jueves, 5 de septiembre de 2024

BAJO LA CRUZ

Sus enemigos lo llamaron Bartolomé de la Cruz. Pero antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día a la furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote. Durante años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos serpentinos que trae consigo la lluvia. Tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus lágrimas, que fulmina con el rayo. Por mucho tiempo ofició las ceremonias en que los corazones de los hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcala, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el humo del copal y las plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de sed. Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las celebraciones que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, como a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos. Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre, su tez, antes morena, se ha vuelto gris como la ceniza y ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes sencillos y semblante benevolente que tratan de convencerlo de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no es verdadero, y de que si llegó a existir, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal. Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz. Han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, en el centro de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor. Su rostro está desfigurado, sus manos se hallan carcomidas por el fuego y sus pies apenas si pueden sostenerlo. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las paredes que lo asfixian, los campos se llenan de cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes verdes como el jade, ahora muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, iguales a manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una gota de leche que darles a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos. Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado. La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos, muchos de ellos muy queridos para él. En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, el viejo sacerdote decide acercarse a la enorme cruz que adorna su prisión, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar? Pasan las horas, Cuatro Ocelote prosigue sus cavilaciones, inesperadamente, surge desde su interior la luz de una epifanía. La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre del hábito opaco, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras que el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión. Esa misma tarde, Bartolomé es liberado de su prisión. Camina lentamente, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus pies lacerados. Una nueva vida parece inundar sus arterias al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se llena de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad. Muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera, la cual, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa, son pocos, y más que personas, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su negativa a escuchar las palabras de aquellos hombres más sabios que él. Que ahora que había decidido unirse a la Verdadera Fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados. Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños bailan bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus bocas desdentadas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas. Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales. — Por fin han aprendido estos brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia —dice el guerrero de la armadura centellante. — No debéis culparlos, —afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas con la desteñida manga de su sotana— a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de ver el camino de la luz. Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que contiene la imagen del dios de la lluvia y que, más allá, bajo las montañas, en desconocidas cuevas, se han hecho ya, los sacrificios requeridos.