lunes, 2 de junio de 2025

EL ESPEJO VENECIANO

El puesto de encargado de una tienda de antigüedades era algo completamente nuevo para mí, pero después de más de dos años hundido en el pantano del desempleo, viviendo de mi casi exhausta liquidación y la caridad de mi tía Ernestina, no podía darme el lujo de no aceptarlo. Había sido Manuel Callejas, un remoto amigo de la infancia, quien abrió esta posibilidad para mí, pues su tío Alfonso, un viejo chocho de carácter agrio, ya no era, a causa de su edad, capaz de manejarla. El más grande inconveniente era la condición que el anciano puso para darme el puesto, que viviera en el primer piso del ruinoso edificio en cuya planta baja se encontraba la tienda. Así, tras agilizar los trámites de la mudanza y resignarme a mi decrépito nuevo hogar, inicié mis labores en mayo. Los primeros días en mi nuevo empleo los pasé con un aburrimiento mortal, pocos clientes osaban cruzar las puertas de cristal esmerilado, y más pocos aun los que utilizaban su dinero para comprar alguna de las antigüallas que se mostraban detrás de las vitrinas empolvadas. Por la noche, llegadas las siete en punto, cerraba las puertas del negocio y acudía a cenar a un pequeño restaurante de comida china ubicado a pocos pasos. Casi siempre pedía un tazón de ramen y un rollito primavera. Después, subía las escaleras y me preparaba para dormir. Desde la primera noche que pasé en mi nuevo hogar, mis sueños fueron inquietos, llenos de imágenes extrañas. La mayoría de estos recuerdos oníricos se borraban de mi mente apenas abría los ojos, pero el que sí logré retener fue el de una mujer muy blanca de cabello rojizo a la que seguía a través de un espeso bosque, iluminado tan solo por la luz de la luna llena, la llamaba muchas veces, cómo si la conociera desde hace tiempo, pero ella no se detenía, sólo de cuando en cuando dirigía una breve mirada hacia atrás. Sus ojos verdes, inoculaban en mi alma un veneno que enardecía mi deseo por alcanzarla. Finalmente, la persecución terminaba cuando ella se sumergía en las platinadas aguas de un estanque de forma cuadrangular, tan diáfano como un espejo. Por el día, miraba pasar a la gente en la calle y, harto de su uniformidad, me hundía en mis recuerdos. Una vida triste, solitaria, muchos años burócrata de una oscura oficina gubernamental de la que me despidieron de forma fulminante por un malentendido de lo más vulgar. Una vida sin mucho valioso que contar, sólo mi apergaminado amor por Loreta Franco, mi antigua compañera de la escuela preparatoria, valía la pena. “¿Y si sus papás le hubieran permitido continuar su cercanía conmigo?” “¿Si no se la hubieran llevado a estudiar al extranjero para alejarla de mí y hacer de ella una dama de sociedad?” Tal vez nos hubiéramos casado, tal vez tendríamos hijos, tal vez ella no hubiera muerto en ese estúpido accidente de avión. Así, yo solía perderme en divagaciones y memorias torpes. Mi otra ocupación consistía en mirar con atención los objetos más curiosos que albergaba la colección del decrépito don Alfonso Calleja: muebles victorianos, pinturas de atmósfera campestre hechas por grandes maestros europeos, gigantescas arañas de latón y cristal, imágenes tamaño real de Zeus, Poseidón, Afrodita y otros dioses griegos. Tampoco faltaban efigies de santos cristianos, jarrones chinos o juegos de té. No obstante, lo que me llamó más la atención de toda aquella extensa colección fue un inmenso espejo veneciano de forma cuadrangular, rodeado de un ancho marco de plata que mostraba, en cada uno de sus extremos rostros femeninos de una belleza casi irreal. Los días siguieron su curso, la grisura del trabajo y la onírica intensidad de las noches también. Mis sueños eran cada vez más vívidos, la pelirroja que los habitaba más incitante, más provocativa. Sus ojos me imploraban acercarme, sus labios que la besara como jamás había besado a nadie, su piel que la tomara en ese mismo momento y la hiciera mía. Pero ella ni siquiera me daba un minuto para que pudiera dar un paso más, huía como si yo fuera el mismo diablo. Nuestra carrera por el bosque siempre terminaba de la misma forma, la mujer se hundía en el límpido espejo del estanque sin remedio, yo, colmado de frustración y amargura, la miraba desaparecer. Poca clientela visitó la tienda aquellos días y los recuerdos de Loreta volvieron a inundar mis días. Presentía una extraña conexión entre ella y la chica del espejo, pero por más que intentaba recordarla, ninguna imagen del rostro de mi compañera de estudios acudía a mi mente con nitidez. Llegó la época navideña y el movimiento en la tienda empezó a crecer, comenzaron a irse viejas lámparas, cajas de música, tazas de porcelana, cucharillas doradas y algunos otros objetos que no extrañaría gran cosa. Pero entonces una preocupación comenzó a invadirme. Que el espejo veneciano fuera comprado por alguien y que yo me viera privado de la fuente de mis magníficos ensueños. Tenía que hacer algo para evitarlo. Entonces, una noche, después de soportar con los nervios alterados a una pareja de ancianos que oso preguntar por el precio del espejo, decidí que tenía que actuar, no podía permitirme el lujo de correr más riesgos y, aunque dejé mi cena en la comida china para otra noche, descolgué e espejo y, con un temor insoportable a que este se rompiera durante el trayecto, lo saqué de ala tienda, lo subí con infinito cuidado por la vetusta escalera y, con mis últimas fuerzas lo coloqué en mi habitación. Se veía muy bien enfrente de mi cama, imponente, majestuoso, digno de un dux renacentista. Aquella misma noche volví a soñar con la pelirroja. Esta vez sin embargo, algo cambió. Ya estando al borde del estanque de aguas platinadas, la beldad detuvo el paso y me dirigió una sonrisa irresistible. Por un momento me quedé congelado, sin saber qué hacer, pero pronto la lujuria venció al miedo y a continuación ella y yo nos trenzamos en un abrazo ardiente. La siguiente mañana desperté relajado, colmado de una felicidad inmensa, un misterioso olor a bosque llenaba mi austera habitación. Me bañé, me vestí y me presenté al trabajo más entusiasta que nunca. Otra vez la pareja de ancianos se presentó en la tienda y no pude evitar sentirme mal cuando notaron que el espejo veneciano no se encontraba ya a la venta. “Fue vendido la tarde de ayer”, mi lacónica respuesta. Así, sabiendo que el espejo era mío, sólo mío, podía respirar con tranquilidad. Mi horario de trabajo era una tortura, en eso se convirtieron las casi diez horas que tenía que pasar ahí antes de contemplar de nuevo a mi amado espejo veneciano y a los ensueños que brotaban de su pulida superficie de azogue y cristal. Apenas salía, el nerviosismo por volver a mi habitación me llenaba. A lo mucho acudía a la comida china a pedir la cena para llevar, pero si la ansiedad era demasiada, me olvidaba del hambre y subía sin demora a mi habitación. Mis encuentros con la pelirroja eran siempre intensos y distintos. Habíamos recorrido el kamasutra en un par de meses y mi pasión por ella había crecido de manera incontenible. Como no rememorar, cada día, en esas incontables horas frente al apático mostrador, el júbilo al momento de sentir su piel y entrar en ella, la satisfacción de su completa entrega, la sensación de haber alcanzado el paraíso en el explosivo instante final de nuestro encuentro. Así, la mediocridad de mis días era compensada por la salvaje emoción de mis noches, pero entonces, un nuevo miedo me invadió, que alguno de los vecinos del edificio de enfrente, mirara el espejo veneciano y quisiera poseerlo. Entonces, para serenar mi temor, comencé a cubrirlo todos los días con una sábana, sólo lo liberaba por las noches, mientras yo degustaba mis ardientes fantasías con la pelirroja. No obstante, a partir de entonces algo cambió en ella. Su mirada radiante no era la misma, tampoco su pelo brillaba igual, era como si un velo de tristeza cubriera su figura. A pesar de todo, no le di demasiada importancia al asunto, en especial, porque nuestros encuentros siguieron siendo tan fogosos como siempre. Un día, don Alfonso me citó. El viejo no estaba satisfecho con la marcha de la tienda, las utilidades no eran las mismas que cuando él estaba al frente. Yo, apesadumbrado, le dije que me esmeraría, que trabajaría con más intensidad que hasta entonces, pero que no me quitara el puesto, pues le había tomado mucho cariño al negocio de las antigüedades. Don Alfonso, con un gruñido, aceptó, pero me dejó bien claro que las ganancias debían aumentar o, de lo contrario, me pondría “de patitas en la calle”. Afortunadamente en esos días llegaron unas finísimas figuras de mármol procedentes de Nápoles y Sicilia, así el riesgo fue conjurado. Por varias semanas todo caminó perfectamente, pero un domingo en la madrugada el sonido de la sirena de una patrulla me alarmó. Habían robado la tienda de abarrotes de la esquina. Me puse a temblar, “¿y sí aquellos malhechores se enteraban de la existencia de mi espejo veneciano e intentaban robarlo? Entonces decidí descolgar el espejo de la pared y colocarlo bajo mi cama. Esta vez lo cubrí no por una sábana, sino por varias capas de plástico y cinta de aislar. Al igual que antes con la sábana, sólo lo descubría por las noches y eso sí, ni aún entonces lo colgaba en mi pared otra vez. La languidez de la pelirroja se hizo más evidente. Su cabello se había tornado quebradizo, su piel más pálida, pero su entusiasmo al verme continuaba idéntico, así que seguí sin darle demasiada importancia al evidente malestar de mi amiga. Los robos en los alrededores de la tienda de antigüedades siguieron ocurriendo, sabía que era cuestión de tiempo para que esos malnacidos intentaran robar mi tesoro. Tenía que hacer algo para evitarlo. Después de meditarlo varias insomnes noches, en las cuales el nerviosismo me hacía imposible pasar más que unos fugaces momentos con mi pelirroja, tomé la decisión. Apenas recibiera mi siguiente pago, huiría de la ciudad, llevando conmigo mi amado espejo, fuente de mi felicidad. El día esperado llegó y apenas don Alfonso me entregó el sobre con mi remuneración, inicié los preparativos para mi escape. Ese día cerré temprano el negocio, transporte mis bienes más necesarios en un par de maletas de cuero y las subí a mi auto, una vieja carcacha de los años 70. Por la noche, con infinito cuidado, saqué el espejo de debajo de mi cama. Para asegurar que no se dañara le até otra capa extra de plástico y, paso a paso, me dirigí hacia el ascensor. Aquel artefacto era muy pesado, pero debía transportarlo yo solo, no podía arriesgarme a que alguien más supiera de su existencia y quisiera arrebatármelo. Una vez que llegué al piso inferior, tome un descanso. En la tienda de antigüedades todo parecía silencioso, pero apenas di un paso hacia la puerta, una voz sibilante me cortó la respiración: “Buenas noches, don Carlos” Era don Alfonso Callejas, quien estaba parado ante la puerta con las manos al frente, sujetando el mango de un grueso bastón. “Vaya sorpresa, don Alfonso”, alcancé a susurrar con la voz entrecortada por el miedo. “¿A dónde se lleva mi espejo?” me espetó aquel hombre de piel reseca y nariz ganchuda. Un sudor frío me recorrió la espalda y, presa del terror, no sólo de verme descubierto robando un artículo de la tienda, sino además seguro de haber perdido para siempre a la pelirroja, actué sin pensar. “Déjeme explicarle, yo no soy ningún ladrón”, balbucee. Entonces tomé de las vitrinas una antigua daga toledana y con ella traspasé el fatigado corazón del viejo. Una vez que me cercioré de que mi ex patrón estaba muerto, vacié la caja de la tienda, empujé el espejo hasta la puerta y a continuación, sin encontrar obstáculos, me apresuré a escapar. Aunque tenía dinero más que suficiente como para rentar un apartamento cómodo en una bella ciudad de provincia, con una enorme pared engalanada por mi espejo veneciano, la ventura me abandonó. A pesar de mantenerlo destapado siempre, la pelirroja nunca volvió a visitar mis fantasías nocturnas. El sueño habitual seguía siendo el mismo, pero su continuada ausencia convirtió aquel lugar mágico en un bosque frío, con un aura de atroz desesperación. Dejé de comer, pues todo me sabía a ceniza, dejé de dormir, pues estaba seguro de que ella no aparecería. Finalmente, una noche rendido por el cansancio, volví a conciliar el sueño. Esta vez el viento me trajo el rastro de su aroma, mientras que aquí y allá divisaba un fragmento de su vestido blanco o un largo y ondulado cabello rojo entre las hojas muertas que cubrían el suelo. No obstante, seguía sin poder tenerla ante mí. Entonces caminé hasta el estanque platinado, en el que la beldad solía sumergirse en nuestros primeros sueños juntos. Poco a poco una imagen se formó en su superficie pulida como espejo, era la pelirroja que lloraba con desolación y amargura. Sostenía entre las manos un retrato, en él aparecía don Alfonso Callejas más joven, acompañado de una niña de cabello color del fuego. Desperté sobresaltado, afligido por la inmensa pena que involuntariamente le había ocasionado a mi amor onírico. Una hora después, llamé a la policía. Estaba decidido, me iba a entregar.

jueves, 5 de septiembre de 2024

BAJO LA CRUZ

Sus enemigos lo llamaron Bartolomé de la Cruz. Pero antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día a la furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote. Durante años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos serpentinos que trae consigo la lluvia. Tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus lágrimas, que fulmina con el rayo. Por mucho tiempo ofició las ceremonias en que los corazones de los hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcala, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el humo del copal y las plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de sed. Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las celebraciones que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, como a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos. Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre, su tez, antes morena, se ha vuelto gris como la ceniza y ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes sencillos y semblante benevolente que tratan de convencerlo de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no es verdadero, y de que si llegó a existir, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal. Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz. Han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, en el centro de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor. Su rostro está desfigurado, sus manos se hallan carcomidas por el fuego y sus pies apenas si pueden sostenerlo. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las paredes que lo asfixian, los campos se llenan de cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes verdes como el jade, ahora muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, iguales a manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una gota de leche que darles a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos. Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado. La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos, muchos de ellos muy queridos para él. En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, el viejo sacerdote decide acercarse a la enorme cruz que adorna su prisión, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar? Pasan las horas, Cuatro Ocelote prosigue sus cavilaciones, inesperadamente, surge desde su interior la luz de una epifanía. La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre del hábito opaco, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras que el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión. Esa misma tarde, Bartolomé es liberado de su prisión. Camina lentamente, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus pies lacerados. Una nueva vida parece inundar sus arterias al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se llena de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad. Muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera, la cual, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa, son pocos, y más que personas, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su negativa a escuchar las palabras de aquellos hombres más sabios que él. Que ahora que había decidido unirse a la Verdadera Fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados. Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños bailan bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus bocas desdentadas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas. Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales. — Por fin han aprendido estos brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia —dice el guerrero de la armadura centellante. — No debéis culparlos, —afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas con la desteñida manga de su sotana— a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de ver el camino de la luz. Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que contiene la imagen del dios de la lluvia y que, más allá, bajo las montañas, en desconocidas cuevas, se han hecho ya, los sacrificios requeridos.

martes, 11 de enero de 2022

LOS HIJOS DEL VOLCÁN: FANTASÍA, REALIDAD Y DELIRIO

Reseña de Francisco Güemes Priego
Esta novela, escrita por Jordi Soler, veracuzano de familia catalana nacido en 1963, y publicada por Alfaguara, es un libro muy original en el que la realidad, la fantasía y el delirio se entremezclan de una forma deslumbrante. Es un texto que se hunde en las contradicciones del México profundo, aún dominado por el racismo, la violencia y la desigualdad. Lo que en un inicio parece un mundo fantástico, poblado por nahuales, espíritus y tribus fantasmales, se revela como una realidad agreste y cruel, en la que tanto la naturaleza, como los otros hombres conspiran sin tregua contra la integridad física y mental de Tikú, un maestro de escuela que a causa de una desavenencia con Lucio Intriago, el cacique del pueblo, se ve obligado a exiliarse a las montañas, donde pasa innumerables carencias e infortunios, casi en absoluta soledad. Así, Los Hijos del Volcán nos introduce a un universo en el que pervive aún mucho de la cosmovisión indígena, con sus presagios funestos, creencias místicas y dioses temibles, sin embargo, no escatima en mostrarnos el pesado fardo heredado del periodo colonial, con su inclemente sistema de castas en el que nacer blanco, mestizo o indio sigue implicando todavía un destino casi imposible del alterar. De igual manera, con alusiones a la guerrilla y al narcotráfico, el caos contemporáneo también está presente. Soler logra convertir la región montañosa de Veracruz, con su volcán, su selva y su pueblo de San Juan el Alto, en una especie de Macondo o de Comala, un microcosmos habitado por los santos y demonios más característicos de nuestra historia nacional.

jueves, 14 de mayo de 2020

PUERTO DE RECUERDOS





No  recuerdo cuando fue la primera vez que fui a Acapulco. Debió de haber sido a fines de los años ochenta. Conservo oscuras imágenes de cuartos de hotel y albercas que tanto pueden pertenecerle al puerto, como a la Hacienda Vistahermosa o a la de Cocoyoc. Me acuerdo, sí, con certeza, del miedo que me daba que me jalara el mar, de las malteadas de chocolate y los pays de limón del Vips, de las eternas caminatas por la Costera con mis papás y Luis Miguel (así se llama mi hermano) asombrándonos sobre todo de un chimpancé y unos cachorros de león que cada noche estaban en la entrada del restaurante Beto’s, con los que te podías tomar una foto.

Cuando todavía no existía la Autopista del Sol, el camino desde la ciudad era larguísimo. Horas y horas de curvas y parajes desolados, interrumpidos tan solo por la imagen de algunos corrales ocupados por vacas y puercos famélicos, además de los siempre presentes zopilotes. En esos años, yo creía que las enormes montañas a lo largo de la carretera eran monstruos durmientes y que tal vez algún día despertarían para aterrorizar a los seres humanos (quiero apuntar que para ese entonces no había leído ni una sola página escrita por H. P. Lovecraft). Pasábamos muchas noches en Chilpancingo, en el hermoso Hotel Bugambilias, lleno de flores y jardines, sólo para reanudar el camino hacia la costa a la mañana siguiente.

También recuerdo con mucho cariño cuando fuimos con Susana (no le gusta que le digan abuelita), mi tía Susi y sus hijos: Damián, Jorgito, Iván y Gisela, que todavía era una bebé. Esa vez no fuimos en carro, sino en camión. El viaje fue todavía más largo, pero la ilusión de ver el mar y echar relajo con mis primos, me impidió dormirme, creo que aturdí a todos con mi “¿Ya vamos a llegar?, ¿ya vamos a llegar?”

A ese viaje, que debió haber ocurrido ya al inicio de los 90, también fue mi primo Iron, hijo de mi tía Reyna, que era el nieto consentido de Susana. En ese entonces era medio payaso, y como nos caía mal a todos, le bajamos los pantalones en la playa y se puso a llorar. Nos la pasamos muy divertido en las Torres Gemelas, en la pequeña alberca jugábamos al tiburón y nos encantaba aventarnos de una cascadita de unos dos metros de alto. También recuerdo el terror en la cara de Luis Miguel y de Iván cuando la policía vino a tocarnos a la habitación, pues mi primo y mi hermano habían estado aventando envases de refresco llenos de agua (y hasta de pipí) desde el balcón hasta la alberca, unos veinte pisos abajo. “Por favor no me lleve, señor policía”, rogaban entre lágrimas. Al final, sólo los regañaron y les dijeron que no lo volvieran a hacer. Además fuimos al balneario CICI y recuerdo que me la pasé increíble jugando con las pistolas de agua que había en el barco pirata. Regrese a la ciudad con un frasco lleno de caracolitos y de conchitas.

Recuerdo haber visto muchas veces tirarse a los valerosos clavadistas desde los altos riscos de la quebrada, visitar a Cira “La Morena” en Barra Vieja o comer en “El Chaneque” junto a la laguna de Tres Palos. No olvido tampoco cuando el huracán Andrew nos cortó unas vacaciones en Orlando y mi papá decidió reponer los días faltantes con una estancia en el famoso Acapulco Princess. Llevé conmigo, desde Estados Unidos, unos comics de las Tortugas Ninja e inspirado por ellos cree algunos de mis primeros personajes como Otter Poolman (un heroico hombre nutria) y sus enemigos, los piratas mutantes: el Capitán Dogman y su torpe sirviente Flamenk (basado en los rosados inquilinos que habitaban un estanque cercano a la alberca).
    
Cómo olvidar los muchísimos viajes en lancha con fondo de cristal hacia La Roqueta. El placer de snorkelear entre el rocoso contorno de la isla y hallar todavía, a pesar de la gente y la contaminación, estrellas de mar y peces multicolores, además de alguna anguila nadando entre los pies de un despreocupado bañista. 

O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.

A manera de contraste, la siguiente vez que visitamos Acapulco nos hospedamos en el icónico Hotel Las Brisas, cómo no recordar la caja mágica que traía el desayuno todas las mañanas, lo genial que era nadar en nuestra pequeña alberca privada cubierta de flores o la emoción de viajar en carrito de golf hasta La Concha, una piscina de agua salada especialmente diseñada para los huéspedes donde resultaba una delicia nadar. No se me olvidan tampoco todas abundantes comidas en el restaurante El Cabrito, en la Costera Miguel Alemán, a un lado del CICI, en los inigualables Tacos Tumbras ubicados junto al exclusivo Suntory, o en el Pollo Feliz, para después ir a dar una vuelta por el malecón, con el sol hundiéndose en el mar.

Los últimos cuatro días del siglo XX los pasé en Acapulco y en sus enormes albercas y sus playas de arena dorada tuve la revelación de bellezas incontables, con ceñidos bikinis, cuerpos bronceados y cabelleras rubias. Unos meses después, ya iniciado el milenio, vivimos con angustia los larguísimos minutos que mi hermano se perdió en el mar, sólo para verlo regresar, asustado y cansado, después de luchar un buen trecho contra la corriente que quería llevárselo.

Además, mi primera cita fue en la semana santa del 2002, con una vecina de nombre súper telenovelero, María Mercedes, que estaba hospedada por casualidad en nuestro mismo hotel. Tomamos un refresco en el bar del Hyatt. Recuerdo que hablamos de los Óscares y del Big Brother, el programa de moda en aquellos tiempos, yo estaba muy nervioso, incluso tiré mi vaso, pero al final creo que le causé una buena impresión, pues en la ciudad volvimos a salir algunas ocasiones más.

Durante el verano, regresé a Acapulco. Esta vez, además de mi mamá, también vinieron mi tía Pilar y mis primos Karla, Melizza, Juan Luis y Susan. Fuimos a Baby Lobster y ahí bailé por primera ocasión con una gringa. Recuerdo que esa vez también manejé una moto de agua y, acompañado de mis primos, sin ningún adulto, fuimos a Disco Beach. Cómo no teníamos con quien, bailamos entre nosotros. Karla se me acercó y bailamos muy pegaditos el “Aserejé” y la de “Se la llevó, el tiburón”.

En 2012, el año que supuestamente se iba a acabar el mundo según los mayas, fui por primera vez al puerto guerrerense sin mis papás. El viaje salió de sorpresa. Mis  primas Nuri y Lupita tenían la idea de acampar en la playa en una época en que los asesinatos ya se habían vuelto cosa cotidiana en el puerto. Afortunadamente, gracias al novio de Lupita en ese entonces (no recuerdo su nombre), conseguimos quedarnos en la suite principal de Las Torres Gemelas a un precio accesible. 

La noche en que llegamos fuimos a Paradise y, cuando bajamos a meter un rato los pies al mar, un indigente nos dio un buen susto cuando se nos acercó a pedirnos un poco de dinero. La mañana siguiente la pasé muy divertido jugando caballazos en la alberca con Giovanna, Gisela y Kevin. Luego subimos unas rocas y encontramos una pequeña caleta donde no había gente y podíamos nadar con más privacidad. Mientras estábamos en el mar, a Gisela se le bajo la presión y tuve que ayudarla a volver sana y salva a la playa. Fue un momento bastante tenso, pero afortunadamente no le pasó nada. 

Por la noche Nuri, Lupita y su novio, se fueron al Alebrije, un antro que desde hace muchos años yo tenía un buen de ganas de visitar. Estaba súper de moda cuando iba en la prepa y era famoso por la belleza de las chavas que entraban ahí. Lo malo es que a Gisela, a Giovanna y a Kevin no les alcanzaba para la entrada y yo tampoco tenía el dinero suficiente como para pagarles a todos. Al final preferí quedarme con ellos y seguir la fiesta en el hotel. Al final entrar o no al Alebrije, no importaba tanto, la cosa era pasársela bien.

Con el paso de los años, he visitado muchas otras playas de nuestro país, Cancún, Playa Del Carmen, Puerto Vallarta, Manzanillo, Los Cabos, La Paz, etc… pero a pesar de todos estos nuevos destinos turísticos y de la difícil situación de violencia e inseguridad que vive Acapulco desde hace más de una década, me niego a mandarlo al baúl de los recuerdos. Por ahí dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz.

domingo, 29 de marzo de 2020

NUESTRA PARTE DE NOCHE: EL HORROR EN TODAS SUS FORMAS


Reseña de Francisco Güemes Priego



“Y vio cómo la Oscuridad le rebanaba los dedos primero, después la mano 
y, enseguida, con un sonido glotón y satisfecho, se lo llevaba entero.


Esta novela de la escritora argentina Mariana Enríquez (1973), publicada por Anagrama y ganadora del Premio Herralde en 2019, es un libro original y complejo, casi inclasificable, el cual tiene como temas: la maldad, la crueldad, el miedo, es decir, todo lo relacionado con el lado más siniestro del ser humano.

Es una novela que, a pesar de su extensión (más de 660 páginas), es muy amena, con personajes entrañables y tramas envolventes. Su mayor acierto es producirnos aprehensión, ansiedad, incluso a veces pavor. No es fácil para un libro provocar sentimientos tan intensos, y éste lo hace.

Quizás el mayor defecto de Nuestra parte de noche sea que es un libro muy abigarrado, se entremezclan en él demasiados acontecimientos, algunos reales: la dictadura argentina (1976-1983), las desapariciones, los traumas infantiles, la violencia intrafamiliar; otros imaginarios: “La Orden”, una secta que pretende arrancarle a la Oscuridad el secreto de la vida eterna y que está dispuesta a todo para lograrlo: mutilar, matar, sacrificar. Por momentos parece todo demasiado confuso y los saltos entre la realidad y la fantasía a veces parecen excesivamente bruscos, pero, como ya se dijo, el principal objetivo de Enríquez es horrorizarnos, cosa que consigue de manera excepcional.

Las fuentes literarias de las que abreva Nuestra parte de noche están muy a la vista. Lo mismo la tradición inglesa del romanticismo gótico: las hermanas Brönte, Arthur Machen, Bram Stoker; que reconocidos genios del horror norteamericano: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Stephen King; además de colosos de la literatura fantástica en latinoamérica: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, etc...

Dignas de mencionarse también son dos cualidades de la novela: primero, el que “La Orden” funcione como metáfora de un sistema en el que los poderosos, los dueños de la tierra y del dinero, son los que ganan siempre, más allá de los vaivenes políticos y, segundo, el que retome elementos de las mitologías y religiones populares de los pueblos de Sudamérica, principalmente de los mapuches y los guaraníes, dándole un toque sumamente original a la narración.

Me parece un libro sumamente valioso, que al entremezclar características clásicas del género con las peculiaridades geográficas, sociales y culturales de nuestra región, puede funcionar como piedra angular de un canon latinoamericano de la literatura de horror.

martes, 12 de febrero de 2019

ADIÓS AL MONSTRUO





Nací pocos años antes de que terminara la Tercera Gran Guerra. No obstante, pocos recuerdos tengo de esos años de inmensa desolación, muerte y sufrimiento. La ciudad en que nos refugiamos mi madre y yo nunca fue tocada por los asesinos artefactos que dieron fin a más de la mitad de la población mundial.
    Mi niñez fue idílica, casi feliz, y aunque notaba que mi madre se sorprendía de ciertas peculiaridades físicas y psicológicas que yo mostraba: sentidos del oído y el olfato excepcionales, ojos ambarinos cuyas pupilas crecían y empequeñecían de acuerdo con la luz, así como una evidente falta de interés de interactuar con otros niños, nunca me percaté de lo difícil y compleja que resultaría mi existencia.
    Fue hasta los 10 años, cuando ingresé al Instituto, que debí enfrentarme al horror de ser incapaz de entenderme con mis semejantes, quienes extrañados de mi singular comportamiento, buscaron hacerme sentir unas ganas inmensas de desaparecer.
   Cuando alcancé la adolescencia, las diferencias con mis compañeros se hicieron todavía más notables, mis orejas se volvieron alargadas como las de los duendes, mis dientes aumentaron hasta asemejar colmillos, mis uñas crecieron de manera feroz. Me vi obligado a cubrir mis orejas con el cabello y mis manos con guantes, asimismo debí utilizar zapatos especiales para adaptarlos a mis pies.
    La época en que es normal pasarla con los amigos o buscando pareja yo estuve oculto en la oscuridad, alejado de todos. Por eso, aquellos que me rodeaban siempre me consideraron un extraño, un monstruo.
    Poco a poco me acostumbré a ser esa presencia siniestra o ridícula de la cual todos se burlaban o bien huían. Yo, entretanto me refugie en el conocimiento de las materias más diversas: historia, literatura, arte, mitología, etcétera. Mi madre se preocupaba por mí, pero sabiendo lo difícil que es el mundo para los que son diferentes, procuraba no entrometerse en mis asuntos, dejándome en paz.
    Tiempo después, la Corporación Snell se vio obligada a reconocer que durante los años de la guerra realizó experimentos ilegales con seres humanos, su propósito era crear soldados más fuertes, más resistentes, más agiles. Mi madre había sido inoculada con el tratamiento genómico de la compañía, de ahí la razón de que yo fuera tan distinto. Pronto salieron a la luz más casos similares, ya no sería considerado como un engendro, podía regresar a la luz.
   Continué mis estudios, ingresé a la universidad, mi vida había tomado un cauce en apariencia deseado, pero por más que lo intentaba no podía ser feliz, no podía hallarme a gusto entre otros hombres, yo seguía sin entenderlos ni ellos a mí. Los pocos amigos que había hecho pronto me abandonaron. Estaba decidido a volver a mi soledad, cuando un día mi suerte cambio.
    Se movía con la agilidad de un gato. Su cabello era abundante y rubio. Sus ojos, de tonalidad amarilla, me dejaron pasmado de emoción y de miedo. No creí que existiera nadie así. Se llamaba Cecilia, durante muchas mañanas la seguí como una sombra sin atreverme a hacerle sentir mi presencia. Al menos, eso creía, pues una tarde después de clases, mientras la observaba desde los tejados, ella tornó a mirarme, pidiéndome que me acercara.
    Me quedé pasmado, sin saber qué hacer, finalmente, a un segundo llamado suyo, me atreví a acercarme.
— No tengo nada que hacer esta tarde. ¿Quieres ir por un café?
    Yo, sin acabar de entender lo sucedido, volteé la cabeza de arriba abajo y la seguí. Cecilia tenía una charla envolvente, casi magnética. Yo tan sólo atinaba asentir en sus pausas y contestar con monosílabos las muchas preguntas con que pretendía llenar su nulo conocimiento de mí. Poco a poco comencé a gustar de su compañía y, aunque prefería no estar cerca cuando la rodeaban otras personas, cada que la miraba recorrer solitaria los pasillos de la escuela, me acercaba para hablarle y, a pesar de que nuestra plática sólo durara unos pocos minutos, yo quedaba largas horas prendado de una profunda emoción.
    Había algo en Cecilia que me atraía demasiado, así que procuraba pasar el mayor tiempo posible con ella. Fue entonces, en una noche en que nuestra conversación se extendió más de lo normal que descubrí su secreto.
   Estábamos charlando amenamente, cuando noté que una tos cada vez más frecuente cortaba sus palabras. Enseguida, después de un fuerte ataque que le impidió el habla por varios segundos, corrió escaleras arriba, hacia el baño de la planta superior. Yo resolví seguirla con el objeto de cerciorarme de que se encontrara bien.
— ¿Cecilia?
    Lo que vi me dejó azorado.
    Una criatura mitad humana, mitad felina, buscaba desesperadamente algo dentro de un anaquel. Después de que halló lo que buscaba, un pequeño frasquito de vidrio, bebió dos tragos de su contenido y, junto con su agitación, poco a poco sus anormalidades desaparecieron, Cecilia volvió a ser una persona común.
— ¿Eres como yo?
   Ella tornó a mirarme con angustia y espanto.
— No debiste ver eso… no debiste…
— Cecilia… somos diferentes a los otros, pero tú y yo somos iguales…
— ¡Largo de mi casa! ¡Fuera!
     Asustado, salí huyendo, ni siquiera cerré la puerta cuando me fui.
    Pasé más de dos semanas sin ir al Instituto, no quería ver a Cecilia, no quería ver a nadie. Ante los ruegos de mi madre, decidí volver.
     Después de dos días en que cruzamos por los pasillos sin siquiera mirarnos, ella me habló.
— Necesito platicar contigo.
    Tomándome del brazo, Cecilia me encaminó hacia un rincón.
— ¿Qué quieres decirme?
— Yo… yo quería disculparme por lo del otro día… no quería que nadie supiera mi secreto…, pero sé que puedo confiar en ti.
— Lo sabes.
— Además, yo quería hacerte un regalo para arreglar nuestras diferencias, toma.
     Muy sorprendido miré un frasquito de vidrio idéntico al que estaba en el anaquel de su baño el día del incidente.
— ¿Qué es esto?
— Mi padre trabaja en el corporativo Snell. Él me lo dio. Es la solución a todos nuestros problemas. No ha salido aún al mercado, pero te garantizo que no te hará ningún mal. Bebe el contenido de este frasco por la mañana y por la noche durante dos meses y serás completamente normal.
— Pero…
    Sin decirme más, Cecilia se alejó de mí y corrió a saludar a un grupo de compañeros que ruidosamente solicitaban su presencia.
    Ya que salí del Instituto me dirigí a la casa y me encerré en mi habitación. Me miré en un gran espejo ovalado en que me podía observar de cuerpo entero. Me desnudé. Era muy cierto. Yo era por demás extraño. Mis orejas eran enormes. Mis colmillos grotescos. Mis ojos, horribles. Además, cosa que no había notado antes, sobre mi espalda y mis hombros crecían mechones de vello amarillo, moteados con manchas oscuras, como las de un leopardo o de un jaguar. Tal vez Cecilia tuviera la respuesta correcta, tal vez su regalo me salvaría de ser una monstruosidad. Tras concluir que por un día que tomara el remedio sus efectos sólo serían temporales, bebí la fórmula.
      Durante varios días tomé el remedio que me dio Cecilia. Ya no me sentía un extraño en el Instituto. La gente no me evadía ni parecía tenerme miedo. Sin embargo, además de mis irregularidades físicas, también desaparecieron particularidades que me eran gratas. Día a día notaba como mi sentido del olfato se hacía más débil y como mi visión nocturna no era superior a la de una persona común.
    Acompañe a Cecilia a casi todos los eventos sociales a los que era tan asidua. Sin embargo, a pesar de que mi aspecto ya no incomodaba a nadie, yo seguía sin sentirme a gusto entre tanta gente. La mayoría de aquellas criaturas me parecían francamente estúpidas. Y ella, en su compañía, parecía serlo también. Muy diferente a cuando nos veíamos a solas y caminábamos entre los fresnos del bosque o alrededor de las aguas grises del pequeño lago. Ahí nuestras almas parecían acercarse más que nunca. Incluso, al pie de la montaña, cuando nos dimos nuestro primer beso, sentí, cómo a pesar de seguir puntualmente el tratamiento, nuestras características ferales volvían, aunque sea fugazmente, a reaparecer.
   Una noche, después de tomar la medicina, tuve un sueño inquietante. Yo era un cazador y, armado con un revolver, avanzaba a través de una selva muy espesa. Entonces, mi cuerpo temblaba al escuchar un rugido imponente. Ante mí, aparecía un tigre, que me miraba con orgullo y altivez. Me sudaban las manos, la frente. La duda me envolvía como la niebla. Entonces, una voz muy dulce y conocida me susurraba al oído: “Sabes lo que tienes que hacer”. Sin más cuestionamientos, descargué mi arma sobre el egregio animal, que al instante cayó destrozado por las balas. Entonces, de atrás de las frondas, surgió una inmensa multitud que vitoreaba mi nombre y no cesaba de aplaudir. Pero, yo no sentía alegría alguna, sólo una tristeza inabarcable. Desperté.
      Al llegar la mañana evadí tomar la última gota del elíxir, pero guarde el frasco en el bolsillo. Me encaminé al instituto y busqué a Cecilia. La hallé, como de costumbre, rodeada de su coro de admiradores. Al verla así, tan feliz, aunque tan distinta a la chica que yo amaba, pensé en dar un paso atrás y volver a la soledad de mi madriguera. Sin embargo, continué ahí, esperando a que me diera audiencia. Finalmente, varios minutos después, Cecilia despidió a sus vasallos y pude abordarla.
   Hola.
   Cecilia, yo quería decirte…
   Ya sé, ya sé. Así la vida es genial, ¿verdad? Vale la pena vivirla.
    Quise callar mis inquietudes, si lo hacía tal vez pudiera besarla de nuevo, pero no me detuve:
   Tal vez tú y yo somos distintos por una razón, quizás no necesitemos seguir tomando este remedio.
     Saqué el frasco con la última dosis de  la fórmula, amagué con tirarlo a la basura. Cecilia me miraba sorprendida. Parecía no comprender.
   Pero...
Tome aire antes de seguir hablando. Sentí que me faltaba la respiración.
   Quizá podamos ser felices tal y cómo somos, hay algo muy especial en nuestras almas. Quizá…
   ¿Qué?
   … podamos seguir siendo diferentes sin que el resto del mundo nos importe. Nos tenemos el uno al otro.
     Cecilia se quedó pasmada unos segundos y a continuación soltó una carcajada enorme.
   ¿Nos tenemos el uno al otro? ¿De qué hablas? Estás loco.
   Yo creí…
   Vete y déjame en paz. Te di lo más valioso que alguien podía otorgarte: humanidad. ¿Así me lo agradeces?
     Aturdido por completo, caminé hasta mi casa. Me miré al espejo, no me gustó lo que vi. Arrojé al inodoro el regalo de Cecilia y, tras dejar escapar un hondo suspiro, me metí a bañar.

miércoles, 21 de febrero de 2018

AMPARO DÁVILA: LA DELGADA LÍNEA ENTRE LO COTIDIANO Y LO SOBRENATURAL







Nadie como Amparo Dávila para acercarnos por medio de la literatura a esa delicada línea que separa la cordura de la demencia, lo real de lo fantástico, lo cotidiano de lo sobrenatural.   
    Sus relatos tienen, en su atmósfera siniestra, en la acechante presencia de lo sobrenatural y en la inestabilidad mental de los protagonistas mucho de Edgar Allan Poe. Sin embargo, también es posible advertir en ellos vínculos con la obra de Franz Kafka, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.
   Amparo Dávila nació en Pinos, Zacatecas, un pueblecillo minero de ambiente desolado y sombrío el 21 de febrero de 1928. Fue una niña solitaria y durante su infancia tuvo que enfrentar la muerte de tres de sus hermanos. Fue secretaria de Alfonso Reyes e inicialmente se interesó por la poesía, llegando a publicar dos libros: Salmos Bajo la Luna (1950) y Meditaciones a la Orilla del Sueño (1954). No obstante, encontró su consagración definitiva en el relato breve.
    Su primer libro de cuentos se llamo Tiempo Destrozado (1959), a él siguieron Música Concreta (1961) y Árboles Petrificados (ganador del Premio Xavier Villaurrutia, 1977). Finalmente, después de más de treinta años de silencio literario, publicó en 2008, Con los Ojos Abiertos, el cual cierra, por lo menos de momento, su obra narrativa.
         Lo mejor de los relatos de Dávila es, sin duda, la manera en que lo fantástico, lo ominoso, irrumpe en la realidad de los protagonistas, quienes son en su mayoría seres que llevan una vida triste y rutinaria. A esto se suma que Dávila nunca describe de manera nítida que es “eso” que acosa a los personajes, lo que provoca que la idea de peligro crezca sin cesar.
     Especialmente notables son: “El Huésped”, en el que una mujer, sus hijos y la sirvienta viven temerosos, día y noche, a causa de la presencia de “algo” (presumiblemente un extraño animal de ojos amarillos y redondos) que su marido trajo a casa al regresar de uno de sus frecuentes viajes (alegoría de éste, que de manera figurada es un monstruo);  “La Quinta de las Celosías”, donde un joven ingenuo y enamoradizo cae víctima del hechizo de la hermosa Hanna, quién no ve en él otra cosa más que un cuerpo en el cual practicar sus macabros experimentos; “Alta Cocina”, en el cual comer caracoles, le genera al protagonista un sufrimiento tan terrible que lo obliga a dejar su casa para no tener que volver a ingerirlos; “El Espejo“, en el que un joven y su madre viven aterrorizados por espectros informes que emergen de un espejo a media noche.
    Sin embargo, lo fantástico no conforma todo el mapa cuentístico de Amparo Dávila, en él hay un sitio muy importante para los trastornos mentales. Así, muchos de sus personajes (frecuentemente víctimas de represión sexual y culpas tremendas) sufren de paroxismos de locura que los llevan a huir sin rumbo (“Un Boleto para Cualquier Parte”), a cometer asesinatos (“La Celda”, “El Desayuno“), a tomar decisiones insólitas, (“Muerte en el Bosque”, “Griselda”) o incluso llegar al suicidio (“El Último Verano”, “Óscar“).
    Momento de revalorar a esta gran autora mexicana, recientemente galardonada con la medalla de Bellas Artes. Si no has leído sus cuentos todavía, ¿qué esperas? Pero, cuidado, tal vez después de sumergirte en ellos no puedas conciliar el sueño.