Marino completamente en ruinas. La Princesa de los Mares ha cumplido mi deseo, soy libre.