lunes, 2 de junio de 2025
EL ESPEJO VENECIANO
El puesto de encargado de una tienda de antigüedades era algo completamente nuevo para mí, pero después de más de dos años hundido en el pantano del desempleo, viviendo de mi casi exhausta liquidación y la caridad de mi tía Ernestina, no podía darme el lujo de no aceptarlo.
Había sido Manuel Callejas, un remoto amigo de la infancia, quien abrió esta posibilidad para mí, pues su tío Alfonso, un viejo chocho de carácter agrio, ya no era, a causa de su edad, capaz de manejarla. El más grande inconveniente era la condición que el anciano puso para darme el puesto, que viviera en el primer piso del ruinoso edificio en cuya planta baja se encontraba la tienda. Así, tras agilizar los trámites de la mudanza y resignarme a mi decrépito nuevo hogar, inicié mis labores en mayo.
Los primeros días en mi nuevo empleo los pasé con un aburrimiento mortal, pocos clientes osaban cruzar las puertas de cristal esmerilado, y más pocos aun los que utilizaban su dinero para comprar alguna de las antigüallas que se mostraban detrás de las vitrinas empolvadas.
Por la noche, llegadas las siete en punto, cerraba las puertas del negocio y acudía a cenar a un pequeño restaurante de comida china ubicado a pocos pasos. Casi siempre pedía un tazón de ramen y un rollito primavera. Después, subía las escaleras y me preparaba para dormir.
Desde la primera noche que pasé en mi nuevo hogar, mis sueños fueron inquietos, llenos de imágenes extrañas. La mayoría de estos recuerdos oníricos se borraban de mi mente apenas abría los ojos, pero el que sí logré retener fue el de una mujer muy blanca de cabello rojizo a la que seguía a través de un espeso bosque, iluminado tan solo por la luz de la luna llena, la llamaba muchas veces, cómo si la conociera desde hace tiempo, pero ella no se detenía, sólo de cuando en cuando dirigía una breve mirada hacia atrás. Sus ojos verdes, inoculaban en mi alma un veneno que enardecía mi deseo por alcanzarla. Finalmente, la persecución terminaba cuando ella se sumergía en las platinadas aguas de un estanque de forma cuadrangular, tan diáfano como un espejo.
Por el día, miraba pasar a la gente en la calle y, harto de su uniformidad, me hundía en mis recuerdos. Una vida triste, solitaria, muchos años burócrata de una oscura oficina gubernamental de la que me despidieron de forma fulminante por un malentendido de lo más vulgar. Una vida sin mucho valioso que contar, sólo mi apergaminado amor por Loreta Franco, mi antigua compañera de la escuela preparatoria, valía la pena. “¿Y si sus papás le hubieran permitido continuar su cercanía conmigo?” “¿Si no se la hubieran llevado a estudiar al extranjero para alejarla de mí y hacer de ella una dama de sociedad?” Tal vez nos hubiéramos casado, tal vez tendríamos hijos, tal vez ella no hubiera muerto en ese estúpido accidente de avión.
Así, yo solía perderme en divagaciones y memorias torpes. Mi otra ocupación consistía en mirar con atención los objetos más curiosos que albergaba la colección del decrépito don Alfonso Calleja: muebles victorianos, pinturas de atmósfera campestre hechas por grandes maestros europeos, gigantescas arañas de latón y cristal, imágenes tamaño real de Zeus, Poseidón, Afrodita y otros dioses griegos. Tampoco faltaban efigies de santos cristianos, jarrones chinos o juegos de té. No obstante, lo que me llamó más la atención de toda aquella extensa colección fue un inmenso espejo veneciano de forma cuadrangular, rodeado de un ancho marco de plata que mostraba, en cada uno de sus extremos rostros femeninos de una belleza casi irreal.
Los días siguieron su curso, la grisura del trabajo y la onírica intensidad de las noches también. Mis sueños eran cada vez más vívidos, la pelirroja que los habitaba más incitante, más provocativa. Sus ojos me imploraban acercarme, sus labios que la besara como jamás había besado a nadie, su piel que la tomara en ese mismo momento y la hiciera mía. Pero ella ni siquiera me daba un minuto para que pudiera dar un paso más, huía como si yo fuera el mismo diablo. Nuestra carrera por el bosque siempre terminaba de la misma forma, la mujer se hundía en el límpido espejo del estanque sin remedio, yo, colmado de frustración y amargura, la miraba desaparecer.
Poca clientela visitó la tienda aquellos días y los recuerdos de Loreta volvieron a inundar mis días. Presentía una extraña conexión entre ella y la chica del espejo, pero por más que intentaba recordarla, ninguna imagen del rostro de mi compañera de estudios acudía a mi mente con nitidez.
Llegó la época navideña y el movimiento en la tienda empezó a crecer, comenzaron a irse viejas lámparas, cajas de música, tazas de porcelana, cucharillas doradas y algunos otros objetos que no extrañaría gran cosa. Pero entonces una preocupación comenzó a invadirme. Que el espejo veneciano fuera comprado por alguien y que yo me viera privado de la fuente de mis magníficos ensueños. Tenía que hacer algo para evitarlo.
Entonces, una noche, después de soportar con los nervios alterados a una pareja de ancianos que oso preguntar por el precio del espejo, decidí que tenía que actuar, no podía permitirme el lujo de correr más riesgos y, aunque dejé mi cena en la comida china para otra noche, descolgué e espejo y, con un temor insoportable a que este se rompiera durante el trayecto, lo saqué de ala tienda, lo subí con infinito cuidado por la vetusta escalera y, con mis últimas fuerzas lo coloqué en mi habitación. Se veía muy bien enfrente de mi cama, imponente, majestuoso, digno de un dux renacentista.
Aquella misma noche volví a soñar con la pelirroja. Esta vez sin embargo, algo cambió. Ya estando al borde del estanque de aguas platinadas, la beldad detuvo el paso y me dirigió una sonrisa irresistible. Por un momento me quedé congelado, sin saber qué hacer, pero pronto la lujuria venció al miedo y a continuación ella y yo nos trenzamos en un abrazo ardiente.
La siguiente mañana desperté relajado, colmado de una felicidad inmensa, un misterioso olor a bosque llenaba mi austera habitación. Me bañé, me vestí y me presenté al trabajo más entusiasta que nunca.
Otra vez la pareja de ancianos se presentó en la tienda y no pude evitar sentirme mal cuando notaron que el espejo veneciano no se encontraba ya a la venta. “Fue vendido la tarde de ayer”, mi lacónica respuesta. Así, sabiendo que el espejo era mío, sólo mío, podía respirar con tranquilidad.
Mi horario de trabajo era una tortura, en eso se convirtieron las casi diez horas que tenía que pasar ahí antes de contemplar de nuevo a mi amado espejo veneciano y a los ensueños que brotaban de su pulida superficie de azogue y cristal.
Apenas salía, el nerviosismo por volver a mi habitación me llenaba. A lo mucho acudía a la comida china a pedir la cena para llevar, pero si la ansiedad era demasiada, me olvidaba del hambre y subía sin demora a mi habitación.
Mis encuentros con la pelirroja eran siempre intensos y distintos. Habíamos recorrido el kamasutra en un par de meses y mi pasión por ella había crecido de manera incontenible. Como no rememorar, cada día, en esas incontables horas frente al apático mostrador, el júbilo al momento de sentir su piel y entrar en ella, la satisfacción de su completa entrega, la sensación de haber alcanzado el paraíso en el explosivo instante final de nuestro encuentro.
Así, la mediocridad de mis días era compensada por la salvaje emoción de mis noches, pero entonces, un nuevo miedo me invadió, que alguno de los vecinos del edificio de enfrente, mirara el espejo veneciano y quisiera poseerlo. Entonces, para serenar mi temor, comencé a cubrirlo todos los días con una sábana, sólo lo liberaba por las noches, mientras yo degustaba mis ardientes fantasías con la pelirroja.
No obstante, a partir de entonces algo cambió en ella. Su mirada radiante no era la misma, tampoco su pelo brillaba igual, era como si un velo de tristeza cubriera su figura. A pesar de todo, no le di demasiada importancia al asunto, en especial, porque nuestros encuentros siguieron siendo tan fogosos como siempre.
Un día, don Alfonso me citó. El viejo no estaba satisfecho con la marcha de la tienda, las utilidades no eran las mismas que cuando él estaba al frente. Yo, apesadumbrado, le dije que me esmeraría, que trabajaría con más intensidad que hasta entonces, pero que no me quitara el puesto, pues le había tomado mucho cariño al negocio de las antigüedades.
Don Alfonso, con un gruñido, aceptó, pero me dejó bien claro que las ganancias debían aumentar o, de lo contrario, me pondría “de patitas en la calle”.
Afortunadamente en esos días llegaron unas finísimas figuras de mármol procedentes de Nápoles y Sicilia, así el riesgo fue conjurado. Por varias semanas todo caminó perfectamente, pero un domingo en la madrugada el sonido de la sirena de una patrulla me alarmó. Habían robado la tienda de abarrotes de la esquina. Me puse a temblar, “¿y sí aquellos malhechores se enteraban de la existencia de mi espejo veneciano e intentaban robarlo?
Entonces decidí descolgar el espejo de la pared y colocarlo bajo mi cama. Esta vez lo cubrí no por una sábana, sino por varias capas de plástico y cinta de aislar. Al igual que antes con la sábana, sólo lo descubría por las noches y eso sí, ni aún entonces lo colgaba en mi pared otra vez.
La languidez de la pelirroja se hizo más evidente. Su cabello se había tornado quebradizo, su piel más pálida, pero su entusiasmo al verme continuaba idéntico, así que seguí sin darle demasiada importancia al evidente malestar de mi amiga.
Los robos en los alrededores de la tienda de antigüedades siguieron ocurriendo, sabía que era cuestión de tiempo para que esos malnacidos intentaran robar mi tesoro. Tenía que hacer algo para evitarlo.
Después de meditarlo varias insomnes noches, en las cuales el nerviosismo me hacía imposible pasar más que unos fugaces momentos con mi pelirroja, tomé la decisión. Apenas recibiera mi siguiente pago, huiría de la ciudad, llevando conmigo mi amado espejo, fuente de mi felicidad.
El día esperado llegó y apenas don Alfonso me entregó el sobre con mi remuneración, inicié los preparativos para mi escape.
Ese día cerré temprano el negocio, transporte mis bienes más necesarios en un par de maletas de cuero y las subí a mi auto, una vieja carcacha de los años 70. Por la noche, con infinito cuidado, saqué el espejo de debajo de mi cama. Para asegurar que no se dañara le até otra capa extra de plástico y, paso a paso, me dirigí hacia el ascensor. Aquel artefacto era muy pesado, pero debía transportarlo yo solo, no podía arriesgarme a que alguien más supiera de su existencia y quisiera arrebatármelo.
Una vez que llegué al piso inferior, tome un descanso. En la tienda de antigüedades todo parecía silencioso, pero apenas di un paso hacia la puerta, una voz sibilante me cortó la respiración: “Buenas noches, don Carlos”
Era don Alfonso Callejas, quien estaba parado ante la puerta con las manos al frente, sujetando el mango de un grueso bastón.
“Vaya sorpresa, don Alfonso”, alcancé a susurrar con la voz entrecortada por el miedo.
“¿A dónde se lleva mi espejo?” me espetó aquel hombre de piel reseca y nariz ganchuda.
Un sudor frío me recorrió la espalda y, presa del terror, no sólo de verme descubierto robando un artículo de la tienda, sino además seguro de haber perdido para siempre a la pelirroja, actué sin pensar.
“Déjeme explicarle, yo no soy ningún ladrón”, balbucee. Entonces tomé de las vitrinas una antigua daga toledana y con ella traspasé el fatigado corazón del viejo.
Una vez que me cercioré de que mi ex patrón estaba muerto, vacié la caja de la tienda, empujé el espejo hasta la puerta y a continuación, sin encontrar obstáculos, me apresuré a escapar.
Aunque tenía dinero más que suficiente como para rentar un apartamento cómodo en una bella ciudad de provincia, con una enorme pared engalanada por mi espejo veneciano, la ventura me abandonó. A pesar de mantenerlo destapado siempre, la pelirroja nunca volvió a visitar mis fantasías nocturnas. El sueño habitual seguía siendo el mismo, pero su continuada ausencia convirtió aquel lugar mágico en un bosque frío, con un aura de atroz desesperación.
Dejé de comer, pues todo me sabía a ceniza, dejé de dormir, pues estaba seguro de que ella no aparecería. Finalmente, una noche rendido por el cansancio, volví a conciliar el sueño. Esta vez el viento me trajo el rastro de su aroma, mientras que aquí y allá divisaba un fragmento de su vestido blanco o un largo y ondulado cabello rojo entre las hojas muertas que cubrían el suelo. No obstante, seguía sin poder tenerla ante mí. Entonces caminé hasta el estanque platinado, en el que la beldad solía sumergirse en nuestros primeros sueños juntos. Poco a poco una imagen se formó en su superficie pulida como espejo, era la pelirroja que lloraba con desolación y amargura. Sostenía entre las manos un retrato, en él aparecía don Alfonso Callejas más joven, acompañado de una niña de cabello color del fuego.
Desperté sobresaltado, afligido por la inmensa pena que involuntariamente le había ocasionado a mi amor onírico. Una hora después, llamé a la policía. Estaba decidido, me iba a entregar.
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¡Excelente cuento!
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