EL BRILLO DEL ESTANQUE
jueves, 5 de septiembre de 2024
BAJO LA CRUZ
Sus enemigos lo llamaron Bartolomé de la Cruz. Pero antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día a la furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote.
Durante años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos serpentinos que trae consigo la lluvia. Tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus lágrimas, que fulmina con el rayo. Por mucho tiempo ofició las ceremonias en que los corazones de los hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcala, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el humo del copal y las plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de sed.
Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las celebraciones que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, como a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos.
Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre, su tez, antes morena, se ha vuelto gris como la ceniza y ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes sencillos y semblante benevolente que tratan de convencerlo de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no es verdadero, y de que si llegó a existir, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal.
Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz. Han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, en el centro de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor.
Su rostro está desfigurado, sus manos se hallan carcomidas por el fuego y sus pies apenas si pueden sostenerlo. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las paredes que lo asfixian, los campos se llenan de cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes verdes como el jade, ahora muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, iguales a manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una gota de leche que darles a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos.
Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado.
La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos, muchos de ellos muy queridos para él.
En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, el viejo sacerdote decide acercarse a la enorme cruz que adorna su prisión, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar? Pasan las horas, Cuatro Ocelote prosigue sus cavilaciones, inesperadamente, surge desde su interior la luz de una epifanía.
La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre del hábito opaco, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras que el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión.
Esa misma tarde, Bartolomé es liberado de su prisión. Camina lentamente, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus pies lacerados. Una nueva vida parece inundar sus arterias al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se llena de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad.
Muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera, la cual, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa, son pocos, y más que personas, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su negativa a escuchar las palabras de aquellos hombres más sabios que él. Que ahora que había decidido unirse a la Verdadera Fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados.
Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños bailan bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus bocas desdentadas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas.
Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales.
— Por fin han aprendido estos brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia —dice el guerrero de la armadura centellante.
— No debéis culparlos, —afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas con la desteñida manga de su sotana— a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de ver el camino de la luz.
Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que contiene la imagen del dios de la lluvia y que, más allá, bajo las montañas, en desconocidas cuevas, se han hecho ya, los sacrificios requeridos.
martes, 11 de enero de 2022
LOS HIJOS DEL VOLCÁN: FANTASÍA, REALIDAD Y DELIRIO
Reseña de Francisco Güemes Priego
Esta novela, escrita por Jordi Soler, veracuzano de familia catalana nacido en 1963, y publicada por Alfaguara, es un libro muy original en el que la realidad, la fantasía y el delirio se entremezclan de una forma deslumbrante. Es un texto que se hunde en las contradicciones del México profundo, aún dominado por el racismo, la violencia y la desigualdad. Lo que en un inicio parece un mundo fantástico, poblado por nahuales, espíritus y tribus fantasmales, se revela como una realidad agreste y cruel, en la que tanto la naturaleza, como los otros hombres conspiran sin tregua contra la integridad física y mental de Tikú, un maestro de escuela que a causa de una desavenencia con Lucio Intriago, el cacique del pueblo, se ve obligado a exiliarse a las montañas, donde pasa innumerables carencias e infortunios, casi en absoluta soledad.
Así, Los Hijos del Volcán nos introduce a un universo en el que pervive aún mucho de la cosmovisión indígena, con sus presagios funestos, creencias místicas y dioses temibles, sin embargo, no escatima en mostrarnos el pesado fardo heredado del periodo colonial, con su inclemente sistema de castas en el que nacer blanco, mestizo o indio sigue implicando todavía un destino casi imposible del alterar. De igual manera, con alusiones a la guerrilla y al narcotráfico, el caos contemporáneo también está presente.
Soler logra convertir la región montañosa de Veracruz, con su volcán, su selva y su pueblo de San Juan el Alto, en una especie de Macondo o de Comala, un microcosmos habitado por los santos y demonios más característicos de nuestra historia nacional.
jueves, 14 de mayo de 2020
PUERTO DE RECUERDOS
No recuerdo cuando fue la primera vez que fui a
Acapulco. Debió de haber sido a fines de los años ochenta. Conservo oscuras
imágenes de cuartos de hotel y albercas que tanto pueden pertenecerle al
puerto, como a la Hacienda Vistahermosa o a la de Cocoyoc. Me acuerdo, sí, con
certeza, del miedo que me daba que me jalara el mar, de las malteadas de
chocolate y los pays de limón del Vips, de las eternas caminatas por la Costera
con mis papás y Luis Miguel (así se llama mi hermano) asombrándonos sobre todo
de un chimpancé y unos cachorros de león que cada noche estaban en la entrada
del restaurante Beto’s, con los que te podías tomar una foto.
Cuando todavía no existía la Autopista del
Sol, el camino desde la ciudad era larguísimo. Horas y horas de curvas y
parajes desolados, interrumpidos tan solo por la imagen de algunos corrales
ocupados por vacas y puercos famélicos, además de los siempre presentes
zopilotes. En esos años, yo creía que las enormes montañas a lo largo de la
carretera eran monstruos durmientes y que tal vez algún día despertarían para
aterrorizar a los seres humanos (quiero apuntar que para ese entonces no había
leído ni una sola página escrita por H. P. Lovecraft). Pasábamos muchas noches
en Chilpancingo, en el hermoso Hotel Bugambilias, lleno de flores y jardines,
sólo para reanudar el camino hacia la costa a la mañana siguiente.
También recuerdo con mucho cariño cuando fuimos con Susana (no le gusta que le digan abuelita), mi tía Susi y sus hijos: Damián, Jorgito, Iván y Gisela, que todavía era una bebé. Esa vez no fuimos en carro, sino en camión. El viaje fue todavía más largo, pero la ilusión de ver el mar y echar relajo con mis primos, me impidió dormirme, creo que aturdí a todos con mi “¿Ya vamos a llegar?, ¿ya vamos a llegar?”
A ese viaje, que debió haber ocurrido ya al
inicio de los 90, también fue mi primo Iron, hijo de mi tía Reyna, que era el
nieto consentido de Susana. En ese entonces era medio payaso, y como nos caía
mal a todos, le bajamos los pantalones en la playa y se puso a llorar. Nos la
pasamos muy divertido en las Torres Gemelas, en la pequeña alberca jugábamos al
tiburón y nos encantaba aventarnos de una cascadita de unos dos metros de alto.
También recuerdo el terror en la cara de Luis Miguel y de Iván cuando la
policía vino a tocarnos a la habitación, pues mi primo y mi hermano habían
estado aventando envases de refresco llenos de agua (y hasta de pipí) desde el
balcón hasta la alberca, unos veinte pisos abajo. “Por favor no me lleve, señor
policía”, rogaban entre lágrimas. Al final, sólo los regañaron y les dijeron
que no lo volvieran a hacer. Además fuimos
al balneario CICI y recuerdo que me la pasé increíble jugando con las pistolas
de agua que había en el barco pirata. Regrese a la ciudad con un frasco lleno
de caracolitos y de conchitas.
Recuerdo haber visto muchas veces tirarse a
los valerosos clavadistas desde los altos riscos de la quebrada, visitar a Cira
“La Morena” en Barra Vieja o comer en “El Chaneque” junto a la laguna de Tres
Palos. No olvido tampoco cuando el huracán Andrew nos cortó unas vacaciones en
Orlando y mi papá decidió reponer los días faltantes con una estancia en el
famoso Acapulco Princess. Llevé conmigo, desde Estados Unidos, unos comics de
las Tortugas Ninja e inspirado por ellos cree algunos de mis primeros
personajes como Otter Poolman (un heroico hombre nutria) y sus enemigos, los
piratas mutantes: el Capitán Dogman y su torpe sirviente Flamenk (basado en los
rosados inquilinos que habitaban un estanque cercano a la alberca).
Cómo olvidar los muchísimos viajes en lancha con fondo de cristal hacia La Roqueta. El
placer de snorkelear entre el rocoso contorno de la isla y hallar todavía, a
pesar de la gente y la contaminación, estrellas de mar y peces multicolores,
además de alguna anguila nadando entre los pies de un despreocupado bañista.
O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.
O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.
A manera de contraste, la siguiente vez que
visitamos Acapulco nos hospedamos en el icónico Hotel Las Brisas, cómo no
recordar la caja mágica que traía el desayuno todas las mañanas, lo genial que
era nadar en nuestra pequeña alberca privada cubierta de flores o la emoción de
viajar en carrito de golf hasta La Concha, una piscina de agua salada
especialmente diseñada para los huéspedes donde resultaba una delicia nadar. No
se me olvidan tampoco todas abundantes comidas en el restaurante El Cabrito, en
la Costera Miguel Alemán, a un lado del CICI, en los inigualables Tacos Tumbras
ubicados junto al exclusivo Suntory, o en el Pollo Feliz, para después ir a dar
una vuelta por el malecón, con el sol hundiéndose en el mar.
Los últimos cuatro días del siglo XX los
pasé en Acapulco y en sus enormes albercas y sus playas de arena dorada tuve la
revelación de bellezas incontables, con ceñidos bikinis, cuerpos bronceados y
cabelleras rubias. Unos meses después, ya iniciado el milenio,
vivimos con angustia los larguísimos minutos que mi hermano se perdió en el
mar, sólo para verlo regresar, asustado y cansado, después de luchar un buen
trecho contra la corriente que quería llevárselo.
Además, mi primera cita fue en
la semana santa del 2002, con una vecina de nombre súper telenovelero, María
Mercedes, que estaba hospedada por casualidad en nuestro mismo hotel. Tomamos
un refresco en el bar del Hyatt. Recuerdo que hablamos de los Óscares y del Big Brother, el programa de moda en
aquellos tiempos, yo estaba muy nervioso, incluso tiré mi vaso, pero al final
creo que le causé una buena impresión, pues en la ciudad volvimos a salir
algunas ocasiones más.
Durante el verano, regresé a Acapulco. Esta vez, además de mi mamá, también vinieron mi tía Pilar y mis primos
Karla, Melizza, Juan Luis y Susan. Fuimos a Baby Lobster y ahí bailé por
primera ocasión con una gringa. Recuerdo que esa vez también manejé una moto de
agua y, acompañado de mis primos, sin ningún adulto, fuimos a Disco Beach. Cómo
no teníamos con quien, bailamos entre nosotros. Karla se me acercó y bailamos
muy pegaditos el “Aserejé” y la de “Se la llevó, el tiburón”.
En 2012, el año que supuestamente se iba a
acabar el mundo según los mayas, fui por primera vez al puerto guerrerense sin
mis papás. El viaje salió de sorpresa. Mis primas Nuri y Lupita tenían la idea de acampar
en la playa en una época en que los asesinatos ya se habían vuelto cosa
cotidiana en el puerto. Afortunadamente, gracias al novio de Lupita en ese entonces
(no recuerdo su nombre), conseguimos quedarnos en la suite principal de Las
Torres Gemelas a un precio accesible.
La noche en que llegamos fuimos a
Paradise y, cuando bajamos a meter un rato los pies al mar, un indigente nos
dio un buen susto cuando se nos acercó a pedirnos un poco de dinero. La mañana
siguiente la pasé muy divertido jugando caballazos en la alberca con Giovanna,
Gisela y Kevin. Luego subimos unas rocas y encontramos una pequeña caleta donde
no había gente y podíamos nadar con más privacidad. Mientras estábamos en el
mar, a Gisela se le bajo la presión y tuve que ayudarla a volver sana y salva a
la playa. Fue un momento bastante tenso, pero afortunadamente no le pasó nada.
Por
la noche Nuri, Lupita y su novio, se fueron al Alebrije, un antro que desde
hace muchos años yo tenía un buen de ganas de visitar. Estaba súper de moda
cuando iba en la prepa y era famoso por la belleza de las chavas que entraban
ahí. Lo malo es que a Gisela, a Giovanna y a Kevin no les alcanzaba para la entrada
y yo tampoco tenía el dinero suficiente como para pagarles a todos. Al final preferí
quedarme con ellos y seguir la fiesta en el hotel. Al final entrar o no al
Alebrije, no importaba tanto, la cosa era pasársela bien.
Con el paso de los años, he visitado muchas
otras playas de nuestro país, Cancún, Playa Del Carmen, Puerto Vallarta, Manzanillo,
Los Cabos, La Paz, etc… pero a pesar de todos estos nuevos destinos turísticos
y de la difícil situación de violencia e inseguridad que vive Acapulco desde
hace más de una década, me niego a mandarlo al baúl de los recuerdos. Por ahí
dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz.
domingo, 29 de marzo de 2020
NUESTRA PARTE DE NOCHE: EL HORROR EN TODAS SUS FORMAS
Reseña
de Francisco Güemes Priego
“Y vio cómo la Oscuridad le rebanaba los
dedos primero, después la mano
y, enseguida, con un sonido glotón y satisfecho,
se lo llevaba entero.”
Esta
novela de la escritora argentina Mariana Enríquez (1973), publicada por
Anagrama y ganadora del Premio Herralde en 2019, es un libro original y
complejo, casi inclasificable, el cual tiene como temas: la maldad, la
crueldad, el miedo, es decir, todo lo relacionado con el lado más siniestro del
ser humano.
Es una
novela que, a pesar de su extensión (más de 660 páginas), es muy amena, con
personajes entrañables y tramas envolventes. Su mayor acierto es producirnos
aprehensión, ansiedad, incluso a veces pavor. No es fácil para un libro
provocar sentimientos tan intensos, y éste lo hace.
Quizás
el mayor defecto de Nuestra parte de noche sea que es un libro muy abigarrado, se entremezclan en él demasiados
acontecimientos, algunos reales: la dictadura argentina (1976-1983), las
desapariciones, los traumas infantiles, la violencia intrafamiliar; otros
imaginarios: “La Orden”, una secta que pretende arrancarle a la Oscuridad el
secreto de la vida eterna y que está dispuesta a todo para lograrlo: mutilar,
matar, sacrificar. Por momentos parece todo demasiado confuso y los saltos
entre la realidad y la fantasía a veces parecen excesivamente bruscos, pero, como
ya se dijo, el principal objetivo de Enríquez es horrorizarnos, cosa que
consigue de manera excepcional.
Las
fuentes literarias de las que abreva Nuestra parte de noche están muy a la vista. Lo mismo la tradición inglesa del
romanticismo gótico: las hermanas Brönte, Arthur Machen, Bram Stoker; que
reconocidos genios del horror norteamericano: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Stephen
King; además de colosos de la literatura fantástica en latinoamérica: Jorge
Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, etc...
Dignas
de mencionarse también son dos cualidades de la novela: primero, el que “La Orden”
funcione como metáfora de un sistema en el que los poderosos, los dueños de la
tierra y del dinero, son los que ganan siempre, más allá de los vaivenes
políticos y, segundo, el que retome elementos de las mitologías y religiones
populares de los pueblos de Sudamérica, principalmente de los mapuches y los
guaraníes, dándole un toque sumamente original a la narración.
Me
parece un libro sumamente valioso, que al entremezclar características clásicas
del género con las peculiaridades geográficas, sociales y culturales de nuestra
región, puede funcionar como piedra angular de un canon latinoamericano de la
literatura de horror.
martes, 12 de febrero de 2019
ADIÓS AL MONSTRUO
Nací pocos años antes de que
terminara la Tercera Gran Guerra. No obstante, pocos recuerdos tengo de esos
años de inmensa desolación, muerte y sufrimiento. La ciudad en que nos
refugiamos mi madre y yo nunca fue tocada por los asesinos artefactos que
dieron fin a más de la mitad de la población mundial.
Mi niñez fue idílica, casi feliz, y aunque
notaba que mi madre se sorprendía de ciertas peculiaridades físicas y
psicológicas que yo mostraba: sentidos del oído y el olfato excepcionales, ojos
ambarinos cuyas pupilas crecían y empequeñecían de acuerdo con la luz, así como
una evidente falta de interés de interactuar con otros niños, nunca me percaté
de lo difícil y compleja que resultaría mi existencia.
Fue hasta los 10 años, cuando ingresé al
Instituto, que debí enfrentarme al horror de ser incapaz de entenderme con mis
semejantes, quienes extrañados de mi singular comportamiento, buscaron hacerme
sentir unas ganas inmensas de desaparecer.
Cuando alcancé la adolescencia, las
diferencias con mis compañeros se hicieron todavía más notables, mis orejas se
volvieron alargadas como las de los duendes, mis dientes aumentaron hasta
asemejar colmillos, mis uñas crecieron de manera feroz. Me vi obligado a cubrir
mis orejas con el cabello y mis manos con guantes, asimismo debí utilizar
zapatos especiales para adaptarlos a mis pies.
La época en que es normal pasarla con los
amigos o buscando pareja yo estuve oculto en la oscuridad, alejado de todos.
Por eso, aquellos que me rodeaban siempre me consideraron un extraño, un
monstruo.
Poco a poco me acostumbré a ser esa
presencia siniestra o ridícula de la cual todos se burlaban o bien huían. Yo,
entretanto me refugie en el conocimiento de las materias más diversas:
historia, literatura, arte, mitología, etcétera. Mi madre se preocupaba por mí,
pero sabiendo lo difícil que es el mundo para los que son diferentes, procuraba
no entrometerse en mis asuntos, dejándome en paz.
Tiempo después, la Corporación Snell se vio
obligada a reconocer que durante los años de la guerra realizó experimentos
ilegales con seres humanos, su propósito era crear soldados más fuertes, más
resistentes, más agiles. Mi madre había sido inoculada con el tratamiento
genómico de la compañía, de ahí la razón de que yo fuera tan distinto. Pronto
salieron a la luz más casos similares, ya no sería considerado como un
engendro, podía regresar a la luz.
Continué mis estudios, ingresé a la
universidad, mi vida había tomado un cauce en apariencia deseado, pero por más
que lo intentaba no podía ser feliz, no podía hallarme a gusto entre otros
hombres, yo seguía sin entenderlos ni ellos a mí. Los pocos amigos que había
hecho pronto me abandonaron. Estaba decidido a volver a mi soledad, cuando un
día mi suerte cambio.
Se movía con la agilidad de un gato. Su
cabello era abundante y rubio. Sus ojos, de tonalidad amarilla, me dejaron
pasmado de emoción y de miedo. No creí que existiera nadie así. Se llamaba
Cecilia, durante muchas mañanas la seguí como una sombra sin atreverme a
hacerle sentir mi presencia. Al menos, eso creía, pues una tarde después de
clases, mientras la observaba desde los tejados, ella tornó a mirarme,
pidiéndome que me acercara.
Me quedé pasmado, sin saber qué hacer,
finalmente, a un segundo llamado suyo, me atreví a acercarme.
— No tengo nada que hacer esta
tarde. ¿Quieres ir por un café?
Yo, sin acabar de entender lo sucedido,
volteé la cabeza de arriba abajo y la seguí. Cecilia tenía una charla
envolvente, casi magnética. Yo tan sólo atinaba asentir en sus pausas y contestar
con monosílabos las muchas preguntas con que pretendía llenar su nulo
conocimiento de mí. Poco a poco comencé a gustar de su compañía y, aunque
prefería no estar cerca cuando la rodeaban otras personas, cada que la miraba
recorrer solitaria los pasillos de la escuela, me acercaba para hablarle y, a
pesar de que nuestra plática sólo durara unos pocos minutos, yo quedaba largas
horas prendado de una profunda emoción.
Había algo en Cecilia que me atraía
demasiado, así que procuraba pasar el mayor tiempo posible con ella. Fue
entonces, en una noche en que nuestra conversación se extendió más de lo normal
que descubrí su secreto.
Estábamos charlando amenamente, cuando noté
que una tos cada vez más frecuente cortaba sus palabras. Enseguida, después de
un fuerte ataque que le impidió el habla por varios segundos, corrió escaleras
arriba, hacia el baño de la planta superior. Yo resolví seguirla con el objeto
de cerciorarme de que se encontrara bien.
— ¿Cecilia?
Lo que vi me dejó azorado.
Una criatura mitad humana, mitad felina,
buscaba desesperadamente algo dentro de un anaquel. Después de que halló lo que
buscaba, un pequeño frasquito de vidrio, bebió dos tragos de su contenido y,
junto con su agitación, poco a poco sus anormalidades desaparecieron, Cecilia
volvió a ser una persona común.
— ¿Eres como yo?
Ella tornó a mirarme con angustia y espanto.
— No debiste ver eso… no
debiste…
— Cecilia… somos diferentes a
los otros, pero tú y yo somos iguales…
— ¡Largo de mi casa! ¡Fuera!
Asustado, salí huyendo, ni siquiera cerré
la puerta cuando me fui.
Pasé más de dos semanas sin ir al
Instituto, no quería ver a Cecilia, no quería ver a nadie. Ante los ruegos de
mi madre, decidí volver.
Después de dos días en que cruzamos por
los pasillos sin siquiera mirarnos, ella me habló.
— Necesito platicar contigo.
Tomándome del brazo, Cecilia me encaminó
hacia un rincón.
— ¿Qué quieres decirme?
— Yo… yo quería disculparme
por lo del otro día… no quería que nadie supiera mi secreto…, pero sé que puedo
confiar en ti.
— Lo sabes.
— Además, yo quería hacerte un
regalo para arreglar nuestras diferencias, toma.
Muy sorprendido miré un frasquito de
vidrio idéntico al que estaba en el anaquel de su baño el día del incidente.
— ¿Qué es esto?
— Mi padre trabaja en el
corporativo Snell. Él me lo dio. Es la solución a todos nuestros problemas. No
ha salido aún al mercado, pero te garantizo que no te hará ningún mal. Bebe el contenido
de este frasco por la mañana y por la noche durante dos meses y serás completamente
normal.
— Pero…
Sin decirme más, Cecilia se alejó de mí y
corrió a saludar a un grupo de compañeros que ruidosamente solicitaban su
presencia.
Ya que salí del Instituto me dirigí a la
casa y me encerré en mi habitación. Me miré en un gran espejo ovalado en que me
podía observar de cuerpo entero. Me desnudé. Era muy cierto. Yo era por demás
extraño. Mis orejas eran enormes. Mis colmillos grotescos. Mis ojos, horribles.
Además, cosa que no había notado antes, sobre mi espalda y mis hombros crecían
mechones de vello amarillo, moteados con manchas oscuras, como las de un
leopardo o de un jaguar. Tal vez Cecilia tuviera la respuesta correcta, tal vez
su regalo me salvaría de ser una monstruosidad. Tras concluir que por un día
que tomara el remedio sus efectos sólo serían temporales, bebí la fórmula.
Durante varios días tomé el remedio que
me dio Cecilia. Ya no me sentía un extraño en el Instituto. La gente no me
evadía ni parecía tenerme miedo. Sin embargo, además de mis irregularidades
físicas, también desaparecieron particularidades que me eran gratas. Día a día
notaba como mi sentido del olfato se hacía más débil y como mi visión nocturna
no era superior a la de una persona común.
Acompañe a Cecilia a casi todos los eventos
sociales a los que era tan asidua. Sin embargo, a pesar de que mi aspecto ya no
incomodaba a nadie, yo seguía sin sentirme a gusto entre tanta gente. La
mayoría de aquellas criaturas me parecían francamente estúpidas. Y ella, en su
compañía, parecía serlo también. Muy diferente a cuando nos veíamos a solas y
caminábamos entre los fresnos del bosque o alrededor de las aguas grises del
pequeño lago. Ahí nuestras almas parecían acercarse más que nunca. Incluso, al
pie de la montaña, cuando nos dimos nuestro primer beso, sentí, cómo a pesar de
seguir puntualmente el tratamiento, nuestras características ferales volvían,
aunque sea fugazmente, a reaparecer.
Una noche, después de tomar la medicina,
tuve un sueño inquietante. Yo era un cazador y, armado con un revolver,
avanzaba a través de una selva muy espesa. Entonces, mi cuerpo temblaba al
escuchar un rugido imponente. Ante mí, aparecía un tigre, que me miraba con
orgullo y altivez. Me sudaban las manos, la frente. La duda me envolvía como la
niebla. Entonces, una voz muy dulce y conocida me susurraba al oído: “Sabes lo
que tienes que hacer”. Sin más cuestionamientos, descargué mi arma sobre el egregio
animal, que al instante cayó destrozado por las balas. Entonces, de atrás de las
frondas, surgió una inmensa multitud que vitoreaba mi nombre y no cesaba de
aplaudir. Pero, yo no sentía alegría alguna, sólo una tristeza inabarcable. Desperté.
Al llegar la mañana evadí tomar la última
gota del elíxir, pero guarde el frasco en el bolsillo. Me encaminé al instituto
y busqué a Cecilia. La hallé, como de costumbre, rodeada de su coro de
admiradores. Al verla así, tan feliz, aunque tan distinta a la chica que yo
amaba, pensé en dar un paso atrás y volver a la soledad de mi madriguera. Sin
embargo, continué ahí, esperando a que me diera audiencia. Finalmente, varios
minutos después, Cecilia despidió a sus vasallos y pude abordarla.
— Hola.
— Cecilia,
yo quería decirte…
— Ya sé,
ya sé. Así la vida es genial, ¿verdad? Vale la pena vivirla.
Quise callar mis inquietudes, si lo hacía
tal vez pudiera besarla de nuevo, pero no me detuve:
— Tal
vez tú y yo somos distintos por una razón, quizás no necesitemos seguir tomando
este remedio.
Saqué el frasco con la última dosis
de la fórmula, amagué con tirarlo a la
basura. Cecilia me miraba sorprendida. Parecía no comprender.
— Pero...
Tome aire antes de seguir hablando. Sentí que
me faltaba la respiración.
— Quizá
podamos ser felices tal y cómo somos, hay algo muy especial en nuestras almas. Quizá…
— ¿Qué?
— … podamos
seguir siendo diferentes sin que el resto del mundo nos importe. Nos tenemos el
uno al otro.
Cecilia se quedó pasmada unos segundos y a
continuación soltó una carcajada enorme.
— ¿Nos
tenemos el uno al otro? ¿De qué hablas? Estás loco.
— Yo
creí…
— Vete y
déjame en paz. Te di lo más valioso que alguien podía otorgarte: humanidad.
¿Así me lo agradeces?
Aturdido por completo, caminé hasta mi
casa. Me miré al espejo, no me gustó lo que vi. Arrojé al inodoro el regalo de
Cecilia y, tras dejar escapar un hondo suspiro, me metí a bañar.
miércoles, 21 de febrero de 2018
AMPARO DÁVILA: LA DELGADA LÍNEA ENTRE LO COTIDIANO Y LO SOBRENATURAL
Nadie como Amparo
Dávila para acercarnos por medio de la literatura a esa delicada línea que
separa la cordura de la demencia, lo real de lo fantástico, lo cotidiano de lo
sobrenatural.
Sus relatos tienen, en su atmósfera
siniestra, en la acechante presencia de lo sobrenatural y en la inestabilidad
mental de los protagonistas mucho de Edgar Allan Poe. Sin embargo, también es
posible advertir en ellos vínculos con la obra de Franz Kafka, Jorge Luis Borges
y Julio Cortázar.
Amparo Dávila nació en Pinos, Zacatecas, un
pueblecillo minero de ambiente desolado y sombrío el 21 de febrero de 1928. Fue
una niña solitaria y durante su infancia tuvo que enfrentar la muerte de tres
de sus hermanos. Fue secretaria de Alfonso Reyes e inicialmente se interesó por
la poesía, llegando a publicar dos libros: Salmos Bajo la Luna (1950) y Meditaciones
a la Orilla del Sueño (1954). No obstante, encontró su consagración
definitiva en el relato breve.
Su primer libro de cuentos se llamo Tiempo
Destrozado (1959), a él siguieron Música Concreta (1961) y Árboles
Petrificados (ganador del Premio Xavier Villaurrutia, 1977). Finalmente,
después de más de treinta años de silencio literario, publicó en 2008, Con
los Ojos Abiertos, el cual cierra, por lo menos de momento, su obra
narrativa.
Lo mejor de los relatos de Dávila es,
sin duda, la manera en que lo fantástico, lo ominoso, irrumpe en la realidad de
los protagonistas, quienes son en su mayoría seres que llevan una vida triste y
rutinaria. A esto se suma que Dávila nunca describe de manera nítida que es
“eso” que acosa a los personajes, lo que provoca que la idea de peligro crezca
sin cesar.
Especialmente notables son: “El Huésped”,
en el que una mujer, sus hijos y la sirvienta viven temerosos, día y noche, a
causa de la presencia de “algo” (presumiblemente un extraño animal de ojos
amarillos y redondos) que su marido trajo a casa al regresar de uno de sus
frecuentes viajes (alegoría de éste, que de manera figurada es un
monstruo); “La Quinta de las Celosías”,
donde un joven ingenuo y enamoradizo cae víctima del hechizo de la hermosa
Hanna, quién no ve en él otra cosa más que un cuerpo en el cual practicar sus
macabros experimentos; “Alta Cocina”, en el cual comer caracoles, le genera al
protagonista un sufrimiento tan terrible que lo obliga a dejar su casa para no
tener que volver a ingerirlos; “El Espejo“, en el que un joven y su madre viven
aterrorizados por espectros informes que emergen de un espejo a media noche.
Sin embargo, lo fantástico no conforma todo
el mapa cuentístico de Amparo Dávila, en él hay un sitio muy importante para
los trastornos mentales. Así, muchos de sus personajes (frecuentemente víctimas
de represión sexual y culpas tremendas) sufren de paroxismos de locura que los
llevan a huir sin rumbo (“Un Boleto para Cualquier Parte”), a cometer asesinatos
(“La Celda”, “El Desayuno“), a tomar decisiones insólitas, (“Muerte en el
Bosque”, “Griselda”) o incluso llegar al suicidio (“El Último Verano”,
“Óscar“).
Momento de revalorar a esta gran autora mexicana,
recientemente galardonada con la medalla de Bellas Artes. Si no has leído sus
cuentos todavía, ¿qué esperas? Pero, cuidado, tal vez después de sumergirte en
ellos no puedas conciliar el sueño.
lunes, 29 de enero de 2018
DILLAN WAKE
Dillan
Wake, escuché ese nombre por primera vez cuando Timothy me dio uno de sus
libros para que lo leyera. “Te va a fascinar”, me dijo aquel muchacho de
maneras tímidas y andar apesadumbrado. No se equivocó, La Encrucijada es un libro único, pleno de suspenso y horror, pero
más que nada, lo que impregna sus páginas es un vasto conocimiento del lado más
más atroz del alma humana.
Después de leerlo, le pregunté a Timothy si
tenía más libros de Wake que pudiera prestarme. Poseía un par más: El Caminante del Río y Lluvia de Ceniza.
Luego de recorrer librerías, bibliotecas y
ferias culturales encontré el resto de su obra: dos novelas, dos volúmenes de
cuentos y un breve poemario. Ya que las leí todas, la atención de mi cerebro
-postrada absolutamente ante Dillan Wake-, se centró en conocer detalles de su
vida, una vida hundida en el más hondo secreto.
Dillan Wake, cuyas escasas fotos lo
mostraban alto, delgado, de nariz recta, ojos azul cobalto y cabello rubio,
había nacido en Carolina del Norte treinta y siete años atrás. Desde su
infancia había destacado por sus dotes de orador y poeta. Había hecho estudios
de literatura en Harvard y Oxford. Su primer libro, Bosque en Llamas, publicado cuando apenas tenía dieciséis años, le
valió ganar varios premios estatales y nacionales, así como el aplauso de la
crítica. Sin embargo, su consagración definitiva vino con La Encrucijada, publicado cuando Wake apenas estaba por cumplir
veintidós años de edad.
¿Qué sucedió después? Dillan Wake demoró en
publicar su quinta novela dos años más de lo esperado. Entregó el manuscrito a
sus editores, pero cuando quisieron notificarle de múltiples cambios que
pretendían realizarle al borrador, no hubo forma de localizarlo. Wake había
desaparecido sin dejar rastro
Su último libro, Abismo, es la más esotérica de sus obras, no solo en cuanto al
tema, sino también en el lenguaje; resulta incomprensible para un lector
promedio y pocos, muy pocos críticos han logrado sacar algo en claro de sus
nebulosas páginas. La editorial inicialmente no pensaba publicarla, pero no
quisieron desaprovechar el escándalo propiciado por la desaparición del autor
y, así, Abismo pudo salir a la luz.
De los sucesos que he relatado, han pasado
casi diez años y Wake sigue sin aparecer. No sé en qué momento me decidí a dar
nueva fase a mi obsesión y dejarlo todo, pareja, trabajo, vida, para emprender
la búsqueda del enigmático autor.
Empecé por visitar su ciudad natal,
Wilmington, Carolina del Norte. No quedaba ningún pariente vivo suyo ahí, a
excepción de una prima, Linda Crabtree, quien vivía en una pequeña, pero
elegante casa de paredes blancas y tejas verdes, muy cerca del río. Tras
negarse en un principio a brindarme cualquier información respecto al tema, mi
insistencia y la sinceridad de mi propósito, la convencieron de darme una
entrevista una tarde veraniega.
—
Dillan nunca fue como los demás. Las cosas mundanas le interesaban poco. Sus
ojos parecían de hielo, ningún secreto, por más bien escondido que estuviera,
podía escapar a su mirada. Y que facilidad, que maravilloso don tenía para
contar historias. Cualquier acontecimiento, incluso el más trivial, renacía en
sus labios convertido en una epopeya.
— ¿Tiene
usted alguna idea de por qué desapareció, cree usted que le haya sucedido algo?
Linda permaneció silenciosa unos instantes,
con los ojos clavados en el suelo de madera.
— Tuvo
que sucederle algo. Su ausencia debe tener alguna razón.
— Perdone,
yo no quería…
Linda cerró los ojos y suspiró.
—
Dillan y yo fuimos muy apegados durante la infancia. Con el tiempo he aprendido
a sobrevivir sin verlo ni escucharlo. Pero apenas su recuerdo viene a mi mente,
yo no puedo evitar…
Linda, que entonces, pese a su aspecto
avejentado, apenas frisaba los cuarenta, se soltó a llorar.
— No
puedo decirle mucho más de Dillan. Pero tengo algo que tal vez sea de su
interés.
Linda abandonó su silla y subió escaleras
arriba. Aproveché la ocasión para mirar los retratos que había en la sala. En
uno de ellos aparecía Wake siendo adolescente, más bajito, más delgado, pero
con la misma arrogante actitud presente en los retratos que ya conocía.
Al cabo de breves instantes, la mujer
volvió, trayendo consigo un libro.
— Me
dio esto poco antes de que se esfumara de la faz del mundo. Está escrito en un
lenguaje que yo desconozco. Pero tal vez le brinde algo, una seña, una pista,
que la ayude en su búsqueda.
— Muchas
gracias.
— No
puedo decirle cuántos deseos tengo de que lo encuentre.
Con esta frase, ella se despidió.
El libro que Linda Crabtree me dio estaba
escrito en francés, tal como ella, yo tampoco hablaba aquella lengua. Con ayuda
de un diccionario, comencé a traducirlo y lo que deduje, después de haber
revisado algunas páginas, es que aquel tomo estaba conformado por conjuros
esotéricos, seguramente parte del material que Dillan Wake había utilizado para
escribir su última obra, la cual, como ya mencioné, era de un carácter muy
extraño.
Seguía el análisis del documento, cuando
de entre aquellas amarillentas páginas brotó una postal. En ella se mostraba un
tranquilo lago, rodeado de sauces y fresnos, al fondo de la escena, se
apreciaba una bellísima mansión afrancesada, típica del sur del país.
Tras admirar un instante la imagen, le di la
vuelta, había escrita en ella una dirección.
Furet Street, 1001 Lake Charles, Lousiana
No podía creerlo, hallar el paradero de
Dillan Wake no parecía ser una labor tan complicada como lo había imaginado.
Apenas llegó la mañana, pagué la cuenta del hotel y tomé el volante.
El camino a Lousiana me tomó dos días, pues
el mal estado de mi coche me obligó a hacer paradas en Atlanta y Jackson.
Llegué a Lake Charles una nublada mañana de jueves en que la lluvia amenazaba
con hacerse presente. Estaba muy nerviosa ante la insólita posibilidad de
encontrarme cara a cara con el admirado autor de mis novelas favoritas, pero,
refrenando mis ansias, me detuve a desayunar en una modesta cafetería de las
afueras de la ciudad.
Mientras me servían café y me preparaban
unos huevos con tocino, abrí el libro que me había dado la prima de Wake. Miré
la postal que se hallaba entre sus páginas y le pregunté a la mesera si conocía
aquella casa, moviendo la cabeza de izquierda a derecha, me indicó que no, que
estaba recién llegada a la ciudad, pero dijo que le preguntaría a su patrona
quien llevaba toda su vida viviendo en Lake Charles.
— Claro
que la conozco, La Maison Larriviere, perteneció por muchas generaciones a una
familia muy respetable de estos rumbos. Pero el último de sus descendientes,
Laurent, un auténtico cabeza hueca, lo perdió todo gracias al alcohol y las
mujeres. Tuvo que venderla hace algunos años, a un rico forastero llegado de
quien sabe dónde.
— ¿Lo
vio alguna vez?
— A
Laurent, claro, al pobre yo…
— Me
refería al forastero. ¿Lo conoce?
La mujer permaneció un instante callada,
como haciendo un esfuerzo por traer al presente la brumosa silueta de aquel
individuo.
— Algunas
noches solía venir aquí, pero ya hace mucho que no lo veo. No era un hombre mal
parecido, pero algo en él nunca me agradó. Quizás yo estuviera prejuiciada por
haber sido él quien les comprara la casa a los Larriviere.
Llegué a Furet Street sin mucha dificultad,
pero encontrar el número 1001 no fue tan sencillo. A partir del número 900, la
avenida, hasta entonces ancha y bien pavimentada languidecía, mientras que a sus
flancos, las casas eran cada vez más frecuentemente sustituidas por pantanales
y vegetación. Ya alcanzando el número 1000, perteneciente a un blanco caserón
en estado ruinoso, la vía giraba hacia el sur y se convertía en un camino de
terracería. A través de un puente de acero corroído, crucé un canal de aguas
malolientes, enfrente de mí, se apreciaba un pequeño lago bordeado por fresnos
y sauces, más allá, un macizo edificio de paredes grises y tejado verde,
sostenido por anchas columnas cubiertas de hiedra venenosa.
Al acercarme a la mansión, tuve que dejar el
carro un poco lejos, pues el camino de tierra culminaba antes de llegar al
lago, me percaté de que distaba mucho de tener la sublime apariencia que la
fotografía que había en el interior del libro mostraba. Sus paredes estaban
mohosas y en no pocos espacios brotaban de su superficie hongos y maleza. Las
columnas estaban despintadas y la vegetación crecía sobre ellas sin ningún
sentido estético.
Me sentía asustada, pero haciendo acopio de
fuerzas toqué el portón. Esperé ansiosa que fuera abierto, pero nada pasó. A lo
largo de la tarde, volví a intentarlo varias veces, pero el resultado fue el
mismo.
Con la idea de volver al día siguiente,
volví al coche, bordeando el lago a través de un estrecho pasaje erizado de
juncos y arbustos espinosos que rasgaron en varias ocasiones mi pantalón.
Antes de encender el motor, quise ver una
vez más la fotografía, para contrastarla con la notoria decadencia actual de la
mansión. En eso estaba, cuando, con gran sorpresa, observé cómo, de las
profundidades del lago cenagoso, salía una forma indefinible - me había quitado
los anteojos para mirar más a detalle las fotografías- y, tras un instante de
vacilación, abría la puerta e ingresaba, tambaleante, en el interior del viejo
caserón.
Un pavor indescriptible me hizo arrancar el
auto y abandonar aquel sitio. Manejando entre bosques sombríos, no me
tranquilicé hasta alcanzar las primeras luces de la ciudad.
Abrí los ojos y distinguí, para mi calma,
las amplias ventanas de la habitación de hotel que había alquilado la noche
anterior. Me levanté, me miré al espejo, lucía fatal. Todos los recuerdos de lo
sucedido la noche anterior se agolparon en mi cabeza. Un escalofrío recorrió
mis huesos, pero mi ansia de penetrar en la vida de Dillan Wake se impuso y,
tras bañarme, vestirme y desayunar en una cafetería cercana, me dirigí una vez
más hacia el número 1001 de la calle Furet.
A la luz del sol, mis temores vespertinos
se hicieron brisa. Feliz recorría la campiña poblada de garzas, ranas,
libélulas y mariposas, cuando, cerca del fangoso borde del lago, descubrí dos
pelícanos muertos, destrozados brutalmente.
— Los
caimanes, pese a su apariencia estatuaria, son máquinas carniceras, nunca debe
confiarse usted.
Al escuchar aquella voz de tono profundo,
volteé y, tras colocar una mano sobre los ojos para evitar ser cegada por el
sol, pude observar cómo avanzaba hacia mí un hombre alto y esbelto, que pese al
calor sofocante, vestía con gabardina y sombrero.
— Soy
Dillan Wake.
Apenas alcancé a musitar mi nombre y mi
mano tembló al estrechar la suya. Al mirarlo de cerca, distinguí su ojo
derecho, mucho más azul que en las fotos. Sin embargo, el lugar donde debía
encontrarse el izquierdo estaba oculto por un vendaje.
— Me
impresiona que hayas gastado tanto de tu tiempo en una obra de absoluta
banalidad —me dijo Dillan mientras
tomábamos el almuerzo bajo la techumbre de un elegante cenador de columnas
blancas y techo de pizarra, rodeados por el vasto jardín de La Maison
Larriviere, lleno de frondosos árboles, así como de una exuberante vegetación.
— Nada
de tu obra es banal —exclamé
sin poder reprimir una sonrisa delatora—
es increíble cómo logras poner en evidencia la esencia maligna que habita en el
interior de cada ser humano, incluso en aquellos que…
— Basta
por favor, esos libros me hacen sentir vergüenza de mí mismo, preferiría no
volver a escuchar de ellos nunca más.
— Mr.
Wake ¿Cómo puede decir eso? Sus novelas tienen una legión de fanáticos lectores,
Encrucijada y Lluvia de Ceniza tienen, además de ventas millonarias, el aplauso
de la crítica más estricta.
El escritor hizo la cabeza hacia atrás,
mostrando en su rostro una mueca de fastidio.
— Abismo
es lo único trascendente que he escrito en toda mi vida, y nadie, ni siquiera
sus lectores más eruditos, ha logrado entender una sola de sus páginas.
— ¿Por
eso se apartó del mundo, porque sabía que sus lectores y críticos no llegarían
a comprender nunca su obra más valiosa?
Wake permaneció largos minutos silencioso.
Al fin, en algo que era apenas poco más que un susurro, respondió:
— Esa
fue una razón, hay otras… Pero suficiente hemos dicho de mí. Conocer quién es
usted, me interesa demasiado.
El sol comenzaba su caída, tiñendo el cielo
de dorado y púrpura. Las aves, cansadas de sus actividades diurnas, tomaban por
asalto los árboles que nos rodeaban, buscando, en sus elevadas copas, refugio
ante la oscuridad creciente.
Hablábamos de mi aburrida vida en Boston,
de mi olvidada familia o de cualquier cosa trivial, cuando comencé a notar en
mi interlocutor una ansiedad evidente. Sus manos temblaban, su ojo visible
miraba nervioso hacia todos lados. Sus dientes empezaron a castañear sin razón,
pues ningún rastro de viento o de frío asomaba en aquella tarde.
— ¿Se
siente bien, Mr. Wake?
Dillan se paró de la mesa, como acosado ante
una aparición, la cual mis ojos torpes eran incapaces de mirar.
— Vuelva
mañana o el día que guste, pero, por lo
que más quiera, váyase ahora.
Recordé el extraño ente que había visto
salir del lago, entonces comencé a temblar también.
— ¡Váyase!
—repitió aquel hombre atormentado, y yo, sin fuerzas
ni ánimo para oponerme a su terrible advertencia, avancé de inmediato hacia la
puerta de la mansión.
Pese a que no cerré los ojos en toda la
noche, volví a La Maison Larriviere apenas salió el sol. A mi llegada, Dillan
Wake me recibió con efusión y amabilidad, pero algo en su rostro había
cambiado. El vendaje que había mostrado el día anterior cubriéndole el ojo, ahora
se extendía a prácticamente la mitad siniestra de su cara.
— ¿Está
usted bien, Mr. Wake?
Enseguida se palpó con la mano la zona
oculta por las vendas.
— Hace
poco sufrí un percance. Mi piel está algo delicada, con frecuencia debo
cubrirla del sol. ¿Gusta desayunar?
La mañana, tal y como el día anterior,
la pasamos en el cenador del jardín, entre trinos de aves y lectura de poesía
francesa.
Más tarde, cuando ya estábamos fatigados
del calor, entramos a la casa. Contrario a su apariencia externa, la mansión
seguía manteniendo mucho de su esplendor original. Un imponente candil de oro y
cristal se alzaba en el centro de una sala cubierta de tapiz color verde menta;
detrás, dos escalinatas gemelas conducían a la parte superior, donde se hallaba
un largo pasillo, flanqueado por dos hileras de cuartos.
Estábamos charlando, cuando, con el correr
de la tarde, mi anfitrión comenzó a ponerse más y más nervioso. Al verlo así,
amenazado, asustado, deduje que era el momento indicado para irme. Ya me había
levantado de mi asiento, cuando comencé a sentir un dolor tremebundo en el
vientre, como si mi estómago fuera traspasado por una multitud de dientes
afilados.
Ayudada por Wake caminé hacia el baño, ahí,
después de descargar mi estómago, cuatro o cinco veces, me sentí un poco mejor.
Al abrir la puerta, vi el sobresaltado semblante del escritor. Un profuso sudor
corría sobre su frente, sus dientes castañeaban sin cesar.
— ¿Está
mejor, señorita?
Tras desplomarme en sus brazos, Wake me
palpó la frente.
—
Tiene mucha fiebre.
Antes de perder la conciencia, sentí cómo
era transportada hacia el interior de una habitación.
Instantes después, la voz profunda de
Dillan me hizo abrir los ojos. Estaba recostada sobre una cama. La iluminación,
proveniente de una lámpara ubicada sobre la mesita de noche era deprimente.
— Pase
lo que pase, escuche lo que escuche, no vaya a abrir esta puerta. Su vida
depende de ello. En la mañana yo vendré por usted. Tan pronto las
circunstancias me lo permitan, le conseguiré un doctor.
Alcancé a mirar su rostro semicubierto y mover
la cabeza de arriba abajo, antes de oír cerrarse la puerta y perderme en sueños
espectrales.
Era ya muy noche cuando abrí los ojos. Me
fastidiaba la cabeza, pero el dolor en el vientre había disminuido. Entonces,
escuché un ruido difuso pero persistente, como si algo o alguien quisiera
entrar a mi habitación. Un agudo temblor recorrió mi espalda. Me arrebujé en
las cobijas y me tapé las orejas con las manos. Para cuando, minutos después,
me destapé los oídos, el extraño sonido había cesado.
Venciendo todo rastro de temor, me puse los
anteojos y encendí la luz. La casa parecía una tumba, no se escuchaba nada.
Enseguida, hice a un lado las cortinas y miré por la ventana, la cual por
cierto daba al pequeño lago ubicado frente a la casa. Una criatura avanzaba a
grandes trancos sobre la maleza; después, con una agilidad notable para su
cuerpo disforme, se sumergió en las aguas cenagosas.
Al otro día, apenas amaneció, Dillan
cumplió su promesa y fui visitada por un médico traído a toda prisa de Lake
Charles.
— Tiene
usted suerte, señorita, la intoxicación que sufrió ya está cediendo —me informó el pequeño hombrecillo de cabello cano y
bigotes de aguacero.
Recordé que la mañana anterior, antes de
venir a la La Maison Larriviere había desayunado en una cafetería en que la
comida no parecía muy fresca. Aquellos alimentos debían ser la causa de mi
malestar.
— Pero
debe mantenerse en reposo absoluto, todavía se encuentra muy débil.
Ya que el médico se retiró, Dillan Wake se
acercó a reconfortarme. Noté que sus manos estaban ahora cubiertas por robustos
guantes de cuero.
— Puedes
quedarte aquí el tiempo que necesites.
Moviendo la cabeza débilmente, asentí.
Dillan estaba por salir del cuarto, cuando
mi mano se aferró a la manga de su gabardina.
— Mr.
Wake…, no me dejé aquí sola. Hay algo allá afuera… Me da mucho miedo.
El escritor, como en los dos pasados
atardeceres, comenzó a temblar.
— Suélteme
por favor. Hay asuntos que debo tratar.
Poco después, gracias a los calmantes
suministrados por el médico, pude dormir.
Debía de ser media noche cuando los
rasguños sobre la puerta de mi habitación me despertaron. No llegaron solos. Un
alarido en el que el horror y la súplica parecían mezclarse, les hacía
compañía. Como en la ocasión anterior, me arrebujé en las cobijas y me tapé los
oídos, pero aquellos arañazos, aquellos gritos no cesaban de atormentarme.
Al amanecer, la calma volvió. Apenas el
primer rayo de sol entró a la habitación, me apuré a cambiarme. Aunque me
sentía muy debilitada por la enfermedad, además de la falta de sueño, tomé mis
cosas y en el mayor sigilo posible, me deslice hacia la salida de la mansión.
En mi camino, no encontré el más mínimo rastro de Dillan Wake.
Caminé con rapidez hasta el coche. Ya una
vez en Lake Charles, en la blanca comodidad de mi cuarto de hotel, respiré muy
hondo, logrando hacer que se desvaneciera la carga de terror que había
soportado hasta aquel instante. En cuanto recobrara mis fuerzas y mi ánimo,
volvería a Boston y no pondría pie en aquella casa maldita nunca más.
Dos días más tarde, me sentí aliviada de
mis malestares. Ya me había bañado, vestido, estaba a punto de cerrar mi cuenta
y retirarme del hotel, cuando mi mirada se dirigió a Abismo, la última novela escrita por Wake, cuya cubierta púrpura
asomaba de uno de los rincones de mi bolso. Atraída por una fuerza
irrefrenable, comencé a leerlo.
En la densa penumbra, aun el monstruo, busca la luz.
Aquella
breve frase capturó mi atención, a mi cerebro asomó de nueva cuenta la
curiosidad. Breves instantes después lo decidí, aquella tarde, volvería a la
mansión y resolvería el misterio que perseguía a Dillan Wake.
Llegué a las cercanías del lago cuando el
sol ya estaba decadente. El aire se sentía más fresco que los otros días y un
ligero temblor se alzaba entre mis vértebras mientras avanzaba entre los sauces
y los juncos. Tras hallar unos arbustos
que me facilitaban esconderme, permanecí, ahí, estática, esperando que la
criatura acuática volviera a aparecer.
El sol bajaba, el viento aumentaba su
fuerza. Mis nervios no me dejaban en paz. Por un instante, tuve la tentación de
correr al auto y volver a la seguridad de mi hotel, pero, entonces, la puerta
de la mansión se abrió, las garzas y los patos, graznando estrepitosamente,
buscaron refugio en las ramas de los árboles que rodeaban el estanque
pantanoso. Apareció un hombre con casi todo el cuerpo cubierto por vendajes.
Entre los escasos huecos que dejaban descubiertos los pedazos de gasa, se
percibía una piel amarillenta, seca como un pergamino, acompañada de
sanguinolentas pústulas. Su único ojo visible, color azul cobalto, delataba su
identidad.
Con incredulidad y angustia, miré cómo
Wake, moviendo los labios como si musitara una plegaria, enfilaba hacia el lago
y muy despacio iba hundiéndose hasta quedar por completo sumergido.
— ¡Se
va a matar! —dije para mis adentros,
llena de horror.
Abandoné mi escondite y me dirigí hacia el
borde del lago. Estaba ya hundida hasta la cintura, cuando el agua comenzó a
borbollar. A pocos metros de mí, surgió una cabeza reptiliana, con grandes ojos
ambarinos y dientes como cuchillas. Me acordé de los pelícanos muertos que
encontré el día de mi llegada y al instante comprendí el destino del escritor.
Todavía estaba cerca de la orilla, si evitaba el pánico, tendría tiempo
suficiente para escapar.
El agua era fangosa, el monstruo se movía
con agilidad inusitada para su enorme tamaño, pero, antes de sentir en mi carne
sus dientes, pude alcanzar terreno firme. Pensé que el caimán o lo que fuera,
al estar su presa fuera del lago, desistiría de su caza, pero, sorprendida,
miré cómo lentamente iba sacando su cuerpo fuera del agua y, cómo si fuera un
hombre, se alzaba sobre sus extremidades traseras y avanzaba hacia mí. De su
boca salía un alarido espantoso, el mismo que escuché durante aquellas dos
terribles noches, al otro lado de la puerta de mi habitación.
Eché a correr, pero la bestia, a paso raudo,
me perseguía con ferocidad. No me faltaba mucho para alcanzar la mansión,
cuando al caer entre la maleza, mis gafas se hicieron trizas, complicando mi
situación, pues, aunada a mi miopía, una niebla, a cada instante más densa, me
permitía apenas vislumbrar los contornos de lo que yo imaginaba árboles y
rocas.
A mis oídos llegaban, hiriendo el cielo
tenebroso, los cantos de los sapos y el trinar de los chotacabras, que
acompañaban, como un coro infernal, los bramidos del monstruo.
Ocultándome detrás del tronco de un encino,
pude evadir a mi perseguidor lo suficiente para que perdiera mi pista, después,
al mirar hacia la izquierda, vi con alivio una estructura cuadrada que parecía
indicar un cobertizo. Corrí con todas mis fuerzas para alcanzar el refugio.
Podía ver muy poco de aquello que me circundaba, pero los alaridos, aunado al
sonido de la vegetación que se quebraba con cada uno de sus pasos, me indicaban
la cercanía del monstruo. Corrí con todas mis fuerzas y una vez que logré
trancar la puerta, me sentí a salvo.
Respiré hondo varias veces, el lugar era
oscuro y maloliente. Tanteando en el piso, logré ubicar una linterna. La
encendí.
Me hallaba en una pequeña bodega repleta de
sacos de grano e instrumentos de labranza oxidados. Busqué algún sitio que
pudiera ser vulnerable a la embestida de la bestia que afuera proseguía en sus
intentos por entrar; las paredes carecían de orificios, en el piso no había
túneles. Lo que sí noté es un hueco abierto en el techo, lo bastante grande
para que aquel demonio entrara.
Tomé una pala y esperé, con los ojos fijos
en el fragmento de luna que se colaba a través del tejado roto, a que llegara
el amanecer, pensando que la luz obligaría al monstruo a volver a su escondite.
Debía de ser casi media noche, cuando los
gemidos y golpes cesaron. Me sentí tranquila, pero pronto se redobló mi
angustia al pensar que el endriago no renunciaría a su presa.
Así fue, poco después de haber suspendido
los embates, una cabeza escamosa asomó por el hueco abierto en la techumbre.
Sus alaridos -que como ya he dicho, además de amenazantes contenían algo de
súplica- me hicieron temblar, pero aferré mis manos a la pala y me dispuse a
utilizarla para mi defensa.
Con movimientos mecánicos me abalancé sobre
el demonio cuando éste se desprendió del tejado y se lanzó hacia mí. Una de sus
garras alcanzó a herirme el brazo, pero dándole dos certeros golpes con la
pala, logré hacerlo retroceder. Iba ya a retomar su ataque, cuando al agitar su
cola, impactó un anaquel cubierto de pesados bultos, lo que causó que éstos se
desplomaran sobre él.
La criatura se lamentó con otro de sus
espantosos alaridos. Yo, aprovechando la ventaja, abrí la puerta del cobertizo
y salí corriendo, cerrando por fuera la puerta para dejarla atrapada adentro.
Desperté en el asiento delantero de mi auto
con la cabeza y las manos apoyadas en el volante. Recordé entonces que, cuando
salí de la bodega, tenía la intención de alejarme de aquel lugar lo más posible,
pero supuse que el cansancio y la angustia me habían vencido apenas puse pie en
el vehículo.
Mire a mi alrededor, el día era claro y
caluroso, los patos graznaban con alegría y las mariposas surcaban los aires
con alas color tornasol.
En el asiento trasero, estaba la pala que
tan buenos servicios me había brindado la víspera. Saqué de la guantera mis
gafas de repuesto y, respaldada por la luz y la tranquilidad que se respiraban
en aquel instante, me bajé del auto y avancé hacia el cobertizo.
La bodega seguía cerrada, tal y como yo la
había dejado. Acerqué mi oído a la puerta para escuchar algo, un arañazo, un
bramido, que me indicara la presencia de la bestia, sólo pude escuchar un
sollozo contenido y bajo.
Utilicé la pala, quebré la cerradura y,
armada con ella y una linterna, penetré en el interior del almacén. Adentro se
percibía un olor nauseabundo, mucho más fétido que la noche anterior, lo que,
aunado a numerosas gotas de sangre sobre el piso de madera, me hizo suponer que
el cuerpo del endriago había comenzado a descomponerse.
Ni siquiera había pensado qué haría con mi
“trofeo de caza”, cuando, rastreando el sollozo, lo ubiqué en uno de los
ángulos del cobertizo, no muy lejos del sitio donde la bestia había sido
derribada.
A la luz de mi linterna surgieron las formas
de un hombre o -mejor dicho- de lo que quedaba de un hombre. El ente se hallaba
sentado en un rincón, con la cabeza oculta por unas manos casi descarnadas.
— Yo
ya no quiero más de esto…
Al apuntar mi lámpara de mano hacia su cara
distinguí el azul del ojo sano de Dillan Wake, así como una cara completamente
desfigurada por la sangre y las llagas.
— Pensé
que la bestia lo había devorado en el pantano.
— Yo
soy el monstruo. Nunca debí entrometerme en cosas que no entendía.
— Abismo…
— Estoy
maldito…
Wake, sin poder contenerse, comenzó a
llorar, mezclado con su lamento, podía distinguirse el tono de súplica que
formaba parte del alarido del demonio.
— Yo…
descubrí un mal día esos libros infernales… Al principio pensé que sólo se
trataba de un juego… empecé a involucrarme con fuerzas más poderosas que yo,
dominaron mi mente, mi espíritu… me hundieron en la desesperación, en la
desgracia…
De lo que pude sacar en claro de sus
palabras, frases y silencios, es que el último libro de Dillan Wake era en
realidad la plegaria de un antiguo culto demoniaco, reconstruida a partir de la
recopilación de información de varios textos que se hallaban desde hace mucho
tiempo perdidos u olvidados. Qué a partir de ello, una arcaica hechicería
volvió a la vida, haciendo del escritor su esclavo. Todos los días, a la hora
del crepúsculo, debía cumplir con el ritual de convertirse en monstruo y
después encontrar víctimas para saciar su hambre y la del ente que dominaba su
voluntad. En caso de no cumplir con estas condiciones, su carne se secaría
hasta convertirlo en una momia viviente, de ahí su aspecto cada vez más
decadente.
Ese día, cuando lo encontré en el
cobertizo, lo ayudé a transportarse hasta su cama en La Mansión Larriviere.
Llamé a una ambulancia. Poco después, Dillan Wake fue internado en una clínica,
y aunque me enteraba que día con día sus condiciones físicas y mentales se
seguían deteriorando, no pude visitarlo, pues los médicos lo consideraban
demasiado peligroso, tanto como por su evidente desequilibrio mental, como por
la posibilidad de que su enfermedad fuera contagiosa.
El día antes de volver a casa, quise hacer
un último intento por verlo. Apenas me acerqué, noté que varios hombres armados
custodiaban el lugar y lo rodeaban con una cinta amarilla. Poco después, vi
sacar del edificio tres cuerpos cubiertos por sábanas salpicadas de abundantes
manchas rojas. Muy pronto pude confirmar, de la boca de los empleados del
sanatorio, quién era el culpable de aquel horror.
He regresado a Boston. Prendí fuego a sus
libros, me he deshecho de todas sus fotografías. Me digo que Dillan Wake y el
demonio que bajo su piel habita, no me encontrarán aquí, que estoy muy lejos de
su alcance. Sin embargo, el miedo no se desvanece. Me parece encontrarlo en
cada sombra, en cada rincón sin luz. Ahora mismo, detrás de los pinos que se
recortan contra el crepúsculo, más allá de mi ventana, creo observar sus ojos,
fijos, atentos, esperando que yo cometa cualquier descuido, la más mínima
imprudencia, para entonces atacar.
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