miércoles, 3 de septiembre de 2025

HERMOSOS MUTANTES

Por Francisco Güemes Priego
Hasta los doce años llevé la vida normal de una niña de ciudad. Ese verano fui a un campamento. El lugar era boscoso, helado y húmedo. Una espesa neblina lo cubría todo desde la madrugada hasta medio día. No tenía en absoluto ganas de estar ahí, pero mis padres me habían obligado a asistir con la esperanza de que abandonara mi aislamiento e hiciera mis primeras amigas. No ocurrió así. Las jornadas de caminata eran extenuantes, las actividades patéticas. Aquellas criaturas a quienes debía llamar compañeras: rubias, morenas, pelirrojas, altas o bajitas, me parecían insulsas, tontas, puras copias sacadas de un molde burdo y mediocre, misma condición que compartían nuestras torpes monitoras, sólo que a un nivel aún más ridículo. Además, por la noche la lluvia se colaba al interior de las tiendas de campaña y me invadía un frío mortal. Fastidiada de todo y de todos, sólo contaba los minutos para regresar a mi apacible hogar. Todo cambió en el anochecer del tercer día del suplicio, cuando, mientras esperábamos la cena, me alejé del campamento. Entonces, siguiendo una especie de presentimiento caminé hacia el arroyo. Cuando estaba por alcanzar la corriente de agua, tropecé con unos arbustos y caí de bruces en el suelo cubierto de fango. Ahí estaba, preciosa, luminosa, incomparable. Con una piel muy negra y brillante, cubierta de motas amarillas, así como unos grandes ojos saltones que destilaban fuego. Acercó su pequeña y pegajosa lengua hacia mí, tocó con ella mi nariz durante un segundo y después desapareció, entre los helechos del bosque, como si fuera un hada, una ninfa, o alguna otra criatura mágica. En ese momento, me di cuenta que me faltaba algo, tenía que volver a ver a la criatura, durante el breve encuentro que habíamos tenido, algo extraño se había despertado dentro de mí. Yo no era una niña, una mujer cualquiera, tenía un destino que cumplir. A partir de entonces me apasioné por ranas, sapos, tritones, proteos, ajolotes, cecílidos y demás representantes de la clase amphibia, seres capaces de respirar tanto en la tierra como en el agua. Según La Gran Enciclopedia de los Animales, la criatura con la que me había topado en aquel campamento era nada más y nada menos que una salamandra de fuego, portentosa criatura habitante de los bosques, poseedora de una increíble capacidad de regenerar sus miembros, así como de una temible toxicidad. Pasaron los años, acabé la escuela, entré a la universidad y, siguiendo todavía mi vida en solitario, me decidí a estudiar Ingeniería Genética. Tras muchos años de estudios y fracasos, comencé a experimentar con el genoma de aquel animal que me había fascinado desde mi niñez: la salamandra. Así, pronto pude crear en el laboratorio, ratones con atributos de anfibio. Algunos tenían una larga cola negra poblada de manchas amarillas, otros podían caminar por la pared gracias a potentes ventosas, varios contaban con una larga y pegajosa lengua para cazar insectos, unos más, carecían de orejas, pero lograban respirar por debajo del agua utilizando únicamente su piel. Me fascinaba ver mis creaciones, mis “hermosos mutantes” como solía llamarlos. Sabía que sería inevitable pasar a la siguiente fase del proyecto: la experimentación con humanos. Mi primera víctima fue un pobre indigente que solía pedir víveres en el callejón ubicado a un costado del laboratorio. A cambio de una copiosa comida y algunos billetes, logré convencerlo de que se dejara inyectar un químico elaborado por mí. “Un medicamento experimental contra la tiña”, argumenté como excusa para utilizarlo como conejillo de indias. No obstante, pasaron los días, las semanas y los meses y no era visible ningún resultado positivo de mi experimento. El vagabundo no sufrió el más leve cambio físico. Le rogué me permitiera sacar un poco de su sangre para estudiarla, y aunque tras una pequeña recompensa aceptó, los estudios mostraron conclusiones claras: el suero que le había inyectado, no había alterado en absoluto su ADN, mi sujeto de prueba no mostraba elementos genéticos del anfibio. Más adelante realicé el mismo experimento con una mujer que ayudaba con la limpieza del laboratorio. Perdí otros cuatro meses y no obtuve ningún resultado que ayudara en mi investigación. Poco después, una noche en la que tomé más somníferos que de costumbre, tuve un sueño. En él me hallaba en el sitio boscoso del campamento de mi niñez, había frío, oscuridad y bruma. En el camino hacia el arroyo, nuevamente caía de bruces en el fango. Volvía a ver a la salamandra de piel oscura y motas amarillas, la que, sin que mediara ninguna explicación verosímil, me susurró al oído las siguientes palabras: “Tú eres la elegida, tú”. Una infausta noche de octubre, en la que me quedé hasta muy tarde analizando las muestras de sangre del vagabundo y de la empleada doméstica por enésima ocasión, ocurrió un corto circuito en el laboratorio. Yo pude haber salido rápido del edificio, pero no podía dejar a mis “hermosos mutantes”, tenía que salvarlos. Lamentablemente el fuego se propagó más rápido de lo que yo esperaba. No sólo perdí a mis criaturas, también sufrí quemaduras severas en todo el cuerpo. Pase las semanas siguientes en el hospital. Mi rostro, de inicio casi totalmente desfigurado, comenzó a sanar de manera milagrosa. Al cabo de unas pocas semanas, ya casi todas las quemaduras habían desaparecido de mi cuerpo. Los médicos no encontraban explicación. Yo la tenía, los genes de la salamandra. Había perdido muchos datos de mi investigación en el incendio, pero afortunadamente, en mi casa contaba con documentos de respaldo, por lo que, al cabo de algunos meses, pude recrear el suero y, tras mostrar los resultados del mismo en mi persona, logré un lucrativo acuerdo para comerciarlo no sólo en el país, también en el extranjero. Portadas, artículos entrevistas. Mi descubrimiento me convirtió en una celebridad científica. Muchas vidas serían salvadas o reconstruidas gracias a mí. Meses más tarde, me enamoré de Víctor, el empresario que financiaba mi investigación. Mi éxito parecía completo. Pocas veces recordaba los caudalosos sueños que me asaltaban por las noches, pero cuando aparecían en ellos ya fuera la salamandra del bosque o mis “hermosos mutantes” perecidos en el incendio del laboratorio, un fugaz escalofrío me invadía. No entendía bien la razón. A principios de la primavera celebré mi boda con Víctor. Fue aún más concurrida y memorable de lo que esperaba. Esa misma noche, partimos a Tahití, donde llevaríamos a cabo nuestra luna de miel. Después de disfrutar de una noche salvaje en la isla tropical, desperté a media noche con la urgencia de sumergirme en agua. A pesar de estar desnuda, tome el elevador y bajé al piso de la alberca. Sin importarme las miradas de los anonadados huéspedes, caminé hasta la piscina y de un certero clavado me zambullí en el agua fresca. Estuve así, varias horas, nadando feliz a la luz de la luna. Cerca del amanecer, un gendarme se acercó para indicarme que debía salir, pero apenas me vio, huyó aterrorizado. Yo, sorprendida por su acción, y sintiéndome muy confundida, resolví volver a mi cuarto. Antes de acostarme, me miré en el espejo y no me reconocí. Un impulso de prudencia me hizo ahogar un grito. Enseguida, un pesado sueño me invadió. Dormí profundamente. A la mañana siguiente, desperté alarmada, pensando en la reacción de Víctor al ver mi estado, pero para mi sorpresa, mi nuevo esposo me despertó con un beso y no pareció notar algo extraño en mí. Nada especial ocurrió en los siguientes días, al cabo de un par de semanas en la isla tropical, volvimos al país. Ya habían pasado un par de meses, estaba yo completamente absorbida por mi rutina, cuando, nuevamente, me paré en la madrugada urgida por la necesidad de agua. La piscina del residencial estaba lejos, no quería vestirme. Decidí que con un baño de tina sería suficiente. Así ocurrió, esperé a que se llenara y luego me sumergí por completo en el agua cálida, que lamia mi piel como la lengua de un anfibio. Unas palabras susurradas en el oído me hicieron salir de mi letargo: “Tú eres la elegida, tú”. Miré mis manos, eran oscuras, con manchas amarillas. La piel era suave y tersa, una membrana impedía la separación de mis dedos. Salí de la tina de un saltó. Me miré al espejo, esta vez sí grité. Desperté en el hospital, sin entender lo que pasaba. Poco tiempo después un médico me informó que había sufrido un desmayo y que me había golpeado en la cabeza con el borde la tina, por lo que estaría internada unos días a causa de una contusión cerebral. De inmediato saque las manos para mirarlas, pero no había nada extraño con ellas, tan delgadas y pálidas como de costumbre. Cuando Víctor llegó, en la hora de visitas, le comenté lo que había creído ver en el espejo la noche interior. No pudo evitar reírse: “Fue sólo un mal sueño, mi amor. Eso fue todo”. Yo no estaba tan segura, pero, siguiendo el consejo de mi esposo, empecé a ir a ver a un psicólogo. Según el especialista, esas extrañas visiones de verme como un anfibio no eran más que el estrés postraumático resultado del incendio en el laboratorio. No obstante, la voz de la salamandra del bosque me seguía acosando algunas noches: “Tú eres la elegida, tú”. Pasé un año sin recaídas y sin visiones extrañas. Quedé embarazada de Víctor. Al principio tuve temores de que algo no estuviera bien con el hijo que esperaba, pero la felicidad de ser madre pronto hizo retroceder al miedo. Avanzaron los meses, mi vientre comenzó a hincharse más y más. Faltaba ya poco tiempo para que mi embarazo llegara a término, cuando otra vez desperté con la necesidad de agua. Me metí a la tina, pero después de unos minutos sentí que la cantidad de agua en ella era insuficiente. Bajé a la alberca, el olor del agua clorada me repugnó. Cobijada por las sombras caminé hacia los pantanos durante varias horas. Miré mis manos, estaban resquebrajadas, resecas. Necesitaba llegar al agua pronto. Un atroz dolor en el vientre me invadió poco después. Tendría que estar en un hospital, atendida por especialistas, pero no, en aquel instante yo caminaba en la noche, a través de los baldíos, en busca de la ciénaga. Con el último rastro de mis fuerzas alcancé las aguas fangosas, luego perdí el conocimiento. Desperté cuando escuché que repetían mi nombre en la lejanía. Yo estaba en el borde de la ciénaga, abrazada a un montón de pequeños círculos blancos que flotaban dentro de una enorme masa viscosa. Pese al asco del primer momento, un impulso me hizo ocultar la mole gelatinosa entre los abundantes juncos. Me miré en el espejo de agua. Seguía siendo humana, pero el abultamiento de mi abdomen había desaparecido. Había dado a luz. Cuando los guardias del parque me encontraron, comencé a gritar que me habían arrebatado a mi hijo. Víctor, no creyó mi historia y me acusó de haber acudido a la curandera del pantano para cortar mi embarazo. Acto seguido me amenazó con internarme en un sanatorio mental. Yo, presa de una desesperación inmensa, corrí lo más rápido que pude, sin mirar atrás. Desde entonces me muevo por ríos, manglares y lagunas, sabiendo que cada vez es más complicado para mi cuerpo retomar su condición humana. Pronto, sin embargo, no estaré sola, mis criaturas, y también las de todas aquellas mujeres que han utilizado el suero de la salamandra, nacerán, y una nueva era dará comienzo. Los anfibios reclamaremos lo que nos ha sido sustraído durante cientos de millones de años, el dominio del planeta.

martes, 12 de agosto de 2025

EL RUNCHO

Por Francisco Güemes Priego
1 Yo solía ser un niño normal, jugaba, estudiaba, reía. Nada me distanciaba de mis compañeros de escuela, que a causa de mi habilidad para trepar muros y escabullirme sin ser visto, me tenían respeto, incluso admiración. Sabía que mi abuelo materno no tenía buena fama, que lo habían expulsado del pueblo por alguna oscura razón. Por ahí escuché un día que había gente que lo consideraba un monstruo. Pero yo creía que no tenía de que preocuparme, yo no lo había visto desde que era un bebé, no sabía dónde vivía, no recordaba ni su rostro, ni su voz. Mis padres, por otra parte, eran amorosos y convencionales. No parecían guardar ningún secreto. A su lado todo era luminoso y feliz. Fue un año más tarde cuando el primer síntoma apareció. Noté que las uñas de mis manos y pies se habían hecho largas y gruesas, por más que las cortaba, de inmediato volvían a crecer. Luego los dientes, una mañana me desperté con un dolor espantoso en la boca y varias piezas dentales cayeron sobre el lavabo, para mi sorpresa, no me había quedado chimuelo, bajo cada pieza caída apareció un nuevo diente: pequeño, afilado, triangular. Entonces, mis padres decidieron tomar cartas en el asunto. Fui revisado por varios médicos, pero todos estaban sorprendidos ante las singularidades que mi cuerpo mostraba. Durante los siguientes meses todo fue peor. Mi pelo se tornó crespo y cenizo, mi espalda se encorvó, una larga y desnuda cola comenzó a brotar de mi coxis sin lógica alguna. Así, pues, para el momento en que cumplí 14 años, era todo un monstruo, una especie de anomalía que debía de ser mantenida oculta a cualquier costo. Salvo por algunas escapadas ocasionales, tras las cuales era castigado severamente, mi vida se tiño de la más impenetrable soledad. 2 Cuando los animales empezaron a ser devorados por las noches, el rumor comenzó a esparcirse por el pueblo. Había regresado El Runcho. Esa curiosa palabra me llevó a mi primera infancia, cuando mis padres solían asustarme con una extraña criatura de nombre estrambótico para que hiciera mis deberes, comiera mis vegetales o me durmiera pronto. Parecía sólo un cuento para espantar críos y, sin embargo, podía palparse en el pueblo, un creciente terror, en especial cuando las muertes en los establos y corrales comenzaron a multiplicarse de forma inexplicable. Siempre he sido curiosa y solitaria, más desde que Jorge, mi único amigo de la infancia, consiguió una beca y se marchó a estudiar al extranjero. Así, me escabullía con frecuencia a la hemeroteca para encontrar información sobre el temido Runcho. Después de varias tardes gastando mis ojos miopes ante diarios amarillentos, encontré alguna información, la cual condense de la siguiente manera: "Cincuenta años atrás vivía en el pueblo un hombre apodado El Runcho, decían que era un chamán dueño de un gran poder. Podía asumir la apariencia de varios animales y bajo su disfraz, aterrorizar a la gente para siguiera sus designios. Qué era una especie de diablo al cual, incluso el presidente municipal le temía. Muchos estaban hartos de sus abusos, de sus amenazas y en una ocasión, mientras estaba echando una siesta, una multitud armada con antorchas rodeó su choza y, seguros de que El Runcho dormía, prendieron fuego al techo de palma y a las paredes de carrizo. Mientras su cuerpo se convertía en cenizas, el endemoniado lanzó un alarido al cielo, haciendo temblar de terror el corazón de todos los presentes". No parecía más que un cuento fantástico. El Runcho había muerto en 1997. Tenía casi treinta años de haber sido quemado vivo. Ni siquiera sus cenizas debían de existir ya. Sin embargo, algo en el caso me intrigaba. Había visto yo misma los cuerpos de los perros presuntamente devorados por El Runcho. También había sentido el temor en los rostros de las personas de mayor edad. Debía seguir investigando. 3 Otra vez ese nombre maldito. Otra vez el miedo adueñándose de mis ovejas. Yo mismo fui quien instigó el dar fin a ese maldito endriago. No puede estar de vuelta. Así el tal Runcho sea el mismísimo Diablo, no puede regresar a la vida así como así, no puede. Yo era entonces un joven recién salido del seminario. Al recibir el curato de este pueblo remoto, no pude sino llenarme de alegría, mi primer rebaño al cual conducir por la senda del Señor. Pero pronto me di cuenta de que algo maldito acechaba en esta región. Los viejos ritos paganos continuaban vivos en las manos de ominosos curanderos y brujos. El peor de todos era el conocido como El Runcho. Sus supuestos prodigios envenenaban la mente de mis confundidos feligreses. Debía desenmascararlo a como diera lugar. Muchas veces lo expuse en el púlpito como un charlatán, un vulgar timador. Sin embargo, mi espina dorsal se estremeció de pavor cuando una noche pude mirar con mis propios ojos como aquel endemoniado se trastocaba en bestia. Había neblina y lluvia esa noche, la transformación no había durado más que unos pocos segundos, pero mis ojos no podían negar lo que vieron, el tal Runcho ya no era más un hombre, sino una especie de gigantesco roedor que caminaba en cuatro patas y poseía una larga cola desprovista de pelo, la cual utilizaba para robar los siniestros objetos que necesitaba para llevar a cabo sus conjuros infames. 4 La oscuridad me sienta bien. Yo quisiera ser como cualquiera de ellos, pero se bien que nunca lo seré. Con las extrañas formas de mi cuerpo me temen, me odian o ambas a la vez. Desearía que mi vida no se hubiera torcido de esta forma, que ahorita, pudiera ir a la escuela, jugar en las calles o dormir arropado por mis padres cada noche. También quisiera no verme obligado a lastimar a las gallinas, a los puercos, y a los perros, pero soy un ser vivo, y necesito alimentarme. Mi hambre, después de un cautiverio tan largo, se ha hecho voraz. Ya quedan menos lugares donde yo pueda estar seguro. Las cuevas de la montaña, inexploradas y profundas son el mejor refugio, pero pronto vendrán los cazadores, mi nariz los detecta cada vez más cerca. Debo de hacer algo para alejarlos o eliminarlos. Siendo un monstruo, cuando me encuentren no tendrán piedad de mí. 5 El Runcho ha afectado mi desempeño escolar este semestre, nunca había tenido tanto desinterés en la escuela, pero es un tema del cual no puedo dejar de investigar. Ay, si Jorge estuviera aquí, resolveríamos este caso juntos. Pero apenas si tengo noticias de él. Creo que su nueva y emocionante vida en el extranjero lo ha hecho olvidarse de mí. He encontrado nuevas pistas, la familia del antiguo, tenían un niño, se llamaba Rodolfo. Estudió la escuela primaria completa, pero durante el curso de primero de secundaria dejó de asistir a clases repentinamente, nunca se le volvió a ver. ¿Tendrá él algo que ver en este caso, o sólo será una simple coincidencia? Queda mucho por averiguar. Mis escapadas nocturnas también han tenido algunos resultados, aunque no los que esperaba, sólo he encontrado que se mueve por la parte norte del pueblo, de la calle 11 a la 24, cerca del antiguo cementerio, su rastro de animales muertos lo confirma. Sin embargo, continuo sin encontrármelo cara a cara para así poder darle etiqueta de realidad al mito. Mis esfuerzos pronto darán fruto, estoy segura que sí 6 Esa chica me está siguiendo, tengo que hacer uso de mis más sofisticadas habilidades de camuflaje para poder evadirla. No sé por cuánto tiempo más podré hacerlo. Siento que debo urdir un plan para alejarla definitivamente. Una voz en mi cabeza me susurra una respuesta “haz lo que tengas que hacer, pero que no te encuentre”. No obstante, apenas imagino la posibilidad de eliminarla, me siento enfermo. Haré todo lo posible por mantener mi ubicación en secreto, no le haré daño. 7 ¡Lo he visto! ¡Por fin lo he visto! El Runcho existe, he podido confirmarlo. Cómo había escuchado, es una especie de rata gigante. Pero al verlo incorporarse en dos patas, una sensación extraña me invadió, no parece un animal cualquiera. Hay un haz de inteligencia en su mirada. Casi me muero del susto al verlo saltar la barda del cementerio y quedar frente a frente con él a unos pocos metros de distancia. Pensé que se abalanzaría sobre mí y me causaría un gran daño, pero no, sólo me miró un instante con sus insondables ojos nocturnos y, regresando a su posición cuadrúpeda, se perdió entre la basura y la maleza de un baldío. 8 Es flaquita, usa el cabello tan corto como si fuera niño, su caminar es algo torpe y lleva los ojos velados por unas gruesas gafas con fondo de botella. Hay algo de intrigante en ella, no parece una chica como las otras. La voz me sigue susurrando que le dé un escarmiento, pero mi curiosidad hacia ella es más fuerte que mi instinto de supervivencia. Seguiré alimentándome de despojos y alimañas, no la lastimaré. 9 Endemoniada criatura, ya la he visto rondar por el cementerio, entre las cruces de piedra y el rostro enmohecido de los ángeles guardianes. Tal vez esté devorando cadáveres, o entregado a oscuros hechizos. He reunido a mis más leales seguidores. No dejaremos que el mal siga rondado por estos terrenos de Dios. Pronto la trampa estará lista y El Runcho dejará de atormentarme a mí y a mi fiel rebaño. 10 Esta noche otra vez me encontré con El Runcho. Estaba rondando de nuevo el cementerio. Al hallarnos frente a frente, quise atraerlo con un trozo de carne seca que llevaba en mi mochila. Por un momento nuestras miradas se cruzaron. No es un monstruo, hay algo de belleza, incluso de ternura, en su silueta disforme. Había dado un paso hacia mí, cuando una serie de atronadores ruidos se escucharon. Eran balas. Al parecer la criatura escapó sin ser lastimada, pues no había rastro de sangre. Tengo que proteger a El Runcho, tengo que evitar qué… 11 ¡Malditos campesinos inútiles! No puede ser que hayan fallado otra vez. El Runcho debía estar muerto a estas horas de la mañana. Pero no hay prisa, ese Enemigo del Buen Camino encontrará su fin tarde o temprano. Ya lo eliminé una vez, no me costará demasiado eliminarlo una segunda ocasión. 12 El peligro es cada vez más grande, tal vez debería irme de este pueblo para siempre, quizás del otro lado de la sierra, en soledad, encuentre un poco de paz. Quizás allá no me vean como un monstruo, tal vez me entiendan mejor. Sí, eso es lo que tengo que hacer, no tengo opción. 13 Un plan, necesito una manera de sacarlo de aquí y llevarlo a un sitio en el que pueda estar seguro, pero, ¿dónde? La gente de este lugar ya está en contra suya, más con los discursos incendiarios de ese remedo de cura. Nadie se esfuerza por comprender de qué tipo de criatura se trata, o cómo llegó, sólo quieren hacerle daño. Tengo que encontrar un refugio adecuado para él. La pregunta sigue siendo la misma, ¿dónde? 14 Ya está armado el plan para darle fin a El Runcho esta noche. Apenas ponga un pie en el cementerio lo rodearemos y no lo dejaremos salir. No hay forma de que escape a doce hombres armados. De ser necesario le prenderemos fuego a todo. ¡A todo! 15 Algo me detiene, algo evita que ponga en marcha mi plan de fuga… creo que es la chica, cuando nuestras miradas se encontraron esta noche sentí algo especial. No puedo olvidarme del brillo de sus ojos, ni del aroma de su piel blanca como la leche. Tal vez ella sea la única criatura capaz de salvarme, tal vez. 16 Esta noche es singularmente oscura, no hay estrellas ni rastro de luna en el cielo. Llevo mi linterna, pero debo asegurarme de no asustar a El Runcho. Tengo que ganarme su confianza y hacer que venga conmigo. Se puede quedar unos días en el desván de mi casa, ya después pensaré en un lugar más adecuado para él. Lo importante es que los hombres que lo persiguen no lo encuentren. 17 La oscuridad alimenta mi alma, no muchas personas abandonarán su casa esta noche. Ni los supersticiosos cazadores se atreverán a salir. Creo que al fin podré respirar un poco de aire fresco y comer con un poco de paz. 18 Vienen conmigo Cristóbal y Hernán, los dos mejores tiradores de la comarca, no hay manera de fallar. Al despuntar el alba, ese diabólico Runcho no será más que un cadáver del que se alimentarán los buitres. 19 Odio tener que matar, pero a veces el hambre es demasiada. Esta vez fue una gallina. Su carne alimentará mi cuerpo y su muerte no será en vano. Yo no soy culpable de haber caído presa de esta horrible condición. 20 ¡Ahí está la bestia, Cristóbal! ¡Dale un tiro en la cabeza, Hernán! 21 ¡Oh, Dios mío, no! ¡No dejaré que le hagan daño a El Runcho! ¡No lo permitiré! 22 Era una trampa, me han encontrado esos malditos. Debo salir de aquí. 23 ¡Runcho, no! 24 ¡Fuego! ¡Fuego! 25 ¡Sangre por todos lados! ¡Voy a morir! 26 Duele… 27 No hay ninguna herida. La sangre no es mía. Entonces… 28 Te he salvado… 29 La chica… 30 ¡La sombra no era El Runcho! ¡Era una niña! ¡Santo Dios, qué pecado! Oh, no…

lunes, 2 de junio de 2025

EL ESPEJO VENECIANO

Por Francisco Güemes Priego
El puesto de encargado de una tienda de antigüedades era algo completamente nuevo para mí, pero después de más de dos años hundido en el pantano del desempleo, viviendo de mi casi exhausta liquidación y la caridad de mi tía Ernestina, no podía darme el lujo de no aceptarlo. Había sido Manuel Callejas, un remoto amigo de la infancia, quien abrió esta posibilidad para mí, pues su tío Alfonso, un viejo chocho de carácter agrio, ya no era, a causa de su edad, capaz de manejarla. El más grande inconveniente era la condición que el anciano puso para darme el puesto, que viviera en el primer piso del ruinoso edificio en cuya planta baja se encontraba la tienda. Así, tras agilizar los trámites de la mudanza y resignarme a mi decrépito nuevo hogar, inicié mis labores en mayo. Los primeros días en mi nuevo empleo los pasé con un aburrimiento mortal, pocos clientes osaban cruzar las puertas de cristal esmerilado, y más pocos aun los que utilizaban su dinero para comprar alguna de las antigüallas que se mostraban detrás de las vitrinas empolvadas. Por la noche, llegadas las siete en punto, cerraba las puertas del negocio y acudía a cenar a un pequeño restaurante de comida china ubicado a pocos pasos. Casi siempre pedía un tazón de ramen y un rollito primavera. Después, subía las escaleras y me preparaba para dormir. Desde la primera noche que pasé en mi nuevo hogar, mis sueños fueron inquietos, llenos de imágenes extrañas. La mayoría de estos recuerdos oníricos se borraban de mi mente apenas abría los ojos, pero el que sí logré retener fue el de una mujer muy blanca de cabello rojizo a la que seguía a través de un espeso bosque, iluminado tan solo por la luz de la luna llena, la llamaba muchas veces, cómo si la conociera desde hace tiempo, pero ella no se detenía, sólo de cuando en cuando dirigía una breve mirada hacia atrás. Sus ojos verdes, inoculaban en mi alma un veneno que enardecía mi deseo por alcanzarla. Finalmente, la persecución terminaba cuando ella se sumergía en las platinadas aguas de un estanque de forma cuadrangular, tan diáfano como un espejo. Por el día, miraba pasar a la gente en la calle y, harto de su uniformidad, me hundía en mis recuerdos. Una vida triste, solitaria, muchos años burócrata de una oscura oficina gubernamental de la que me despidieron de forma fulminante por un malentendido de lo más vulgar. Una vida sin mucho valioso que contar, sólo mi apergaminado amor por Loreta Franco, mi antigua compañera de la escuela preparatoria, valía la pena. “¿Y si sus papás le hubieran permitido continuar su cercanía conmigo?” “¿Si no se la hubieran llevado a estudiar al extranjero para alejarla de mí y hacer de ella una dama de sociedad?” Tal vez nos hubiéramos casado, tal vez tendríamos hijos, tal vez ella no hubiera muerto en ese estúpido accidente de avión. Así, yo solía perderme en divagaciones y memorias torpes. Mi otra ocupación consistía en mirar con atención los objetos más curiosos que albergaba la colección del decrépito don Alfonso Calleja: muebles victorianos, pinturas de atmósfera campestre hechas por grandes maestros europeos, gigantescas arañas de latón y cristal, imágenes tamaño real de Zeus, Poseidón, Afrodita y otros dioses griegos. Tampoco faltaban efigies de santos cristianos, jarrones chinos o juegos de té. No obstante, lo que me llamó más la atención de toda aquella extensa colección fue un inmenso espejo veneciano de forma cuadrangular, rodeado de un ancho marco de plata que mostraba, en cada uno de sus extremos rostros femeninos de una belleza casi irreal. Los días siguieron su curso, la grisura del trabajo y la onírica intensidad de las noches también. Mis sueños eran cada vez más vívidos, la pelirroja que los habitaba más incitante, más provocativa. Sus ojos me imploraban acercarme, sus labios que la besara como jamás había besado a nadie, su piel que la tomara en ese mismo momento y la hiciera mía. Pero ella ni siquiera me daba un minuto para que pudiera dar un paso más, huía como si yo fuera el mismo diablo. Nuestra carrera por el bosque siempre terminaba de la misma forma, la mujer se hundía en el límpido espejo del estanque sin remedio, yo, colmado de frustración y amargura, la miraba desaparecer. Poca clientela visitó la tienda aquellos días y los recuerdos de Loreta volvieron a inundar mis días. Presentía una extraña conexión entre ella y la chica del espejo, pero por más que intentaba recordarla, ninguna imagen del rostro de mi compañera de estudios acudía a mi mente con nitidez. Llegó la época navideña y el movimiento en la tienda empezó a crecer, comenzaron a irse viejas lámparas, cajas de música, tazas de porcelana, cucharillas doradas y algunos otros objetos que no extrañaría gran cosa. Pero entonces una preocupación comenzó a invadirme. Que el espejo veneciano fuera comprado por alguien y que yo me viera privado de la fuente de mis magníficos ensueños. Tenía que hacer algo para evitarlo. Entonces, una noche, después de soportar con los nervios alterados a una pareja de ancianos que oso preguntar por el precio del espejo, decidí que tenía que actuar, no podía permitirme el lujo de correr más riesgos y, aunque dejé mi cena en la comida china para otra noche, descolgué e espejo y, con un temor insoportable a que este se rompiera durante el trayecto, lo saqué de ala tienda, lo subí con infinito cuidado por la vetusta escalera y, con mis últimas fuerzas lo coloqué en mi habitación. Se veía muy bien enfrente de mi cama, imponente, majestuoso, digno de un dux renacentista. Aquella misma noche volví a soñar con la pelirroja. Esta vez sin embargo, algo cambió. Ya estando al borde del estanque de aguas platinadas, la beldad detuvo el paso y me dirigió una sonrisa irresistible. Por un momento me quedé congelado, sin saber qué hacer, pero pronto la lujuria venció al miedo y a continuación ella y yo nos trenzamos en un abrazo ardiente. La siguiente mañana desperté relajado, colmado de una felicidad inmensa, un misterioso olor a bosque llenaba mi austera habitación. Me bañé, me vestí y me presenté al trabajo más entusiasta que nunca. Otra vez la pareja de ancianos se presentó en la tienda y no pude evitar sentirme mal cuando notaron que el espejo veneciano no se encontraba ya a la venta. “Fue vendido la tarde de ayer”, mi lacónica respuesta. Así, sabiendo que el espejo era mío, sólo mío, podía respirar con tranquilidad. Mi horario de trabajo era una tortura, en eso se convirtieron las casi diez horas que tenía que pasar ahí antes de contemplar de nuevo a mi amado espejo veneciano y a los ensueños que brotaban de su pulida superficie de azogue y cristal. Apenas salía, el nerviosismo por volver a mi habitación me llenaba. A lo mucho acudía a la comida china a pedir la cena para llevar, pero si la ansiedad era demasiada, me olvidaba del hambre y subía sin demora a mi habitación. Mis encuentros con la pelirroja eran siempre intensos y distintos. Habíamos recorrido el kamasutra en un par de meses y mi pasión por ella había crecido de manera incontenible. Como no rememorar, cada día, en esas incontables horas frente al apático mostrador, el júbilo al momento de sentir su piel y entrar en ella, la satisfacción de su completa entrega, la sensación de haber alcanzado el paraíso en el explosivo instante final de nuestro encuentro. Así, la mediocridad de mis días era compensada por la salvaje emoción de mis noches, pero entonces, un nuevo miedo me invadió, que alguno de los vecinos del edificio de enfrente, mirara el espejo veneciano y quisiera poseerlo. Entonces, para serenar mi temor, comencé a cubrirlo todos los días con una sábana, sólo lo liberaba por las noches, mientras yo degustaba mis ardientes fantasías con la pelirroja. No obstante, a partir de entonces algo cambió en ella. Su mirada radiante no era la misma, tampoco su pelo brillaba igual, era como si un velo de tristeza cubriera su figura. A pesar de todo, no le di demasiada importancia al asunto, en especial, porque nuestros encuentros siguieron siendo tan fogosos como siempre. Un día, don Alfonso me citó. El viejo no estaba satisfecho con la marcha de la tienda, las utilidades no eran las mismas que cuando él estaba al frente. Yo, apesadumbrado, le dije que me esmeraría, que trabajaría con más intensidad que hasta entonces, pero que no me quitara el puesto, pues le había tomado mucho cariño al negocio de las antigüedades. Don Alfonso, con un gruñido, aceptó, pero me dejó bien claro que las ganancias debían aumentar o, de lo contrario, me pondría “de patitas en la calle”. Afortunadamente en esos días llegaron unas finísimas figuras de mármol procedentes de Nápoles y Sicilia, así el riesgo fue conjurado. Por varias semanas todo caminó perfectamente, pero un domingo en la madrugada el sonido de la sirena de una patrulla me alarmó. Habían robado la tienda de abarrotes de la esquina. Me puse a temblar, “¿y sí aquellos malhechores se enteraban de la existencia de mi espejo veneciano e intentaban robarlo? Entonces decidí descolgar el espejo de la pared y colocarlo bajo mi cama. Esta vez lo cubrí no por una sábana, sino por varias capas de plástico y cinta de aislar. Al igual que antes con la sábana, sólo lo descubría por las noches y eso sí, ni aún entonces lo colgaba en mi pared otra vez. La languidez de la pelirroja se hizo más evidente. Su cabello se había tornado quebradizo, su piel más pálida, pero su entusiasmo al verme continuaba idéntico, así que seguí sin darle demasiada importancia al evidente malestar de mi amiga. Los robos en los alrededores de la tienda de antigüedades siguieron ocurriendo, sabía que era cuestión de tiempo para que esos malnacidos intentaran robar mi tesoro. Tenía que hacer algo para evitarlo. Después de meditarlo varias insomnes noches, en las cuales el nerviosismo me hacía imposible pasar más que unos fugaces momentos con mi pelirroja, tomé la decisión. Apenas recibiera mi siguiente pago, huiría de la ciudad, llevando conmigo mi amado espejo, fuente de mi felicidad. El día esperado llegó y apenas don Alfonso me entregó el sobre con mi remuneración, inicié los preparativos para mi escape. Ese día cerré temprano el negocio, transporte mis bienes más necesarios en un par de maletas de cuero y las subí a mi auto, una vieja carcacha de los años 70. Por la noche, con infinito cuidado, saqué el espejo de debajo de mi cama. Para asegurar que no se dañara le até otra capa extra de plástico y, paso a paso, me dirigí hacia el ascensor. Aquel artefacto era muy pesado, pero debía transportarlo yo solo, no podía arriesgarme a que alguien más supiera de su existencia y quisiera arrebatármelo. Una vez que llegué al piso inferior, tome un descanso. En la tienda de antigüedades todo parecía silencioso, pero apenas di un paso hacia la puerta, una voz sibilante me cortó la respiración: “Buenas noches, don Carlos” Era don Alfonso Callejas, quien estaba parado ante la puerta con las manos al frente, sujetando el mango de un grueso bastón. “Vaya sorpresa, don Alfonso”, alcancé a susurrar con la voz entrecortada por el miedo. “¿A dónde se lleva mi espejo?” me espetó aquel hombre de piel reseca y nariz ganchuda. Un sudor frío me recorrió la espalda y, presa del terror, no sólo de verme descubierto robando un artículo de la tienda, sino además seguro de haber perdido para siempre a la pelirroja, actué sin pensar. “Déjeme explicarle, yo no soy ningún ladrón”, balbucee. Entonces tomé de las vitrinas una antigua daga toledana y con ella traspasé el fatigado corazón del viejo. Una vez que me cercioré de que mi ex patrón estaba muerto, vacié la caja de la tienda, empujé el espejo hasta la puerta y a continuación, sin encontrar obstáculos, me apresuré a escapar. Aunque tenía dinero más que suficiente como para rentar un apartamento cómodo en una bella ciudad de provincia, con una enorme pared engalanada por mi espejo veneciano, la ventura me abandonó. A pesar de mantenerlo destapado siempre, la pelirroja nunca volvió a visitar mis fantasías nocturnas. El sueño habitual seguía siendo el mismo, pero su continuada ausencia convirtió aquel lugar mágico en un bosque frío, con un aura de atroz desesperación. Dejé de comer, pues todo me sabía a ceniza, dejé de dormir, pues estaba seguro de que ella no aparecería. Finalmente, una noche rendido por el cansancio, volví a conciliar el sueño. Esta vez el viento me trajo el rastro de su aroma, mientras que aquí y allá divisaba un fragmento de su vestido blanco o un largo y ondulado cabello rojo entre las hojas muertas que cubrían el suelo. No obstante, seguía sin poder tenerla ante mí. Entonces caminé hasta el estanque platinado, en el que la beldad solía sumergirse en nuestros primeros sueños juntos. Poco a poco una imagen se formó en su superficie pulida como espejo, era la pelirroja que lloraba con desolación y amargura. Sostenía entre las manos un retrato, en él aparecía don Alfonso Callejas más joven, acompañado de una niña de cabello color del fuego. Desperté sobresaltado, afligido por la inmensa pena que involuntariamente le había ocasionado a mi amor onírico. Una hora después, llamé a la policía. Estaba decidido, me iba a entregar.

jueves, 5 de septiembre de 2024

BAJO LA CRUZ

Sus enemigos lo llamaron Bartolomé de la Cruz. Pero antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día a la furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote. Durante años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos serpentinos que trae consigo la lluvia. Tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus lágrimas, que fulmina con el rayo. Por mucho tiempo ofició las ceremonias en que los corazones de los hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcala, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el humo del copal y las plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de sed. Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las celebraciones que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, como a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos. Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre, su tez, antes morena, se ha vuelto gris como la ceniza y ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes sencillos y semblante benevolente que tratan de convencerlo de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no es verdadero, y de que si llegó a existir, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal. Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz. Han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, en el centro de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor. Su rostro está desfigurado, sus manos se hallan carcomidas por el fuego y sus pies apenas si pueden sostenerlo. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las paredes que lo asfixian, los campos se llenan de cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes verdes como el jade, ahora muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, iguales a manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una gota de leche que darles a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos. Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado. La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos, muchos de ellos muy queridos para él. En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, el viejo sacerdote decide acercarse a la enorme cruz que adorna su prisión, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar? Pasan las horas, Cuatro Ocelote prosigue sus cavilaciones, inesperadamente, surge desde su interior la luz de una epifanía. La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre del hábito opaco, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras que el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión. Esa misma tarde, Bartolomé es liberado de su prisión. Camina lentamente, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus pies lacerados. Una nueva vida parece inundar sus arterias al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se llena de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad. Muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera, la cual, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa, son pocos, y más que personas, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su negativa a escuchar las palabras de aquellos hombres más sabios que él. Que ahora que había decidido unirse a la Verdadera Fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados. Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños bailan bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus bocas desdentadas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas. Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales. — Por fin han aprendido estos brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia —dice el guerrero de la armadura centellante. — No debéis culparlos, —afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas con la desteñida manga de su sotana— a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de ver el camino de la luz. Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que contiene la imagen del dios de la lluvia y que, más allá, bajo las montañas, en desconocidas cuevas, se han hecho ya, los sacrificios requeridos.

martes, 11 de enero de 2022

LOS HIJOS DEL VOLCÁN: FANTASÍA, REALIDAD Y DELIRIO

Reseña de Francisco Güemes Priego
Esta novela, escrita por Jordi Soler, veracuzano de familia catalana nacido en 1963, y publicada por Alfaguara, es un libro muy original en el que la realidad, la fantasía y el delirio se entremezclan de una forma deslumbrante. Es un texto que se hunde en las contradicciones del México profundo, aún dominado por el racismo, la violencia y la desigualdad. Lo que en un inicio parece un mundo fantástico, poblado por nahuales, espíritus y tribus fantasmales, se revela como una realidad agreste y cruel, en la que tanto la naturaleza, como los otros hombres conspiran sin tregua contra la integridad física y mental de Tikú, un maestro de escuela que a causa de una desavenencia con Lucio Intriago, el cacique del pueblo, se ve obligado a exiliarse a las montañas, donde pasa innumerables carencias e infortunios, casi en absoluta soledad. Así, Los Hijos del Volcán nos introduce a un universo en el que pervive aún mucho de la cosmovisión indígena, con sus presagios funestos, creencias místicas y dioses temibles, sin embargo, no escatima en mostrarnos el pesado fardo heredado del periodo colonial, con su inclemente sistema de castas en el que nacer blanco, mestizo o indio sigue implicando todavía un destino casi imposible del alterar. De igual manera, con alusiones a la guerrilla y al narcotráfico, el caos contemporáneo también está presente. Soler logra convertir la región montañosa de Veracruz, con su volcán, su selva y su pueblo de San Juan el Alto, en una especie de Macondo o de Comala, un microcosmos habitado por los santos y demonios más característicos de nuestra historia nacional.

jueves, 14 de mayo de 2020

PUERTO DE RECUERDOS





No  recuerdo cuando fue la primera vez que fui a Acapulco. Debió de haber sido a fines de los años ochenta. Conservo oscuras imágenes de cuartos de hotel y albercas que tanto pueden pertenecerle al puerto, como a la Hacienda Vistahermosa o a la de Cocoyoc. Me acuerdo, sí, con certeza, del miedo que me daba que me jalara el mar, de las malteadas de chocolate y los pays de limón del Vips, de las eternas caminatas por la Costera con mis papás y Luis Miguel (así se llama mi hermano) asombrándonos sobre todo de un chimpancé y unos cachorros de león que cada noche estaban en la entrada del restaurante Beto’s, con los que te podías tomar una foto.

Cuando todavía no existía la Autopista del Sol, el camino desde la ciudad era larguísimo. Horas y horas de curvas y parajes desolados, interrumpidos tan solo por la imagen de algunos corrales ocupados por vacas y puercos famélicos, además de los siempre presentes zopilotes. En esos años, yo creía que las enormes montañas a lo largo de la carretera eran monstruos durmientes y que tal vez algún día despertarían para aterrorizar a los seres humanos (quiero apuntar que para ese entonces no había leído ni una sola página escrita por H. P. Lovecraft). Pasábamos muchas noches en Chilpancingo, en el hermoso Hotel Bugambilias, lleno de flores y jardines, sólo para reanudar el camino hacia la costa a la mañana siguiente.

También recuerdo con mucho cariño cuando fuimos con Susana (no le gusta que le digan abuelita), mi tía Susi y sus hijos: Damián, Jorgito, Iván y Gisela, que todavía era una bebé. Esa vez no fuimos en carro, sino en camión. El viaje fue todavía más largo, pero la ilusión de ver el mar y echar relajo con mis primos, me impidió dormirme, creo que aturdí a todos con mi “¿Ya vamos a llegar?, ¿ya vamos a llegar?”

A ese viaje, que debió haber ocurrido ya al inicio de los 90, también fue mi primo Iron, hijo de mi tía Reyna, que era el nieto consentido de Susana. En ese entonces era medio payaso, y como nos caía mal a todos, le bajamos los pantalones en la playa y se puso a llorar. Nos la pasamos muy divertido en las Torres Gemelas, en la pequeña alberca jugábamos al tiburón y nos encantaba aventarnos de una cascadita de unos dos metros de alto. También recuerdo el terror en la cara de Luis Miguel y de Iván cuando la policía vino a tocarnos a la habitación, pues mi primo y mi hermano habían estado aventando envases de refresco llenos de agua (y hasta de pipí) desde el balcón hasta la alberca, unos veinte pisos abajo. “Por favor no me lleve, señor policía”, rogaban entre lágrimas. Al final, sólo los regañaron y les dijeron que no lo volvieran a hacer. Además fuimos al balneario CICI y recuerdo que me la pasé increíble jugando con las pistolas de agua que había en el barco pirata. Regrese a la ciudad con un frasco lleno de caracolitos y de conchitas.

Recuerdo haber visto muchas veces tirarse a los valerosos clavadistas desde los altos riscos de la quebrada, visitar a Cira “La Morena” en Barra Vieja o comer en “El Chaneque” junto a la laguna de Tres Palos. No olvido tampoco cuando el huracán Andrew nos cortó unas vacaciones en Orlando y mi papá decidió reponer los días faltantes con una estancia en el famoso Acapulco Princess. Llevé conmigo, desde Estados Unidos, unos comics de las Tortugas Ninja e inspirado por ellos cree algunos de mis primeros personajes como Otter Poolman (un heroico hombre nutria) y sus enemigos, los piratas mutantes: el Capitán Dogman y su torpe sirviente Flamenk (basado en los rosados inquilinos que habitaban un estanque cercano a la alberca).
    
Cómo olvidar los muchísimos viajes en lancha con fondo de cristal hacia La Roqueta. El placer de snorkelear entre el rocoso contorno de la isla y hallar todavía, a pesar de la gente y la contaminación, estrellas de mar y peces multicolores, además de alguna anguila nadando entre los pies de un despreocupado bañista. 

O la vez que nos quedamos en un sitio mucho más discreto, El Hotel del Bosque, se llamaba (o se llama si aún existe) y estaba perdido entre los inmensos cerros de piedra rojiza que rodean el puerto. Recuerdo que tenían un guajolote y que mi mamá se la pasaba quejando todo el tiempo de las cucarachas y de la poca higiene que a su parecer había en el lugar.

A manera de contraste, la siguiente vez que visitamos Acapulco nos hospedamos en el icónico Hotel Las Brisas, cómo no recordar la caja mágica que traía el desayuno todas las mañanas, lo genial que era nadar en nuestra pequeña alberca privada cubierta de flores o la emoción de viajar en carrito de golf hasta La Concha, una piscina de agua salada especialmente diseñada para los huéspedes donde resultaba una delicia nadar. No se me olvidan tampoco todas abundantes comidas en el restaurante El Cabrito, en la Costera Miguel Alemán, a un lado del CICI, en los inigualables Tacos Tumbras ubicados junto al exclusivo Suntory, o en el Pollo Feliz, para después ir a dar una vuelta por el malecón, con el sol hundiéndose en el mar.

Los últimos cuatro días del siglo XX los pasé en Acapulco y en sus enormes albercas y sus playas de arena dorada tuve la revelación de bellezas incontables, con ceñidos bikinis, cuerpos bronceados y cabelleras rubias. Unos meses después, ya iniciado el milenio, vivimos con angustia los larguísimos minutos que mi hermano se perdió en el mar, sólo para verlo regresar, asustado y cansado, después de luchar un buen trecho contra la corriente que quería llevárselo.

Además, mi primera cita fue en la semana santa del 2002, con una vecina de nombre súper telenovelero, María Mercedes, que estaba hospedada por casualidad en nuestro mismo hotel. Tomamos un refresco en el bar del Hyatt. Recuerdo que hablamos de los Óscares y del Big Brother, el programa de moda en aquellos tiempos, yo estaba muy nervioso, incluso tiré mi vaso, pero al final creo que le causé una buena impresión, pues en la ciudad volvimos a salir algunas ocasiones más.

Durante el verano, regresé a Acapulco. Esta vez, además de mi mamá, también vinieron mi tía Pilar y mis primos Karla, Melizza, Juan Luis y Susan. Fuimos a Baby Lobster y ahí bailé por primera ocasión con una gringa. Recuerdo que esa vez también manejé una moto de agua y, acompañado de mis primos, sin ningún adulto, fuimos a Disco Beach. Cómo no teníamos con quien, bailamos entre nosotros. Karla se me acercó y bailamos muy pegaditos el “Aserejé” y la de “Se la llevó, el tiburón”.

En 2012, el año que supuestamente se iba a acabar el mundo según los mayas, fui por primera vez al puerto guerrerense sin mis papás. El viaje salió de sorpresa. Mis  primas Nuri y Lupita tenían la idea de acampar en la playa en una época en que los asesinatos ya se habían vuelto cosa cotidiana en el puerto. Afortunadamente, gracias al novio de Lupita en ese entonces (no recuerdo su nombre), conseguimos quedarnos en la suite principal de Las Torres Gemelas a un precio accesible. 

La noche en que llegamos fuimos a Paradise y, cuando bajamos a meter un rato los pies al mar, un indigente nos dio un buen susto cuando se nos acercó a pedirnos un poco de dinero. La mañana siguiente la pasé muy divertido jugando caballazos en la alberca con Giovanna, Gisela y Kevin. Luego subimos unas rocas y encontramos una pequeña caleta donde no había gente y podíamos nadar con más privacidad. Mientras estábamos en el mar, a Gisela se le bajo la presión y tuve que ayudarla a volver sana y salva a la playa. Fue un momento bastante tenso, pero afortunadamente no le pasó nada. 

Por la noche Nuri, Lupita y su novio, se fueron al Alebrije, un antro que desde hace muchos años yo tenía un buen de ganas de visitar. Estaba súper de moda cuando iba en la prepa y era famoso por la belleza de las chavas que entraban ahí. Lo malo es que a Gisela, a Giovanna y a Kevin no les alcanzaba para la entrada y yo tampoco tenía el dinero suficiente como para pagarles a todos. Al final preferí quedarme con ellos y seguir la fiesta en el hotel. Al final entrar o no al Alebrije, no importaba tanto, la cosa era pasársela bien.

Con el paso de los años, he visitado muchas otras playas de nuestro país, Cancún, Playa Del Carmen, Puerto Vallarta, Manzanillo, Los Cabos, La Paz, etc… pero a pesar de todos estos nuevos destinos turísticos y de la difícil situación de violencia e inseguridad que vive Acapulco desde hace más de una década, me niego a mandarlo al baúl de los recuerdos. Por ahí dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz.

domingo, 29 de marzo de 2020

NUESTRA PARTE DE NOCHE: EL HORROR EN TODAS SUS FORMAS


Reseña de Francisco Güemes Priego



“Y vio cómo la Oscuridad le rebanaba los dedos primero, después la mano 
y, enseguida, con un sonido glotón y satisfecho, se lo llevaba entero.


Esta novela de la escritora argentina Mariana Enríquez (1973), publicada por Anagrama y ganadora del Premio Herralde en 2019, es un libro original y complejo, casi inclasificable, el cual tiene como temas: la maldad, la crueldad, el miedo, es decir, todo lo relacionado con el lado más siniestro del ser humano.

Es una novela que, a pesar de su extensión (más de 660 páginas), es muy amena, con personajes entrañables y tramas envolventes. Su mayor acierto es producirnos aprehensión, ansiedad, incluso a veces pavor. No es fácil para un libro provocar sentimientos tan intensos, y éste lo hace.

Quizás el mayor defecto de Nuestra parte de noche sea que es un libro muy abigarrado, se entremezclan en él demasiados acontecimientos, algunos reales: la dictadura argentina (1976-1983), las desapariciones, los traumas infantiles, la violencia intrafamiliar; otros imaginarios: “La Orden”, una secta que pretende arrancarle a la Oscuridad el secreto de la vida eterna y que está dispuesta a todo para lograrlo: mutilar, matar, sacrificar. Por momentos parece todo demasiado confuso y los saltos entre la realidad y la fantasía a veces parecen excesivamente bruscos, pero, como ya se dijo, el principal objetivo de Enríquez es horrorizarnos, cosa que consigue de manera excepcional.

Las fuentes literarias de las que abreva Nuestra parte de noche están muy a la vista. Lo mismo la tradición inglesa del romanticismo gótico: las hermanas Brönte, Arthur Machen, Bram Stoker; que reconocidos genios del horror norteamericano: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Stephen King; además de colosos de la literatura fantástica en latinoamérica: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, etc...

Dignas de mencionarse también son dos cualidades de la novela: primero, el que “La Orden” funcione como metáfora de un sistema en el que los poderosos, los dueños de la tierra y del dinero, son los que ganan siempre, más allá de los vaivenes políticos y, segundo, el que retome elementos de las mitologías y religiones populares de los pueblos de Sudamérica, principalmente de los mapuches y los guaraníes, dándole un toque sumamente original a la narración.

Me parece un libro sumamente valioso, que al entremezclar características clásicas del género con las peculiaridades geográficas, sociales y culturales de nuestra región, puede funcionar como piedra angular de un canon latinoamericano de la literatura de horror.