miércoles, 3 de septiembre de 2025
HERMOSOS MUTANTES
Por Francisco Güemes Priego
Hasta los doce años llevé la vida normal de una niña de ciudad. Ese verano fui a un campamento. El lugar era boscoso, helado y húmedo. Una espesa neblina lo cubría todo desde la madrugada hasta medio día. No tenía en absoluto ganas de estar ahí, pero mis padres me habían obligado a asistir con la esperanza de que abandonara mi aislamiento e hiciera mis primeras amigas. No ocurrió así.
Las jornadas de caminata eran extenuantes, las actividades patéticas. Aquellas criaturas a quienes debía llamar compañeras: rubias, morenas, pelirrojas, altas o bajitas, me parecían insulsas, tontas, puras copias sacadas de un molde burdo y mediocre, misma condición que compartían nuestras torpes monitoras, sólo que a un nivel aún más ridículo. Además, por la noche la lluvia se colaba al interior de las tiendas de campaña y me invadía un frío mortal. Fastidiada de todo y de todos, sólo contaba los minutos para regresar a mi apacible hogar.
Todo cambió en el anochecer del tercer día del suplicio, cuando, mientras esperábamos la cena, me alejé del campamento. Entonces, siguiendo una especie de presentimiento caminé hacia el arroyo. Cuando estaba por alcanzar la corriente de agua, tropecé con unos arbustos y caí de bruces en el suelo cubierto de fango. Ahí estaba, preciosa, luminosa, incomparable. Con una piel muy negra y brillante, cubierta de motas amarillas, así como unos grandes ojos saltones que destilaban fuego. Acercó su pequeña y pegajosa lengua hacia mí, tocó con ella mi nariz durante un segundo y después desapareció, entre los helechos del bosque, como si fuera un hada, una ninfa, o alguna otra criatura mágica.
En ese momento, me di cuenta que me faltaba algo, tenía que volver a ver a la criatura, durante el breve encuentro que habíamos tenido, algo extraño se había despertado dentro de mí. Yo no era una niña, una mujer cualquiera, tenía un destino que cumplir.
A partir de entonces me apasioné por ranas, sapos, tritones, proteos, ajolotes, cecílidos y demás representantes de la clase amphibia, seres capaces de respirar tanto en la tierra como en el agua. Según La Gran Enciclopedia de los Animales, la criatura con la que me había topado en aquel campamento era nada más y nada menos que una salamandra de fuego, portentosa criatura habitante de los bosques, poseedora de una increíble capacidad de regenerar sus miembros, así como de una temible toxicidad.
Pasaron los años, acabé la escuela, entré a la universidad y, siguiendo todavía mi vida en solitario, me decidí a estudiar Ingeniería Genética. Tras muchos años de estudios y fracasos, comencé a experimentar con el genoma de aquel animal que me había fascinado desde mi niñez: la salamandra.
Así, pronto pude crear en el laboratorio, ratones con atributos de anfibio. Algunos tenían una larga cola negra poblada de manchas amarillas, otros podían caminar por la pared gracias a potentes ventosas, varios contaban con una larga y pegajosa lengua para cazar insectos, unos más, carecían de orejas, pero lograban respirar por debajo del agua utilizando únicamente su piel.
Me fascinaba ver mis creaciones, mis “hermosos mutantes” como solía llamarlos. Sabía que sería inevitable pasar a la siguiente fase del proyecto: la experimentación con humanos.
Mi primera víctima fue un pobre indigente que solía pedir víveres en el callejón ubicado a un costado del laboratorio. A cambio de una copiosa comida y algunos billetes, logré convencerlo de que se dejara inyectar un químico elaborado por mí. “Un medicamento experimental contra la tiña”, argumenté como excusa para utilizarlo como conejillo de indias.
No obstante, pasaron los días, las semanas y los meses y no era visible ningún resultado positivo de mi experimento. El vagabundo no sufrió el más leve cambio físico. Le rogué me permitiera sacar un poco de su sangre para estudiarla, y aunque tras una pequeña recompensa aceptó, los estudios mostraron conclusiones claras: el suero que le había inyectado, no había alterado en absoluto su ADN, mi sujeto de prueba no mostraba elementos genéticos del anfibio.
Más adelante realicé el mismo experimento con una mujer que ayudaba con la limpieza del laboratorio. Perdí otros cuatro meses y no obtuve ningún resultado que ayudara en mi investigación. Poco después, una noche en la que tomé más somníferos que de costumbre, tuve un sueño. En él me hallaba en el sitio boscoso del campamento de mi niñez, había frío, oscuridad y bruma. En el camino hacia el arroyo, nuevamente caía de bruces en el fango. Volvía a ver a la salamandra de piel oscura y motas amarillas, la que, sin que mediara ninguna explicación verosímil, me susurró al oído las siguientes palabras: “Tú eres la elegida, tú”.
Una infausta noche de octubre, en la que me quedé hasta muy tarde analizando las muestras de sangre del vagabundo y de la empleada doméstica por enésima ocasión, ocurrió un corto circuito en el laboratorio. Yo pude haber salido rápido del edificio, pero no podía dejar a mis “hermosos mutantes”, tenía que salvarlos. Lamentablemente el fuego se propagó más rápido de lo que yo esperaba. No sólo perdí a mis criaturas, también sufrí quemaduras severas en todo el cuerpo.
Pase las semanas siguientes en el hospital. Mi rostro, de inicio casi totalmente desfigurado, comenzó a sanar de manera milagrosa. Al cabo de unas pocas semanas, ya casi todas las quemaduras habían desaparecido de mi cuerpo. Los médicos no encontraban explicación. Yo la tenía, los genes de la salamandra.
Había perdido muchos datos de mi investigación en el incendio, pero afortunadamente, en mi casa contaba con documentos de respaldo, por lo que, al cabo de algunos meses, pude recrear el suero y, tras mostrar los resultados del mismo en mi persona, logré un lucrativo acuerdo para comerciarlo no sólo en el país, también en el extranjero.
Portadas, artículos entrevistas. Mi descubrimiento me convirtió en una celebridad científica. Muchas vidas serían salvadas o reconstruidas gracias a mí. Meses más tarde, me enamoré de Víctor, el empresario que financiaba mi investigación. Mi éxito parecía completo.
Pocas veces recordaba los caudalosos sueños que me asaltaban por las noches, pero cuando aparecían en ellos ya fuera la salamandra del bosque o mis “hermosos mutantes” perecidos en el incendio del laboratorio, un fugaz escalofrío me invadía. No entendía bien la razón.
A principios de la primavera celebré mi boda con Víctor. Fue aún más concurrida y memorable de lo que esperaba. Esa misma noche, partimos a Tahití, donde llevaríamos a cabo nuestra luna de miel.
Después de disfrutar de una noche salvaje en la isla tropical, desperté a media noche con la urgencia de sumergirme en agua. A pesar de estar desnuda, tome el elevador y bajé al piso de la alberca. Sin importarme las miradas de los anonadados huéspedes, caminé hasta la piscina y de un certero clavado me zambullí en el agua fresca.
Estuve así, varias horas, nadando feliz a la luz de la luna. Cerca del amanecer, un gendarme se acercó para indicarme que debía salir, pero apenas me vio, huyó aterrorizado. Yo, sorprendida por su acción, y sintiéndome muy confundida, resolví volver a mi cuarto.
Antes de acostarme, me miré en el espejo y no me reconocí. Un impulso de prudencia me hizo ahogar un grito. Enseguida, un pesado sueño me invadió. Dormí profundamente.
A la mañana siguiente, desperté alarmada, pensando en la reacción de Víctor al ver mi estado, pero para mi sorpresa, mi nuevo esposo me despertó con un beso y no pareció notar algo extraño en mí. Nada especial ocurrió en los siguientes días, al cabo de un par de semanas en la isla tropical, volvimos al país.
Ya habían pasado un par de meses, estaba yo completamente absorbida por mi rutina, cuando, nuevamente, me paré en la madrugada urgida por la necesidad de agua. La piscina del residencial estaba lejos, no quería vestirme. Decidí que con un baño de tina sería suficiente. Así ocurrió, esperé a que se llenara y luego me sumergí por completo en el agua cálida, que lamia mi piel como la lengua de un anfibio. Unas palabras susurradas en el oído me hicieron salir de mi letargo: “Tú eres la elegida, tú”. Miré mis manos, eran oscuras, con manchas amarillas. La piel era suave y tersa, una membrana impedía la separación de mis dedos. Salí de la tina de un saltó. Me miré al espejo, esta vez sí grité.
Desperté en el hospital, sin entender lo que pasaba. Poco tiempo después un médico me informó que había sufrido un desmayo y que me había golpeado en la cabeza con el borde la tina, por lo que estaría internada unos días a causa de una contusión cerebral. De inmediato saque las manos para mirarlas, pero no había nada extraño con ellas, tan delgadas y pálidas como de costumbre.
Cuando Víctor llegó, en la hora de visitas, le comenté lo que había creído ver en el espejo la noche interior. No pudo evitar reírse: “Fue sólo un mal sueño, mi amor. Eso fue todo”.
Yo no estaba tan segura, pero, siguiendo el consejo de mi esposo, empecé a ir a ver a un psicólogo. Según el especialista, esas extrañas visiones de verme como un anfibio no eran más que el estrés postraumático resultado del incendio en el laboratorio. No obstante, la voz de la salamandra del bosque me seguía acosando algunas noches: “Tú eres la elegida, tú”.
Pasé un año sin recaídas y sin visiones extrañas. Quedé embarazada de Víctor. Al principio tuve temores de que algo no estuviera bien con el hijo que esperaba, pero la felicidad de ser madre pronto hizo retroceder al miedo.
Avanzaron los meses, mi vientre comenzó a hincharse más y más. Faltaba ya poco tiempo para que mi embarazo llegara a término, cuando otra vez desperté con la necesidad de agua. Me metí a la tina, pero después de unos minutos sentí que la cantidad de agua en ella era insuficiente. Bajé a la alberca, el olor del agua clorada me repugnó.
Cobijada por las sombras caminé hacia los pantanos durante varias horas. Miré mis manos, estaban resquebrajadas, resecas. Necesitaba llegar al agua pronto. Un atroz dolor en el vientre me invadió poco después. Tendría que estar en un hospital, atendida por especialistas, pero no, en aquel instante yo caminaba en la noche, a través de los baldíos, en busca de la ciénaga. Con el último rastro de mis fuerzas alcancé las aguas fangosas, luego perdí el conocimiento.
Desperté cuando escuché que repetían mi nombre en la lejanía. Yo estaba en el borde de la ciénaga, abrazada a un montón de pequeños círculos blancos que flotaban dentro de una enorme masa viscosa. Pese al asco del primer momento, un impulso me hizo ocultar la mole gelatinosa entre los abundantes juncos. Me miré en el espejo de agua. Seguía siendo humana, pero el abultamiento de mi abdomen había desaparecido. Había dado a luz.
Cuando los guardias del parque me encontraron, comencé a gritar que me habían arrebatado a mi hijo. Víctor, no creyó mi historia y me acusó de haber acudido a la curandera del pantano para cortar mi embarazo. Acto seguido me amenazó con internarme en un sanatorio mental. Yo, presa de una desesperación inmensa, corrí lo más rápido que pude, sin mirar atrás.
Desde entonces me muevo por ríos, manglares y lagunas, sabiendo que cada vez es más complicado para mi cuerpo retomar su condición humana. Pronto, sin embargo, no estaré sola, mis criaturas, y también las de todas aquellas mujeres que han utilizado el suero de la salamandra, nacerán, y una nueva era dará comienzo. Los anfibios reclamaremos lo que nos ha sido sustraído durante cientos de millones de años, el dominio del planeta.
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