miércoles, 3 de septiembre de 2025
HERMOSOS MUTANTES
Por Francisco Güemes Priego
Hasta los doce años llevé la vida normal de una niña de ciudad. Ese verano fui a un campamento. El lugar era boscoso, helado y húmedo. Una espesa neblina lo cubría todo desde la madrugada hasta medio día. No tenía en absoluto ganas de estar ahí, pero mis padres me habían obligado a asistir con la esperanza de que abandonara mi aislamiento e hiciera mis primeras amigas. No ocurrió así.
Las jornadas de caminata eran extenuantes, las actividades patéticas. Aquellas criaturas a quienes debía llamar compañeras: rubias, morenas, pelirrojas, altas o bajitas, me parecían insulsas, tontas, puras copias sacadas de un molde burdo y mediocre, misma condición que compartían nuestras torpes monitoras, sólo que a un nivel aún más ridículo. Además, por la noche la lluvia se colaba al interior de las tiendas de campaña y me invadía un frío mortal. Fastidiada de todo y de todos, sólo contaba los minutos para regresar a mi apacible hogar.
Todo cambió en el anochecer del tercer día del suplicio, cuando, mientras esperábamos la cena, me alejé del campamento. Entonces, siguiendo una especie de presentimiento caminé hacia el arroyo. Cuando estaba por alcanzar la corriente de agua, tropecé con unos arbustos y caí de bruces en el suelo cubierto de fango. Ahí estaba, preciosa, luminosa, incomparable. Con una piel muy negra y brillante, cubierta de motas amarillas, así como unos grandes ojos saltones que destilaban fuego. Acercó su pequeña y pegajosa lengua hacia mí, tocó con ella mi nariz durante un segundo y después desapareció, entre los helechos del bosque, como si fuera un hada, una ninfa, o alguna otra criatura mágica.
En ese momento, me di cuenta que me faltaba algo, tenía que volver a ver a la criatura, durante el breve encuentro que habíamos tenido, algo extraño se había despertado dentro de mí. Yo no era una niña, una mujer cualquiera, tenía un destino que cumplir.
A partir de entonces me apasioné por ranas, sapos, tritones, proteos, ajolotes, cecílidos y demás representantes de la clase amphibia, seres capaces de respirar tanto en la tierra como en el agua. Según La Gran Enciclopedia de los Animales, la criatura con la que me había topado en aquel campamento era nada más y nada menos que una salamandra de fuego, portentosa criatura habitante de los bosques, poseedora de una increíble capacidad de regenerar sus miembros, así como de una temible toxicidad.
Pasaron los años, acabé la escuela, entré a la universidad y, siguiendo todavía mi vida en solitario, me decidí a estudiar Ingeniería Genética. Tras muchos años de estudios y fracasos, comencé a experimentar con el genoma de aquel animal que me había fascinado desde mi niñez: la salamandra.
Así, pronto pude crear en el laboratorio, ratones con atributos de anfibio. Algunos tenían una larga cola negra poblada de manchas amarillas, otros podían caminar por la pared gracias a potentes ventosas, varios contaban con una larga y pegajosa lengua para cazar insectos, unos más, carecían de orejas, pero lograban respirar por debajo del agua utilizando únicamente su piel.
Me fascinaba ver mis creaciones, mis “hermosos mutantes” como solía llamarlos. Sabía que sería inevitable pasar a la siguiente fase del proyecto: la experimentación con humanos.
Mi primera víctima fue un pobre indigente que solía pedir víveres en el callejón ubicado a un costado del laboratorio. A cambio de una copiosa comida y algunos billetes, logré convencerlo de que se dejara inyectar un químico elaborado por mí. “Un medicamento experimental contra la tiña”, argumenté como excusa para utilizarlo como conejillo de indias.
No obstante, pasaron los días, las semanas y los meses y no era visible ningún resultado positivo de mi experimento. El vagabundo no sufrió el más leve cambio físico. Le rogué me permitiera sacar un poco de su sangre para estudiarla, y aunque tras una pequeña recompensa aceptó, los estudios mostraron conclusiones claras: el suero que le había inyectado, no había alterado en absoluto su ADN, mi sujeto de prueba no mostraba elementos genéticos del anfibio.
Más adelante realicé el mismo experimento con una mujer que ayudaba con la limpieza del laboratorio. Perdí otros cuatro meses y no obtuve ningún resultado que ayudara en mi investigación. Poco después, una noche en la que tomé más somníferos que de costumbre, tuve un sueño. En él me hallaba en el sitio boscoso del campamento de mi niñez, había frío, oscuridad y bruma. En el camino hacia el arroyo, nuevamente caía de bruces en el fango. Volvía a ver a la salamandra de piel oscura y motas amarillas, la que, sin que mediara ninguna explicación verosímil, me susurró al oído las siguientes palabras: “Tú eres la elegida, tú”.
Una infausta noche de octubre, en la que me quedé hasta muy tarde analizando las muestras de sangre del vagabundo y de la empleada doméstica por enésima ocasión, ocurrió un corto circuito en el laboratorio. Yo pude haber salido rápido del edificio, pero no podía dejar a mis “hermosos mutantes”, tenía que salvarlos. Lamentablemente el fuego se propagó más rápido de lo que yo esperaba. No sólo perdí a mis criaturas, también sufrí quemaduras severas en todo el cuerpo.
Pase las semanas siguientes en el hospital. Mi rostro, de inicio casi totalmente desfigurado, comenzó a sanar de manera milagrosa. Al cabo de unas pocas semanas, ya casi todas las quemaduras habían desaparecido de mi cuerpo. Los médicos no encontraban explicación. Yo la tenía, los genes de la salamandra.
Había perdido muchos datos de mi investigación en el incendio, pero afortunadamente, en mi casa contaba con documentos de respaldo, por lo que, al cabo de algunos meses, pude recrear el suero y, tras mostrar los resultados del mismo en mi persona, logré un lucrativo acuerdo para comerciarlo no sólo en el país, también en el extranjero.
Portadas, artículos entrevistas. Mi descubrimiento me convirtió en una celebridad científica. Muchas vidas serían salvadas o reconstruidas gracias a mí. Meses más tarde, me enamoré de Víctor, el empresario que financiaba mi investigación. Mi éxito parecía completo.
Pocas veces recordaba los caudalosos sueños que me asaltaban por las noches, pero cuando aparecían en ellos ya fuera la salamandra del bosque o mis “hermosos mutantes” perecidos en el incendio del laboratorio, un fugaz escalofrío me invadía. No entendía bien la razón.
A principios de la primavera celebré mi boda con Víctor. Fue aún más concurrida y memorable de lo que esperaba. Esa misma noche, partimos a Tahití, donde llevaríamos a cabo nuestra luna de miel.
Después de disfrutar de una noche salvaje en la isla tropical, desperté a media noche con la urgencia de sumergirme en agua. A pesar de estar desnuda, tome el elevador y bajé al piso de la alberca. Sin importarme las miradas de los anonadados huéspedes, caminé hasta la piscina y de un certero clavado me zambullí en el agua fresca.
Estuve así, varias horas, nadando feliz a la luz de la luna. Cerca del amanecer, un gendarme se acercó para indicarme que debía salir, pero apenas me vio, huyó aterrorizado. Yo, sorprendida por su acción, y sintiéndome muy confundida, resolví volver a mi cuarto.
Antes de acostarme, me miré en el espejo y no me reconocí. Un impulso de prudencia me hizo ahogar un grito. Enseguida, un pesado sueño me invadió. Dormí profundamente.
A la mañana siguiente, desperté alarmada, pensando en la reacción de Víctor al ver mi estado, pero para mi sorpresa, mi nuevo esposo me despertó con un beso y no pareció notar algo extraño en mí. Nada especial ocurrió en los siguientes días, al cabo de un par de semanas en la isla tropical, volvimos al país.
Ya habían pasado un par de meses, estaba yo completamente absorbida por mi rutina, cuando, nuevamente, me paré en la madrugada urgida por la necesidad de agua. La piscina del residencial estaba lejos, no quería vestirme. Decidí que con un baño de tina sería suficiente. Así ocurrió, esperé a que se llenara y luego me sumergí por completo en el agua cálida, que lamia mi piel como la lengua de un anfibio. Unas palabras susurradas en el oído me hicieron salir de mi letargo: “Tú eres la elegida, tú”. Miré mis manos, eran oscuras, con manchas amarillas. La piel era suave y tersa, una membrana impedía la separación de mis dedos. Salí de la tina de un saltó. Me miré al espejo, esta vez sí grité.
Desperté en el hospital, sin entender lo que pasaba. Poco tiempo después un médico me informó que había sufrido un desmayo y que me había golpeado en la cabeza con el borde la tina, por lo que estaría internada unos días a causa de una contusión cerebral. De inmediato saque las manos para mirarlas, pero no había nada extraño con ellas, tan delgadas y pálidas como de costumbre.
Cuando Víctor llegó, en la hora de visitas, le comenté lo que había creído ver en el espejo la noche interior. No pudo evitar reírse: “Fue sólo un mal sueño, mi amor. Eso fue todo”.
Yo no estaba tan segura, pero, siguiendo el consejo de mi esposo, empecé a ir a ver a un psicólogo. Según el especialista, esas extrañas visiones de verme como un anfibio no eran más que el estrés postraumático resultado del incendio en el laboratorio. No obstante, la voz de la salamandra del bosque me seguía acosando algunas noches: “Tú eres la elegida, tú”.
Pasé un año sin recaídas y sin visiones extrañas. Quedé embarazada de Víctor. Al principio tuve temores de que algo no estuviera bien con el hijo que esperaba, pero la felicidad de ser madre pronto hizo retroceder al miedo.
Avanzaron los meses, mi vientre comenzó a hincharse más y más. Faltaba ya poco tiempo para que mi embarazo llegara a término, cuando otra vez desperté con la necesidad de agua. Me metí a la tina, pero después de unos minutos sentí que la cantidad de agua en ella era insuficiente. Bajé a la alberca, el olor del agua clorada me repugnó.
Cobijada por las sombras caminé hacia los pantanos durante varias horas. Miré mis manos, estaban resquebrajadas, resecas. Necesitaba llegar al agua pronto. Un atroz dolor en el vientre me invadió poco después. Tendría que estar en un hospital, atendida por especialistas, pero no, en aquel instante yo caminaba en la noche, a través de los baldíos, en busca de la ciénaga. Con el último rastro de mis fuerzas alcancé las aguas fangosas, luego perdí el conocimiento.
Desperté cuando escuché que repetían mi nombre en la lejanía. Yo estaba en el borde de la ciénaga, abrazada a un montón de pequeños círculos blancos que flotaban dentro de una enorme masa viscosa. Pese al asco del primer momento, un impulso me hizo ocultar la mole gelatinosa entre los abundantes juncos. Me miré en el espejo de agua. Seguía siendo humana, pero el abultamiento de mi abdomen había desaparecido. Había dado a luz.
Cuando los guardias del parque me encontraron, comencé a gritar que me habían arrebatado a mi hijo. Víctor, no creyó mi historia y me acusó de haber acudido a la curandera del pantano para cortar mi embarazo. Acto seguido me amenazó con internarme en un sanatorio mental. Yo, presa de una desesperación inmensa, corrí lo más rápido que pude, sin mirar atrás.
Desde entonces me muevo por ríos, manglares y lagunas, sabiendo que cada vez es más complicado para mi cuerpo retomar su condición humana. Pronto, sin embargo, no estaré sola, mis criaturas, y también las de todas aquellas mujeres que han utilizado el suero de la salamandra, nacerán, y una nueva era dará comienzo. Los anfibios reclamaremos lo que nos ha sido sustraído durante cientos de millones de años, el dominio del planeta.
martes, 12 de agosto de 2025
EL RUNCHO
Por Francisco Güemes Priego
1
Yo solía ser un niño normal, jugaba, estudiaba, reía. Nada me distanciaba de mis compañeros de escuela, que a causa de mi habilidad para trepar muros y escabullirme sin ser visto, me tenían respeto, incluso admiración. Sabía que mi abuelo materno no tenía buena fama, que lo habían expulsado del pueblo por alguna oscura razón. Por ahí escuché un día que había gente que lo consideraba un monstruo. Pero yo creía que no tenía de que preocuparme, yo no lo había visto desde que era un bebé, no sabía dónde vivía, no recordaba ni su rostro, ni su voz.
Mis padres, por otra parte, eran amorosos y convencionales. No parecían guardar ningún secreto. A su lado todo era luminoso y feliz. Fue un año más tarde cuando el primer síntoma apareció. Noté que las uñas de mis manos y pies se habían hecho largas y gruesas, por más que las cortaba, de inmediato volvían a crecer. Luego los dientes, una mañana me desperté con un dolor espantoso en la boca y varias piezas dentales cayeron sobre el lavabo, para mi sorpresa, no me había quedado chimuelo, bajo cada pieza caída apareció un nuevo diente: pequeño, afilado, triangular.
Entonces, mis padres decidieron tomar cartas en el asunto. Fui revisado por varios médicos, pero todos estaban sorprendidos ante las singularidades que mi cuerpo mostraba. Durante los siguientes meses todo fue peor. Mi pelo se tornó crespo y cenizo, mi espalda se encorvó, una larga y desnuda cola comenzó a brotar de mi coxis sin lógica alguna.
Así, pues, para el momento en que cumplí 14 años, era todo un monstruo, una especie de anomalía que debía de ser mantenida oculta a cualquier costo. Salvo por algunas escapadas ocasionales, tras las cuales era castigado severamente, mi vida se tiño de la más impenetrable soledad.
2
Cuando los animales empezaron a ser devorados por las noches, el rumor comenzó a esparcirse por el pueblo. Había regresado El Runcho. Esa curiosa palabra me llevó a mi primera infancia, cuando mis padres solían asustarme con una extraña criatura de nombre estrambótico para que hiciera mis deberes, comiera mis vegetales o me durmiera pronto. Parecía sólo un cuento para espantar críos y, sin embargo, podía palparse en el pueblo, un creciente terror, en especial cuando las muertes en los establos y corrales comenzaron a multiplicarse de forma inexplicable.
Siempre he sido curiosa y solitaria, más desde que Jorge, mi único amigo de la infancia, consiguió una beca y se marchó a estudiar al extranjero. Así, me escabullía con frecuencia a la hemeroteca para encontrar información sobre el temido Runcho. Después de varias tardes gastando mis ojos miopes ante diarios amarillentos, encontré alguna información, la cual condense de la siguiente manera:
"Cincuenta años atrás vivía en el pueblo un hombre apodado El Runcho, decían que era un chamán dueño de un gran poder. Podía asumir la apariencia de varios animales y bajo su disfraz, aterrorizar a la gente para siguiera sus designios. Qué era una especie de diablo al cual, incluso el presidente municipal le temía. Muchos estaban hartos de sus abusos, de sus amenazas y en una ocasión, mientras estaba echando una siesta, una multitud armada con antorchas rodeó su choza y, seguros de que El Runcho dormía, prendieron fuego al techo de palma y a las paredes de carrizo. Mientras su cuerpo se convertía en cenizas, el endemoniado lanzó un alarido al cielo, haciendo temblar de terror el corazón de todos los presentes".
No parecía más que un cuento fantástico. El Runcho había muerto en 1997. Tenía casi treinta años de haber sido quemado vivo. Ni siquiera sus cenizas debían de existir ya. Sin embargo, algo en el caso me intrigaba. Había visto yo misma los cuerpos de los perros presuntamente devorados por El Runcho. También había sentido el temor en los rostros de las personas de mayor edad. Debía seguir investigando.
3
Otra vez ese nombre maldito. Otra vez el miedo adueñándose de mis ovejas. Yo mismo fui quien instigó el dar fin a ese maldito endriago. No puede estar de vuelta. Así el tal Runcho sea el mismísimo Diablo, no puede regresar a la vida así como así, no puede.
Yo era entonces un joven recién salido del seminario. Al recibir el curato de este pueblo remoto, no pude sino llenarme de alegría, mi primer rebaño al cual conducir por la senda del Señor. Pero pronto me di cuenta de que algo maldito acechaba en esta región. Los viejos ritos paganos continuaban vivos en las manos de ominosos curanderos y brujos. El peor de todos era el conocido como El Runcho. Sus supuestos prodigios envenenaban la mente de mis confundidos feligreses. Debía desenmascararlo a como diera lugar.
Muchas veces lo expuse en el púlpito como un charlatán, un vulgar timador. Sin embargo, mi espina dorsal se estremeció de pavor cuando una noche pude mirar con mis propios ojos como aquel endemoniado se trastocaba en bestia. Había neblina y lluvia esa noche, la transformación no había durado más que unos pocos segundos, pero mis ojos no podían negar lo que vieron, el tal Runcho ya no era más un hombre, sino una especie de gigantesco roedor que caminaba en cuatro patas y poseía una larga cola desprovista de pelo, la cual utilizaba para robar los siniestros objetos que necesitaba para llevar a cabo sus conjuros infames.
4
La oscuridad me sienta bien. Yo quisiera ser como cualquiera de ellos, pero se bien que nunca lo seré. Con las extrañas formas de mi cuerpo me temen, me odian o ambas a la vez. Desearía que mi vida no se hubiera torcido de esta forma, que ahorita, pudiera ir a la escuela, jugar en las calles o dormir arropado por mis padres cada noche. También quisiera no verme obligado a lastimar a las gallinas, a los puercos, y a los perros, pero soy un ser vivo, y necesito alimentarme. Mi hambre, después de un cautiverio tan largo, se ha hecho voraz.
Ya quedan menos lugares donde yo pueda estar seguro. Las cuevas de la montaña, inexploradas y profundas son el mejor refugio, pero pronto vendrán los cazadores, mi nariz los detecta cada vez más cerca. Debo de hacer algo para alejarlos o eliminarlos. Siendo un monstruo, cuando me encuentren no tendrán piedad de mí.
5
El Runcho ha afectado mi desempeño escolar este semestre, nunca había tenido tanto desinterés en la escuela, pero es un tema del cual no puedo dejar de investigar. Ay, si Jorge estuviera aquí, resolveríamos este caso juntos. Pero apenas si tengo noticias de él. Creo que su nueva y emocionante vida en el extranjero lo ha hecho olvidarse de mí.
He encontrado nuevas pistas, la familia del antiguo, tenían un niño, se llamaba Rodolfo. Estudió la escuela primaria completa, pero durante el curso de primero de secundaria dejó de asistir a clases repentinamente, nunca se le volvió a ver. ¿Tendrá él algo que ver en este caso, o sólo será una simple coincidencia? Queda mucho por averiguar.
Mis escapadas nocturnas también han tenido algunos resultados, aunque no los que esperaba, sólo he encontrado que se mueve por la parte norte del pueblo, de la calle 11 a la 24, cerca del antiguo cementerio, su rastro de animales muertos lo confirma. Sin embargo, continuo sin encontrármelo cara a cara para así poder darle etiqueta de realidad al mito. Mis esfuerzos pronto darán fruto, estoy segura que sí
6
Esa chica me está siguiendo, tengo que hacer uso de mis más sofisticadas habilidades de camuflaje para poder evadirla. No sé por cuánto tiempo más podré hacerlo. Siento que debo urdir un plan para alejarla definitivamente. Una voz en mi cabeza me susurra una respuesta “haz lo que tengas que hacer, pero que no te encuentre”. No obstante, apenas imagino la posibilidad de eliminarla, me siento enfermo. Haré todo lo posible por mantener mi ubicación en secreto, no le haré daño.
7
¡Lo he visto! ¡Por fin lo he visto! El Runcho existe, he podido confirmarlo. Cómo había escuchado, es una especie de rata gigante. Pero al verlo incorporarse en dos patas, una sensación extraña me invadió, no parece un animal cualquiera. Hay un haz de inteligencia en su mirada. Casi me muero del susto al verlo saltar la barda del cementerio y quedar frente a frente con él a unos pocos metros de distancia. Pensé que se abalanzaría sobre mí y me causaría un gran daño, pero no, sólo me miró un instante con sus insondables ojos nocturnos y, regresando a su posición cuadrúpeda, se perdió entre la basura y la maleza de un baldío.
8
Es flaquita, usa el cabello tan corto como si fuera niño, su caminar es algo torpe y lleva los ojos velados por unas gruesas gafas con fondo de botella. Hay algo de intrigante en ella, no parece una chica como las otras. La voz me sigue susurrando que le dé un escarmiento, pero mi curiosidad hacia ella es más fuerte que mi instinto de supervivencia. Seguiré alimentándome de despojos y alimañas, no la lastimaré.
9
Endemoniada criatura, ya la he visto rondar por el cementerio, entre las cruces de piedra y el rostro enmohecido de los ángeles guardianes. Tal vez esté devorando cadáveres, o entregado a oscuros hechizos. He reunido a mis más leales seguidores. No dejaremos que el mal siga rondado por estos terrenos de Dios. Pronto la trampa estará lista y El Runcho dejará de atormentarme a mí y a mi fiel rebaño.
10
Esta noche otra vez me encontré con El Runcho. Estaba rondando de nuevo el cementerio. Al hallarnos frente a frente, quise atraerlo con un trozo de carne seca que llevaba en mi mochila. Por un momento nuestras miradas se cruzaron. No es un monstruo, hay algo de belleza, incluso de ternura, en su silueta disforme. Había dado un paso hacia mí, cuando una serie de atronadores ruidos se escucharon. Eran balas. Al parecer la criatura escapó sin ser lastimada, pues no había rastro de sangre. Tengo que proteger a El Runcho, tengo que evitar qué…
11
¡Malditos campesinos inútiles! No puede ser que hayan fallado otra vez. El Runcho debía estar muerto a estas horas de la mañana. Pero no hay prisa, ese Enemigo del Buen Camino encontrará su fin tarde o temprano. Ya lo eliminé una vez, no me costará demasiado eliminarlo una segunda ocasión.
12
El peligro es cada vez más grande, tal vez debería irme de este pueblo para siempre, quizás del otro lado de la sierra, en soledad, encuentre un poco de paz. Quizás allá no me vean como un monstruo, tal vez me entiendan mejor. Sí, eso es lo que tengo que hacer, no tengo opción.
13
Un plan, necesito una manera de sacarlo de aquí y llevarlo a un sitio en el que pueda estar seguro, pero, ¿dónde? La gente de este lugar ya está en contra suya, más con los discursos incendiarios de ese remedo de cura. Nadie se esfuerza por comprender de qué tipo de criatura se trata, o cómo llegó, sólo quieren hacerle daño. Tengo que encontrar un refugio adecuado para él. La pregunta sigue siendo la misma, ¿dónde?
14
Ya está armado el plan para darle fin a El Runcho esta noche. Apenas ponga un pie en el cementerio lo rodearemos y no lo dejaremos salir. No hay forma de que escape a doce hombres armados. De ser necesario le prenderemos fuego a todo. ¡A todo!
15
Algo me detiene, algo evita que ponga en marcha mi plan de fuga… creo que es la chica, cuando nuestras miradas se encontraron esta noche sentí algo especial. No puedo olvidarme del brillo de sus ojos, ni del aroma de su piel blanca como la leche. Tal vez ella sea la única criatura capaz de salvarme, tal vez.
16
Esta noche es singularmente oscura, no hay estrellas ni rastro de luna en el cielo. Llevo mi linterna, pero debo asegurarme de no asustar a El Runcho. Tengo que ganarme su confianza y hacer que venga conmigo. Se puede quedar unos días en el desván de mi casa, ya después pensaré en un lugar más adecuado para él. Lo importante es que los hombres que lo persiguen no lo encuentren.
17
La oscuridad alimenta mi alma, no muchas personas abandonarán su casa esta noche. Ni los supersticiosos cazadores se atreverán a salir. Creo que al fin podré respirar un poco de aire fresco y comer con un poco de paz.
18
Vienen conmigo Cristóbal y Hernán, los dos mejores tiradores de la comarca, no hay manera de fallar. Al despuntar el alba, ese diabólico Runcho no será más que un cadáver del que se alimentarán los buitres.
19
Odio tener que matar, pero a veces el hambre es demasiada. Esta vez fue una gallina. Su carne alimentará mi cuerpo y su muerte no será en vano. Yo no soy culpable de haber caído presa de esta horrible condición.
20
¡Ahí está la bestia, Cristóbal! ¡Dale un tiro en la cabeza, Hernán!
21
¡Oh, Dios mío, no! ¡No dejaré que le hagan daño a El Runcho! ¡No lo permitiré!
22
Era una trampa, me han encontrado esos malditos. Debo salir de aquí.
23
¡Runcho, no!
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¡Fuego! ¡Fuego!
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¡Sangre por todos lados! ¡Voy a morir!
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Duele…
27
No hay ninguna herida. La sangre no es mía. Entonces…
28
Te he salvado…
29
La chica…
30
¡La sombra no era El Runcho! ¡Era una niña! ¡Santo Dios, qué pecado! Oh, no…
lunes, 2 de junio de 2025
EL ESPEJO VENECIANO
Por Francisco Güemes Priego
El puesto de encargado de una tienda de antigüedades era algo completamente nuevo para mí, pero después de más de dos años hundido en el pantano del desempleo, viviendo de mi casi exhausta liquidación y la caridad de mi tía Ernestina, no podía darme el lujo de no aceptarlo.
Había sido Manuel Callejas, un remoto amigo de la infancia, quien abrió esta posibilidad para mí, pues su tío Alfonso, un viejo chocho de carácter agrio, ya no era, a causa de su edad, capaz de manejarla. El más grande inconveniente era la condición que el anciano puso para darme el puesto, que viviera en el primer piso del ruinoso edificio en cuya planta baja se encontraba la tienda. Así, tras agilizar los trámites de la mudanza y resignarme a mi decrépito nuevo hogar, inicié mis labores en mayo.
Los primeros días en mi nuevo empleo los pasé con un aburrimiento mortal, pocos clientes osaban cruzar las puertas de cristal esmerilado, y más pocos aun los que utilizaban su dinero para comprar alguna de las antigüallas que se mostraban detrás de las vitrinas empolvadas.
Por la noche, llegadas las siete en punto, cerraba las puertas del negocio y acudía a cenar a un pequeño restaurante de comida china ubicado a pocos pasos. Casi siempre pedía un tazón de ramen y un rollito primavera. Después, subía las escaleras y me preparaba para dormir.
Desde la primera noche que pasé en mi nuevo hogar, mis sueños fueron inquietos, llenos de imágenes extrañas. La mayoría de estos recuerdos oníricos se borraban de mi mente apenas abría los ojos, pero el que sí logré retener fue el de una mujer muy blanca de cabello rojizo a la que seguía a través de un espeso bosque, iluminado tan solo por la luz de la luna llena, la llamaba muchas veces, cómo si la conociera desde hace tiempo, pero ella no se detenía, sólo de cuando en cuando dirigía una breve mirada hacia atrás. Sus ojos verdes, inoculaban en mi alma un veneno que enardecía mi deseo por alcanzarla. Finalmente, la persecución terminaba cuando ella se sumergía en las platinadas aguas de un estanque de forma cuadrangular, tan diáfano como un espejo.
Por el día, miraba pasar a la gente en la calle y, harto de su uniformidad, me hundía en mis recuerdos. Una vida triste, solitaria, muchos años burócrata de una oscura oficina gubernamental de la que me despidieron de forma fulminante por un malentendido de lo más vulgar. Una vida sin mucho valioso que contar, sólo mi apergaminado amor por Loreta Franco, mi antigua compañera de la escuela preparatoria, valía la pena. “¿Y si sus papás le hubieran permitido continuar su cercanía conmigo?” “¿Si no se la hubieran llevado a estudiar al extranjero para alejarla de mí y hacer de ella una dama de sociedad?” Tal vez nos hubiéramos casado, tal vez tendríamos hijos, tal vez ella no hubiera muerto en ese estúpido accidente de avión.
Así, yo solía perderme en divagaciones y memorias torpes. Mi otra ocupación consistía en mirar con atención los objetos más curiosos que albergaba la colección del decrépito don Alfonso Calleja: muebles victorianos, pinturas de atmósfera campestre hechas por grandes maestros europeos, gigantescas arañas de latón y cristal, imágenes tamaño real de Zeus, Poseidón, Afrodita y otros dioses griegos. Tampoco faltaban efigies de santos cristianos, jarrones chinos o juegos de té. No obstante, lo que me llamó más la atención de toda aquella extensa colección fue un inmenso espejo veneciano de forma cuadrangular, rodeado de un ancho marco de plata que mostraba, en cada uno de sus extremos rostros femeninos de una belleza casi irreal.
Los días siguieron su curso, la grisura del trabajo y la onírica intensidad de las noches también. Mis sueños eran cada vez más vívidos, la pelirroja que los habitaba más incitante, más provocativa. Sus ojos me imploraban acercarme, sus labios que la besara como jamás había besado a nadie, su piel que la tomara en ese mismo momento y la hiciera mía. Pero ella ni siquiera me daba un minuto para que pudiera dar un paso más, huía como si yo fuera el mismo diablo. Nuestra carrera por el bosque siempre terminaba de la misma forma, la mujer se hundía en el límpido espejo del estanque sin remedio, yo, colmado de frustración y amargura, la miraba desaparecer.
Poca clientela visitó la tienda aquellos días y los recuerdos de Loreta volvieron a inundar mis días. Presentía una extraña conexión entre ella y la chica del espejo, pero por más que intentaba recordarla, ninguna imagen del rostro de mi compañera de estudios acudía a mi mente con nitidez.
Llegó la época navideña y el movimiento en la tienda empezó a crecer, comenzaron a irse viejas lámparas, cajas de música, tazas de porcelana, cucharillas doradas y algunos otros objetos que no extrañaría gran cosa. Pero entonces una preocupación comenzó a invadirme. Que el espejo veneciano fuera comprado por alguien y que yo me viera privado de la fuente de mis magníficos ensueños. Tenía que hacer algo para evitarlo.
Entonces, una noche, después de soportar con los nervios alterados a una pareja de ancianos que oso preguntar por el precio del espejo, decidí que tenía que actuar, no podía permitirme el lujo de correr más riesgos y, aunque dejé mi cena en la comida china para otra noche, descolgué e espejo y, con un temor insoportable a que este se rompiera durante el trayecto, lo saqué de ala tienda, lo subí con infinito cuidado por la vetusta escalera y, con mis últimas fuerzas lo coloqué en mi habitación. Se veía muy bien enfrente de mi cama, imponente, majestuoso, digno de un dux renacentista.
Aquella misma noche volví a soñar con la pelirroja. Esta vez sin embargo, algo cambió. Ya estando al borde del estanque de aguas platinadas, la beldad detuvo el paso y me dirigió una sonrisa irresistible. Por un momento me quedé congelado, sin saber qué hacer, pero pronto la lujuria venció al miedo y a continuación ella y yo nos trenzamos en un abrazo ardiente.
La siguiente mañana desperté relajado, colmado de una felicidad inmensa, un misterioso olor a bosque llenaba mi austera habitación. Me bañé, me vestí y me presenté al trabajo más entusiasta que nunca.
Otra vez la pareja de ancianos se presentó en la tienda y no pude evitar sentirme mal cuando notaron que el espejo veneciano no se encontraba ya a la venta. “Fue vendido la tarde de ayer”, mi lacónica respuesta. Así, sabiendo que el espejo era mío, sólo mío, podía respirar con tranquilidad.
Mi horario de trabajo era una tortura, en eso se convirtieron las casi diez horas que tenía que pasar ahí antes de contemplar de nuevo a mi amado espejo veneciano y a los ensueños que brotaban de su pulida superficie de azogue y cristal.
Apenas salía, el nerviosismo por volver a mi habitación me llenaba. A lo mucho acudía a la comida china a pedir la cena para llevar, pero si la ansiedad era demasiada, me olvidaba del hambre y subía sin demora a mi habitación.
Mis encuentros con la pelirroja eran siempre intensos y distintos. Habíamos recorrido el kamasutra en un par de meses y mi pasión por ella había crecido de manera incontenible. Como no rememorar, cada día, en esas incontables horas frente al apático mostrador, el júbilo al momento de sentir su piel y entrar en ella, la satisfacción de su completa entrega, la sensación de haber alcanzado el paraíso en el explosivo instante final de nuestro encuentro.
Así, la mediocridad de mis días era compensada por la salvaje emoción de mis noches, pero entonces, un nuevo miedo me invadió, que alguno de los vecinos del edificio de enfrente, mirara el espejo veneciano y quisiera poseerlo. Entonces, para serenar mi temor, comencé a cubrirlo todos los días con una sábana, sólo lo liberaba por las noches, mientras yo degustaba mis ardientes fantasías con la pelirroja.
No obstante, a partir de entonces algo cambió en ella. Su mirada radiante no era la misma, tampoco su pelo brillaba igual, era como si un velo de tristeza cubriera su figura. A pesar de todo, no le di demasiada importancia al asunto, en especial, porque nuestros encuentros siguieron siendo tan fogosos como siempre.
Un día, don Alfonso me citó. El viejo no estaba satisfecho con la marcha de la tienda, las utilidades no eran las mismas que cuando él estaba al frente. Yo, apesadumbrado, le dije que me esmeraría, que trabajaría con más intensidad que hasta entonces, pero que no me quitara el puesto, pues le había tomado mucho cariño al negocio de las antigüedades.
Don Alfonso, con un gruñido, aceptó, pero me dejó bien claro que las ganancias debían aumentar o, de lo contrario, me pondría “de patitas en la calle”.
Afortunadamente en esos días llegaron unas finísimas figuras de mármol procedentes de Nápoles y Sicilia, así el riesgo fue conjurado. Por varias semanas todo caminó perfectamente, pero un domingo en la madrugada el sonido de la sirena de una patrulla me alarmó. Habían robado la tienda de abarrotes de la esquina. Me puse a temblar, “¿y sí aquellos malhechores se enteraban de la existencia de mi espejo veneciano e intentaban robarlo?
Entonces decidí descolgar el espejo de la pared y colocarlo bajo mi cama. Esta vez lo cubrí no por una sábana, sino por varias capas de plástico y cinta de aislar. Al igual que antes con la sábana, sólo lo descubría por las noches y eso sí, ni aún entonces lo colgaba en mi pared otra vez.
La languidez de la pelirroja se hizo más evidente. Su cabello se había tornado quebradizo, su piel más pálida, pero su entusiasmo al verme continuaba idéntico, así que seguí sin darle demasiada importancia al evidente malestar de mi amiga.
Los robos en los alrededores de la tienda de antigüedades siguieron ocurriendo, sabía que era cuestión de tiempo para que esos malnacidos intentaran robar mi tesoro. Tenía que hacer algo para evitarlo.
Después de meditarlo varias insomnes noches, en las cuales el nerviosismo me hacía imposible pasar más que unos fugaces momentos con mi pelirroja, tomé la decisión. Apenas recibiera mi siguiente pago, huiría de la ciudad, llevando conmigo mi amado espejo, fuente de mi felicidad.
El día esperado llegó y apenas don Alfonso me entregó el sobre con mi remuneración, inicié los preparativos para mi escape.
Ese día cerré temprano el negocio, transporte mis bienes más necesarios en un par de maletas de cuero y las subí a mi auto, una vieja carcacha de los años 70. Por la noche, con infinito cuidado, saqué el espejo de debajo de mi cama. Para asegurar que no se dañara le até otra capa extra de plástico y, paso a paso, me dirigí hacia el ascensor. Aquel artefacto era muy pesado, pero debía transportarlo yo solo, no podía arriesgarme a que alguien más supiera de su existencia y quisiera arrebatármelo.
Una vez que llegué al piso inferior, tome un descanso. En la tienda de antigüedades todo parecía silencioso, pero apenas di un paso hacia la puerta, una voz sibilante me cortó la respiración: “Buenas noches, don Carlos”
Era don Alfonso Callejas, quien estaba parado ante la puerta con las manos al frente, sujetando el mango de un grueso bastón.
“Vaya sorpresa, don Alfonso”, alcancé a susurrar con la voz entrecortada por el miedo.
“¿A dónde se lleva mi espejo?” me espetó aquel hombre de piel reseca y nariz ganchuda.
Un sudor frío me recorrió la espalda y, presa del terror, no sólo de verme descubierto robando un artículo de la tienda, sino además seguro de haber perdido para siempre a la pelirroja, actué sin pensar.
“Déjeme explicarle, yo no soy ningún ladrón”, balbucee. Entonces tomé de las vitrinas una antigua daga toledana y con ella traspasé el fatigado corazón del viejo.
Una vez que me cercioré de que mi ex patrón estaba muerto, vacié la caja de la tienda, empujé el espejo hasta la puerta y a continuación, sin encontrar obstáculos, me apresuré a escapar.
Aunque tenía dinero más que suficiente como para rentar un apartamento cómodo en una bella ciudad de provincia, con una enorme pared engalanada por mi espejo veneciano, la ventura me abandonó. A pesar de mantenerlo destapado siempre, la pelirroja nunca volvió a visitar mis fantasías nocturnas. El sueño habitual seguía siendo el mismo, pero su continuada ausencia convirtió aquel lugar mágico en un bosque frío, con un aura de atroz desesperación.
Dejé de comer, pues todo me sabía a ceniza, dejé de dormir, pues estaba seguro de que ella no aparecería. Finalmente, una noche rendido por el cansancio, volví a conciliar el sueño. Esta vez el viento me trajo el rastro de su aroma, mientras que aquí y allá divisaba un fragmento de su vestido blanco o un largo y ondulado cabello rojo entre las hojas muertas que cubrían el suelo. No obstante, seguía sin poder tenerla ante mí. Entonces caminé hasta el estanque platinado, en el que la beldad solía sumergirse en nuestros primeros sueños juntos. Poco a poco una imagen se formó en su superficie pulida como espejo, era la pelirroja que lloraba con desolación y amargura. Sostenía entre las manos un retrato, en él aparecía don Alfonso Callejas más joven, acompañado de una niña de cabello color del fuego.
Desperté sobresaltado, afligido por la inmensa pena que involuntariamente le había ocasionado a mi amor onírico. Una hora después, llamé a la policía. Estaba decidido, me iba a entregar.
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